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Más tarde sus manos fueron resbalando lejos de mí, como con una gran vergüenza y tristeza, como si ella hubiese comprendido de repente cuan horribles habían sido mis subterfugios y mentiras. Y lo empecé todo de nuevo: los besos entre los dedos, los juramentos mudos, toda esta campaña de ternura y también crueldad. Todo se repitió como en un sueño oscuro y cálido. Y de improviso noté que su mano, oculta entre mis cabellos, apretaba mi cabeza contra su brazo desnudo con una fuerza que jamás habría adivinado en ella. Y entonces, agotada, respirando con rapidez, como si quisiera librarse del calor creciente y el temor repentino, se durmió. Yo permanecí inmóvil, como un muerto, tenso hasta el punto máximo, e intenté comprender si lo sucedido lo significaba todo o absolutamente nada. Poco antes de dormirme tuve la impresión de que estábamos salvados.

Y entonces llegó la paz, la gran paz, tan grande como en Kerenea cuando yacía sobre la cálida placa de lava con Arder inconsciente, pero al que veía respirar tras el cristal de su escafandra y así sabía que no todo había sido en vano. Pero ya no me quedaban fuerzas, aunque sólo fuera para abrir el grifo de su botella de repuesto; yacía como paralizado y con la sensación de que la mayor experiencia de mi vida acababa de pasar y, si ahora moría, no se produciría ningún cambio. Y esta indefensión mía era como el tácito silencio del triunfo.

Pero por la mañana todo volvió a ser igual. En las primeras horas ella seguía avergonzada, ¿o era tal vez desprecio hacia mí? Lo ignoro; quizá se despreciaba a sí misma por lo sucedido.

Hacia mediodía logré convencerla para dar un pequeño paseo. Seguimos la carretera de la gigantesca playa. El Pacífico reposaba al sol como un gigante lánguido, surcado por franjas de espuma blancas y doradas y repleto hasta el horizonte de pequeñas velas. Detuve el coche en el lugar donde terminaba la playa y aparecía un promontorio de rocas, La carretera describía allí una curva pronunciada: a un metro de distancia podían verse directamente las violentas oleadas. Luego volvimos para comer.

Todo era igual que la víspera; pero en mí se extinguía todo cuando pensaba en la noche.

Porque no quería aquello, no lo quería así. Cuando no la miraba, sentía sus ojos fijos en mí.

Traté de adivinar el significado de su ceño nuevamente fruncido y sus miradas ausentes; y de pronto — no sé cómo ni por qué, fue como si alguien me hubiera abierto el cráneo —, lo comprendí todo. Sentí deseos de golpearme la cabeza con los puños. ¡Qué estúpido egoísta era, qué cerdo insensible! Me quedé quieto, aturdido, con esta tormenta rugiendo en mi interior. De improviso la frente se me perló de sudor y me sentí muy débil.

— ¿Qué tienes? — preguntó ella.

— Eri — dije con voz ronca —, yo… no he comprendido hasta ahora, ¡te lo juro! que has venido conmigo porque tenías miedo de que yo…, ¿verdad que sí?

Sus ojos se abrieron llenos de asombro; me miró con atención, como si temiera un engaño, una comedia. Asintió.

Salté de la silla.

— Nos vamos.

— ¿Adonde?

— A Klavestra. Haz el equipaje. Dentro de — consulté el reloj —, dentro de tres horas estaremos allí.

No se había movido.

— ¿En serio? — interrogó.

— ¡En serio, Eri! No lo había comprendido. Sí, ya sé, parece imposible. Pero hay límites. Sí, límites. Eri, todavía no comprendo del todo cómo he podido; me he mentido a mí mismo.

Bueno, no lo sé, pero es igual, ahora ya no importa.





Hizo el equipaje ¡tan de prisa…! Todo en mí estaba roto y destrozado. Sin embargo, exteriormente parecía casi tranquilo. Cuando estábamos sentados en el coche, me dijo:

— Hal, te pido perdón.

— ¿Por qué? ¡Ah! — comprendí —. ¿Creías que yo lo sabía?

— Sí.

— Bueno. No hablemos más de ello.

Y nuevamente pisé el acelerador; a los lados pasaban casitas lilas, blancas, azules, la carretera se curvaba, aumenté más la velocidad, el tráfico era muy intenso y luego empezó a escasear, las casitas perdieron sus colores, el cielo se tino de azul oscuro, las estrellas aparecieron y nosotros corríamos en el prolongado silbido del viento.

Todo el paisaje se volvió gris; las colinas dejaron de ser abultadas y se convirtieron en siluetas, en una hilera de gibas, y la carretera, en la penumbra, era fosforescente. Reconocí las primeras casas de Klavestra, el característico recodo de la carretera, los setos. Detuve el coche frente a la entrada, entré sus cosas en el jardín bajo la baranda.

— Prefiero no entrar en la casa compréndelo.

— Sí.

No quería despedirme de ella, así que me limité a dar media vuelta. Ella rozó mi mano; me estremecí como si me hubiera quemado.

— Hal, gracias…

— No digas nada. Por el amor de Dios, no hables.

Me alejé corriendo, salté al coche y pisé el acelerador. El ruido del motor pareció calmarme durante un rato. Llegué a la recta sobre dos ruedas. Era para reír. Naturalmente, ella tenía miedo de que la matara; había presenciado cómo intentaba matar a Olaf, que era totalmente inocente, y sólo por esto, porque él no me permitía… ¡Oh, no importaba…, no importaba! Grité solo en el coche, podía hacer lo que quisiera, el motor cubría mi demente furia… y una vez más ignoro en qué momento supe lo que tenía que hacer. Una vez más — como antes — me invadió la paz. No la misma, claro. Porque el hecho de que hubiera aprovechado tan vulgarmente la situación y la hubiese obligado a ella a seguirme, y todo hubiese ocurrido sólo por este motivo… era lo peor de todo cuanto podía imaginarme, pues me robaba incluso los recuerdos, los pensamientos sobre nuestra noche… sencillamente todo. Yo mismo la había destruido con mis propias manos por medio de un egoísmo ilimitado, de una ceguera que no me dejaba ver lo más visible y evidente; desde luego ella no había mentido cuando dijo que no tenía miedo de mí. Tampoco temía por ella, claro. Sólo por él.

Tras las ventanillas pasaban volando pequeñas luces, quedaban atrás, se desvanecían; la comarca era indescriptiblemente hermosa. Y yo, destrozado, mutilado, corría a toda velocidad sobre chirriantes neumáticos de una curva a otra, hacia el Océano Pacífico, hacia las rocas; en un momento en que el coche patinó con fuerza mayor de la esperada y rozó 'a cuneta con las ruedas del lado derecho, sentí miedo, pero sólo por una fracción de segundo; en seguida reí como un loco…, porque había tenido miedo de morir precisamente aquí, cuando me había propuesto morir en otra parte. Y esta risa se convirtió de pronto en un sollozo. «Debo hacerlo cuanto antes — pensé —, pues ahora ya no soy el mismo. Lo que me ocurra ya no es horrible, sino repugnante.» Y aún me dije algo más: que debía avergonzarme de mí mismo. Pero ahora estas palabras ya no tenían sentido ni importancia.

Era ya oscuro, la carretera estaba casi vacía, ya que por la noche no circulaba casi nadie — hasta que observé que me seguía un glider negro a no mucha distancia. Se deslizaba con ligereza y sin el menor esfuerzo, mientras yo forcejeaba con los frenos y el acelerador, porque los gliders se mantienen sobre el asfalto gracias a la fuerza de atracción o de la gravedad — el diablo lo sabe. En suma, me podía alcanzar fácilmente, pero permanecía a unos ochenta metros detrás de mí; una vez se acercó un poco más, pero volvió a reducir la marcha. En las curvas pronunciadas, donde yo barría la carretera con toda la parte posterior del coche y patinaba hacia la izquierda, él se quedaba atrás, aunque yo no creía que no pudiera mantener mi ritmo. Tal vez el conductor tenía miedo. Pero, no, claro, en él no iba ningún conductor. Y además, ¿qué me importaba a mí aquel glider?

Algo sí me importaba, pues sentía que no se mantenía tan cerca de mí sin un motivo. De pronto se me ocurrió pensar que podía ser Olaf. Olaf, quien, con toda la razón, no se fiaba en absoluto de mí, y que debía de haber esperado en los alrededores para vigilar el curso de los acontecimientos. Y al pensar que allí se encontraba mi salvador, mi viejo y querido Olaf, que una vez más no me dejaba hacer lo que yo quería, como un hermano mayor, como mi paño de lágrimas… me invadió la cólera. Durante un segundo, la ira me impidió ver la carretera.