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— Es… para que… no se pueda… matar.

— ¡ Increíble! ¿A las personas?

— A nadie.

— ¿Ni a los animales?

— Ni a ellos. A nadie…

Entrelazaba y separaba los dedos sin dejar de mirarme, como si con — estas palabras me hubiese liberado de una cadena invisible y entregado un cuchillo con el que podía degollarla.

— Nais — dije con voz muy queda —, Nais, no tengas miedo. De verdad… no tienes nada que temer.

Trató de sonreír.

— Escucha…

— Dime.

— ¿No has sentido nada?

— ¿Qué debía sentir?

— Imagínate que haces lo que acabo de decirte.

— ¿Matar? ¿Quieres que lo imagine?

Se estremeció.

— Sí…

— Bien, ¿y qué?

— ¿No sientes nada?

— No. Pero sólo es una idea, y no tengo la menor intención…

— Pero ¿puedes? ¿No? ¿Puedes hacerlo? No — susurró con los labios, como si hablara consigo misma —, no estás betrizado…

Ahora comprendí el significado de todo aquello, y al fin me di cuenta de que debía de ser un gran shock para ella.

— Algo muy importante — concedí, y añadí casi en seguida-: Pero tal vez sería mejor que los hombres dejaran de hacerlo sin semejantes métodos artificiales…

— No lo sé. Quizá sí — repuso, y suspiró profundamente —. ¿Sabes ahora por qué tenía miedo?

— Sinceramente, no mucho. Tal vez un poco. Pero no podías pensar que yo te…

— ¡Qué extraño eres! Casi como si no fueras… — Se interrumpió.

— ¿Como si no fuera un hombre?

Sus párpados temblaron.

— No quería ofenderte, pero cuando se sabe que nadie, ¿comprendes? nadie puede pensarlo siquiera, jamás, y entonces llega de repente alguien como tú, la sola posibilidad de que… pueda existir…

— ¡Pero es imposible que todos…, ¿cómo se dice…? hayan sido betrizados!

— ¿Por qué? ¡Todos lo han sido, ya te lo he dicho!

— No, no puede ser — insistí —. ¿Qué me dices de la gente que tiene profesiones peligrosas?

Bien han de…

— No hay profesiones peligrosas.

— ¡Vamos, Nais! ¿Y los pilotos? ¿Y los diversos equipos de salvamento? ¿Y los que luchan contra el agua y el fuego?





— No hay tales personas — dijo.

Creí haberla oído mal.

— ¿Qué?

— No las hay — repitió —. Esas cosas las hacen los robots.

Ahora se produjo un silencio. Pensé que no me resultaría fácil digerir este nuevo mundo. Y al mismo tiempo se me ocurrió una idea que ya era asombrosa por el hecho de que jamás la habría tenido si alguien me hubiese descrito semejante situación, aunque sólo fuera como una posibilidad teórica: esta intervención que anulaba en el hombre los instintos asesinos se me antojaba una… mutilación.

— Nais — dije —, ya es muy tarde. Me voy.

— ¿Adonde?

— Lo ignoro. ¡Ah, sí! En la estación debía esperarme un hombre de ADAPT. ¡Lo había olvidado por completo! No pude encontrarle allí, ¿sabes? Así que buscaré en el hotel…

¿Existen todavía?

— Sí. ¿De dónde procedes?

— De aquí. Nací aquí.

Tras estas palabras volví a tener una sensación de irrealidad, y ya no estaba seguro ni de la ciudad de aquel tiempo — que sólo existía en mí —, ni de esta ciudad fantasmal en cuyas habitaciones se introducían cabezas de gigantes. Por un segundo pensé que tal vez me encontraba a bordo y todo aquello no era más que una pesadilla especialmente clara sobre mi regreso.

— Bregg. — Su voz me llegó como desde lejos. Me estremecí; había olvidado su presencia.

— Sí, dime.

— Quédate aquí.

— ¿Qué?

Guardó silencio.

— ¿Quieres que me quede?

Siguió callando. Me acerqué a ella, la agarré por los hombros, inclinándome sobre el asiento, y la levanté. Permaneció inerte. Su cabeza cayó hacia atrás y los dientes le brillaron; yo no quería poseerla, sólo quería decir: «Es verdad que tienes miedo», y ella debía contestarme que no era cierto. Nada más. Mantenía los ojos cerrados y de pronto vi el blanco bajo las pestañas, me incliné sobre su rostro y escruté de cerca los ojos vidriosos, como si quisiera conocer y compartir su miedo. Jadeando, ella intentó librarse de mis brazos; no lo advertí hasta que empezó a gemir: «¡No, no!», y entonces la solté. Estuvo a punto de caerse.

Se quedó quieta junto a la pared, cubriendo parte de un rostro mofletudo que llegaba hasta el techo y que decía tras el cristal cosas inaudibles, abriendo exageradamente la boca y mostrando la carnosa lengua.

— Nais… — murmuré. Dejé caer los brazos.

— ¡No te acerques!

— Tú misma has dicho…

Su mirada era demente.

Crucé la habitación. Me siguió con los ojos, como si yo…, como si ella estuviera prisionera en una jaula…

— Ya me voy — dije. No hubo respuesta. Yo quería añadir algo, unas palabras de disculpa, de agradecimiento, para no marcharme de este modo, pero no pude hablar. Si sólo hubiera tenido miedo de mí como una mujer teme a un desconocido, miedo de mí como hombre, pero esto era otra cosa. La miré y me sentí dominado por una gran cólera. Agarrar esos blancos y desnudos hombros y sacudirlos…

Di media vuelta y salí: la puerta exterior cedió bajo mi presión, el gran pasillo estaba casi oscuro. No pude encontrar la salida a la terraza, pero vi cilindros iluminados por una luz tenue y azulada: los cristales de los ascensores. Me acerqué a uno que ya se movía hacia arriba: tal vez bastaba poner el pie en el umbral. El ascensor bajó durante mucho rato. Pasé alternativamente por lugares oscuros y techos transversales: blancos con el centro rojo, como capas de grasa sobre músculos. Pronto dejé de contarlos, el ascensor seguía bajando, era un viaje hasta el fondo de la tierra. Como si hubiese ido a parar al interior de una cañería estéril y el gigantesco edificio, transformado en sueño y seguridad, tuviese que librarse ahora de mí. Se abrió una parte del cilindro transparente y salí.

Las manos en los bolsillos, oscuridad, pasos largos y firmes. Inspiré al aire fresco con avidez, sentí aletear las ventanas de mi nariz y palpitar lentamente el corazón, bombeando sangre. Por los lisos carriles del arroyo pasaban luces, que eran absorbidas por vehículos silenciosos; no había un solo transeúnte. Entre las siluetas negras vi un letrero luminoso. «Tal vez un hotel», pensé. Pero se trataba de una acera iluminada. Me dejé transportar hacia arriba.

Sobre mi cabeza pasaron las vigas blancuzcas de unas construcciones; en alguna parte de la lejanía, sobre los perfiles negros de los edificios, ondeaban rítmicamente las letras luminosas de un periódico. De pronto la acera entró conmigo en una habitación iluminada y desapareció.

Unos anchos peldaños llevaban hacia abajo, plateados como una cascada silenciosa. La soledad me ponía nervioso; desde que dejara a Nais no había visto una sola persona. La cinta rodante era muy larga. Abajo refulgía una calle muy ancha, a ambos lados se abrían pasajes entre las casas; bajo un árbol de follaje azul — quizá no era un árbol verdadero — vi una pareja, me acerqué y la pasé de largo. Se estaban besando. Me deslicé hacia unos apagados sonidos musicales: algún restaurante nocturno o un bar, al que nada separaba de la calle. Había en él unas cuantas personas. Decidí entrar y preguntar por el hotel. De improviso choqué con todo el cuerpo contra un obstáculo invisible. Era un cristal totalmente transparente. La entrada estaba al lado. Dentro alguien se echó a reír, señalándome a su acompañante. Entré. Un hombre que vestía un jersey negro — parecido a mi chaqueta de punto, pero provisto de un cuello voluminoso — estaba sentado ante una mesa.

Tenía un vaso en las manos y me miraba. Me detuve ante él. La risa se desvaneció de sus labios aún entreabiertos. Me quedé allí, en medio del silencio. Sólo la música seguía sonando, como detrás de una pared. Una mujer emitió un débil y extraño sonido; miré a mi alrededor, a los rostros impasibles, y me marché. Hasta que estuve en la calle no me acordé de que quería preguntar por un hotel.

Entré en un pasaje. Estaba lleno de escaparates: agencias de viaje, tiendas de deportes, maniquíes en diversas posiciones. En realidad no eran escaparates; todo se encontraba en la calle, a ambos lados de la acera elevada, que se deslizaba por el centro. Un par de veces tomé por personas las sombras que se movían en el fondo. Una de ellas — una muñeca casi tan alta como yo, de mejillas abultadas como en una caricatura — tocaba la flauta. La contemplé largo rato. Tocaba con tanta naturalidad que sentí deseos de dirigirle la palabra. Más allá había unas salas de juego donde giraban grandes círculos multicolores, y unos tubos plateados que pendían sueltos bajo el techo, chocaban entre sí con el sonido de unas campanillas de trineo; espejos semejantes a prismas lanzaban destellos. Pero todo estaba vacío. Al final del pasaje brillaba la inscripción AQUÍ HAHAHA. Se desvaneció. Al acercarme, las palabras AQUÍ HAHAHA llamearon de nuevo y volvieron a desaparecer, como disipadas por el viento.