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— ¿En qué puedo servirle?

Tenía una voz profunda. Cerré los ojos y habría podido jurar que me hablaba un hombre grueso, de cabellos oscuros.

— Me gustaría algo primitivo — dije —. Acabo de llegar de un largo viaje, de un larguísimo viaje, y no deseo confort excesivo. Querría tranquilidad, árboles, agua; también podrían ser montañas. Pero deseo algo primitivo y anticuado. Como hace cien años. ¿Tienen algo así?

— Si usted lo desea, debemos tenerlo. Montañas Rocosas. Fort Plum. Mallorca. Las Antillas.

— Más cerca — dije —. A unos… mil kilómetros de distancia, más o menos.

— Klavestra.

— ¿Dónde está eso?

Observé que podía hablar perfectamente con los robots. No se maravillaban de nada. Un invento muy sensato.

— Es un viejo poblado minero próximo al Pacífico. Minas sin explotar desde hace unos cuatrocientos años. Excursiones muy interesantes por las galerías subterráneas. Cómodas comunicaciones en ulder y glider. Sanatorios con atención médica, villas de alquiler con jardín, piscina, estabilización climática; el centro local de nuestra agencia organiza toda clase de diversiones, excursiones, juegos, veladas. Hay real, mut y stereon.

— Sí, tal vez me convendría algo así — opiné —. Una villa con jardín. Y además agua. Una piscina, ¿puede ser?

— Por supuesto, señor. Piscina con trampolines, lagos artificiales con grutas subacuáticas, un centro magnífico, provisto de todos los equipos para bucear, espectáculos subacuáticos…

— Dejemos estos espectáculos. ¿Cuánto cuesta?

— Cien iten al mes. Pero si la comparte con otra persona, solamente cuarenta.

— ¿Compartirla?

— Las villas son muy espaciosas, señor. De doce a dieciocho habitaciones: servicio automático, cocina individual, comidas locales o exóticas a elección…

— Ya. En tal caso, quizá…; está bien. Me llamo Bregg. La tomaré. ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Klavestra? ¿Pago ahora?

— Como desee.

Le alargué el kalster.

Entonces resultó que yo ignoraba que nadie más que yo podía poner en movimiento el kalster. El robot, naturalmente, tampoco se extrañó de esta ignorancia mía. Los robots empezaban a gustarme cada vez más. Me enseñó qué debía hacer para que del centro sólo cayera una ficha con el correspondiente número impreso. El número de la ventanita que había encima y que indicaba el estado de la cuenta disminuyó en la misma cantidad.

— ¿Cuándo puedo marcharme?

— Cuando lo desee. A cualquier hora.

— Pero… pero… ¿con quién compartiré la villa?

— Con los Marger. Una pareja.

— ¿Puedo saber qué clase de gente son?

— Sólo puedo decirle que se trata de un matrimonio joven.

— Hum. ¿No les estorbaré?

— No, porque está por alquilar la mitad de la villa. Usted ocupará todo un piso.

— Bien. ¿Cómo he de ir?

— Lo mejor es con el ulder.

— ¿Cómo hay que hacerlo?

— Le reservaré el ulder para el día y la hora que usted prefiera.

— Entonces, le llamaré desde el hotel. ¿Es posible?





— Claro que sí. El alquiler no empezará a ser efectivo hasta que usted se instale en la villa.

Cuando salí ya tenía un plan difuso. Compraría libros y diversos artículos deportivos.

Sobre todo, libros. También tendría que suscribirme a revistas especializadas, sociología, física. Seguramente se había progresado mucho en estos cien años. Ah, y además necesitaría ropa.

Pero de nuevo algo torció mis proyectos. En la esquina, sin dar crédito a mis ojos, vi un automóvil. Un automóvil auténtico. Quizá no igual que los que recordaba: la carrocería estaba modelada en ángulos agudos. Pero era un verdadero automóvil, con neumáticos, puertas, volante, y detrás había otros modelos, tras un enorme escaparate en el que se leía en grandes letras ANTIGÜEDADES. Entré. El propietario — o vendedor — era un ser humano. «Lástima», pensé.

— ¿Puedo comprar un coche?

— Claro. ¿Cuál le gustaría?

— ¿Cuánto cuestan?

— Entre cuatrocientos y ochocientos iten.

«Un precio respetable — pensé —. Pero, bueno, por las antigüedades hay que pagar.» — ¿Y funcionan?

— Naturalmente No se pueden conducir por todas partes, ya que hay prohibiciones locales, pero en general es posible.

— ¿Y el combustible? — pregunté con cautela, pues no tenía idea de lo que ocultaba la carrocería.

— Con eso no tendrá dificultades. Una sola carga basta para toda la duración del coche.

Incluyendo los parastatos, naturalmente.

— Magnífico — dije —. Querría algo estable, resistente. No ha de ser muy grande, pero sí rápido.

— Entonces yo le recomendaría este Giabile, o aquel otro modelo…

Me llevó a una gran sala, entre hileras de coches. Relucían como si fueran realmente nuevos.

— Como es natural — observó el vendedor —, no pueden compararse con el glider. Pero hoy día el coche ya no es un medio de locomoción.

«Pues ¿qué es?», quise preguntar, pero callé.

— Está bien — dije —. ¿Cuánto cuesta éste? — y señalé una limusina azul pálido con faros plateados y muy hundidos.

— Cuatrocientos ochenta iten.

— Pero me gustaría que me lo entregasen en Klavestra — dije —. He alquilado una villa allí. En la agencia de viajes de esta misma calle pueden darle la dirección exacta…

— Muy bien, señor. Podemos enviarlo con el ulder, con portes pagados.

— ¿Ah, sí? Yo mismo debo ir en un ulder…

— Entonces dígame la fecha y lo llevaremos a su ulder. Será lo más sencillo. A menos que usted prefiera…

— No, no. Lo haremos como usted ha dicho.

Pagué el coche — ya me entendía muy bien con el kalster — y salí de la tienda de antigüedades. Allí se olía por doquier a laca y goma. Estos olores me parecían magníficos.

Con la ropa no me fue tan bien. Ya no existía casi nada de las prendas que yo conocía.

Aclaré también el misterio de las enigmáticas botellas de los armarios del hotel, rotuladas ALBORNOCES. No sólo éstos, sino trajes, calcetines, chaquetas de punto, ropa interior: todo se rociaba. Comprendí que esto debía de gustar a las mujeres: manejar unos frascos llenos de un líquido que inmediatamente se solidificaba en tejidos de estructura lisa c tosca: terciopelo, piel o metal elástico. De este modo creaban un nuevo modelo para cada ocasión. Naturalmente, esto no lo hacían todas las mujeres por sí mismas; había salones especiales de plastificación (¡así que éste era el trabajo de Nais!). Por otra parte, esta moda tan ceñida no me atraía demasiado; sólo el proceso de vestirse con ayuda de las botellas se me antojaba inútilmente trabajoso. Había muy pocas prendas confeccionadas, y no eran de mi tamaño; incluso la medida mayor era cuatro tallas demasiado pequeña para mi estatura. Al final me decidí por ropa blanca de botella, pues observé que mi camisa no resistiría mucho tiempo.

Por supuesto que podía recuperar del Prometeo el resto de mi ropa, pero allí tampoco tenía trajes ni camisas blancas; con tales prendas no habría podido hacer gran cosa en la constelación de Fomalhaut. Por lo tanto, compré algunos pares de pantalones que parecían de dril para trabajar en el jardín, ya que sólo éstos eran relativamente anchos y podían alargarle; pagué por todo ello un ¡ten, que era el precio de los pantalones; el resto era gratis.

Lo hice enviar todo al hotel y, por pura curiosidad, me dejé convencer para una visita al salón de modas. Allí me recibió un tipo con cara de artista, que me miró y coincidió conmigo en que yo debía llevar cosas más bien anchas; observé que no estaba muy encantado conmigo. Yo tampoco lo estaba con él. El asunto terminó con unas chaquetas de punto, que me arregló allí mismo. Me hizo levantar los brazos y dio vueltas a mi alrededor, operando con cuatro frascos a la vez. El líquido — en el aire, blanco como la espuma — se secaba casi inmediatamente. Así surgieron chaquetas de diversos colores, una con rayas negras y rojas en el pecho; observé que lo más difícil era confeccionar las mangas y el cuello, para lo que se necesitaba verdadera práctica.