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IV

La puerta se abrió. Un robot blanco y anaranjado esperaba en el césped. Me apeé.

— Bien venido a Klavestra — me dijo, y su vientre blanco empezó a zumbar inesperadamente; emitía unos sonidos agudos, como si tuviera una caja de música.

Sin dejar de reír, le ayudé a descargar mi equipaje. Entonces se abrió la puerta posterior del ulder, que yacía sobre la hierba como un pequeño zeppelín plateado, y dos robots de color naranja sacaron mi coche. Lo había olvidado por completo. Ahora todos los robots, cargados con mis maletas, cajas y paquetes, se dirigían en fila india hacia la casa.

La casa era un cubo con ventanas en lugar de paredes. Entramos en el vestíbulo por un panorámico y acristalado solarium, cruzamos el comedor y subimos las escaleras que conducían al piso superior — ¡todo en madera! — ; el robot de la cajita de música no olvidó llamar mi atención hacia esta rareza.

Arriba había cinco habitaciones. No escogí la mejor, sino la que estaba orientada al este, porque en las otras, sobre todo en la que daba a las montañas, había demasiado oro y plata. El decorado de la que miraba al este tenía franjas verdes en forma de hojas sobre un fondo de color crema.

Los robots colocaron todas mis cosas en armarios empotrados, trabajando rápida y silenciosamente. Me quedé ante la ventana. «Un puerto — pensé —, un albergue.» Hasta que me asomé no pude ver el vapor azulado de las montañas. Abajo había un gran jardín de flores y algunos árboles frutales bastante añosos; sus viejas y retorcidas ramas ya no daban fruta.

Un poco hacia el lado, junto a la avenida — que ya había visto desde el ulder y que ocultaban unos setos —, se veía sobre el verdor la torre del trampolín. De modo que allí debía de estar la piscina. Cuando me volví, los robots ya se habían ido. Empujé hacia la ventana la ligera mesa, que parecía inflada, y coloqué sobre ella el montón de revistas científicas, los cartuchos con los libros de cristal y el aparato de lectura; aparte llevaba mis libretas aún intactas y la pluma estilográfica. Era mi vieja pluma; con la gravitación intensificada se derramaba siempre, manchándolo todo, pero Olaf la había reparado a la perfección. Ordené los cuadernos de notas, y escribí en ellos «Historia», «Matemáticas», «Física», todo con gran apresuramiento, porque tenía prisa por bañarme.

Ignoraba si allí podía salir sólo en bañador; había olvidado el albornoz, así que fui al cuarto de baño del pasillo y, con una botella de líquido espumoso, me cubrí con una prenda horrible que no se parecía a ninguna. La desgarré y empecé de nuevo. El segundo albornoz ya tenía mejor aspecto, aunque parecía una especie de vestimenta de Robinson; con un cuchillo corté las mayores desigualdades de las mangas y el bajo y entonces ya se me antojó más aceptable.

Bajé, todavía inseguro de que no hubiera ningún huésped en la casa. El vestíbulo seguía vacío, así como el jardín, donde el robot anaranjado recortaba el césped cerca de los rosales, que ya empezaban a quedarse sin flores.

Casi corriendo, llegué a la piscina. El agua refulgía y temblaba, y sobre ella flotaba un frescor invisible. Tiré el albornoz sobre la arena dorada, que me quemó las plantas de los pies, y, haciendo mucho ruido sobre los peldaños de metal, trepé hasta el trampolín. Era bajo, lo cual me convenía para empezar. Me di impulso para un salto sencillo — ¡no me atrevía a más después de tan largo intervalo! — y entré en el agua como un cuchillo.

Emergí feliz a la superficie. Con grandes brazadas crucé la piscina, volví y la crucé una vez más; debía de tener unos cincuenta metros de longitud. La recorrí ocho veces sin disminuir el ritmo, llegué hasta el borde y, chorreando como una foca, me tendí sobre la arena con el corazón desbocado. Era estupendo. ¡La Tierra aún tenía su encanto! Me sequé en pocos minutos, me levanté y miré a mi alrededor: nadie. Magnífico. Corrí de nuevo hacia el trampolín.

Primero salté de espalda; me salió bien, aunque me había dado demasiado impulso: en el extremo del trampolín había un trozo de plástico que actuaba de muelle. Luego vino un doble salto que fallé en parte, ya que me golpeé fuertemente con los muslos contra el agua. La piel enrojeció en seguida, como escaldada. Repetí el salto. Fue mejor, aunque no del todo.

Después de la segunda vuelta no tuve tiempo de enderezarme, y además no coloqué bien los pies. Pero era obstinado y tenía tiempo, ¡muchísimo tiempo!

Tercer salto, cuarto, quinto. Los oídos ya me zumbaban cuando — tras haber echado otra ojeada a mi alrededor — probé un salto de tirabuzón. Fue un fracaso, un completo desastre. Al caer en el agua perdí el aliento, tragué una gran cantidad de agua y me arrastré hasta la arena resoplando y ahogándome. Me senté en la escalerilla del trampolín, tan humillado y furioso que al final empecé a reír. Entonces volví a nadar: cuatrocientos metros, un descanso y otros cuatrocientos.

Cuando volví a la casa, el mundo tenía un aspecto muy diferente. «Es lo que más echaba de menos», pensé. Un robot blanco esperaba en la puerta.

— ¿Desea comer en el comedor o en su habitación?

— ¿Comeré solo?





— Sí, señor. Los otros señores no llegarán hasta mañana.

— Me pueden servir en el comedor.

Fui arriba y me cambié de ropa. Aún no sabía muy bien con qué iniciaría mis estudios.

Con la historia, probablemente; sería lo más sensato, aunque me dominaba el deseo de hacerlo todo a la vez y cuanto más, mejor. Quería conocer el misterio de la gravitación dominada.

Oí un sonido cantarín. No era el teléfono. Como ignoraba de dónde procedía, llamé al infor doméstico.

— La comida está servida — dijo una voz melodiosa.

El comedor estaba lleno de una luz verde filtrada; los vidrios oblicuos del techo brillaban como el cristal. En la mesa había un solo cubierto. El robot trajo la carta.

— No, no — rechacé —, comeré lo que sea.

El primer plato recordaba una sopa de fruta El segundo, nada. Habría que despedirse para siempre de la carne, las patatas y la verdura.

Fue una suerte que comiera solo, pues el postre me explotó bajo la cuchara. Tal vez sea una expresión exagerada, pero en todo caso me salpiqué de crema las rodillas y la chaqueta.

La confección de este plato parecía un poco complicada: sólo era dura la parte superior, y yo clavé en ella la cuchara sin la menor precaución.

Cuando entró el robot le pregunté si podía tomar el café en mi habitación.

— Naturalmente — repuso —. ¿Ahora mismo?

— Sí, por favor. Pero mucho café.

Lo dije porque el baño me había dejado un poco soñoliento y de pronto me pareció perdido el tiempo dedicado al sueño. Oh, aquí todo era realmente muy distinto que en la cubierta de nuestra nave espacial. El sol de mediodía abrasaba los viejos árboles, las sombras eran cortas, se apretaban contra los troncos, el aire temblaba en la lejanía, pero en la habitación hacía casi fresco. Me senté ante la mesa, frente a los libros. El robot trajo el café. Un termo transparente capaz de contener tres litros. No dije una palabra. El robot había sobre sumado mi necesidad de café.

Quería empezar por la historia, pero primero me enfrasqué en la sociología, porque ansiaba enterarme en seguida de lo máximo posible. Pronto me convencí de que no iría a ninguna parte. Esta ciencia estaba salpicada de unas matemáticas difíciles, por su especialización, y — lo que era aún peor — los autores mencionaban hechos totalmente desconocidos para mí. Además, había muchas palabras que no comprendía y tenía que buscar su significado en el diccionario técnico. Así pues, coloqué el segundo optón — tenía tres de ellos — y no tardé en perder el gusto de la lectura, ya que era un proceso demasiado lento, por lo que, olvidando mis pretensiones, me dediqué a un simple manual de historia.

Algo me había picado, dejándome sin una chispa de paciencia; a mí, a quien Olaf llamaba la última encarnación de Buda. En vez de leer por orden, busqué primero un capítulo sobre la betrización.