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Esto no es muy fácil de encontrar en una selva húmeda, pero Kruger había tenido mucha práctica en buscarlo antes de llegar al campo de lava.

Dar, ignorando completamente lo que quería, limitó a seguirle y mirarle mientras masticaba su parte de carne. Estaba parcialmente interesado creyendo que lo que sucedía podía merecer la pena de ser registrado, pero no lo hubiera apostado.

Su actitud desinteresada desapareció cuando sintió la primera ola de calor del fuego de Kruger. Dejó caer su carne y saltó al lugar donde estaba su ballesta, cogiéndola como si su vida dependiera de su velocidad. No hizo ningún ruido y Kruger, cuya atención estaba fija en encender su fuego, no vio lo que pasaba. Una lucha que casi literalmente comprometía su propia vida se desarrolló a su espalda sin su conocimiento.

Dar había ya empezado a levantar su ballesta cuando se paró, con un ojo fijo en lo que hacía y otro en el preocupado ser humano. Pensó durante largos momentos, oscilando desde un punto vista al justamente contrario. El fuego era el mayor horror en la vida de Dar Lang Ahn; había crecido sintiendo terror hacia él. Su gente nunca lo usaba, pero los relámpagos o las accidentales concentraciones de los rayos de Arren causaban a veces llamaradas. Los Profesores y los libros estaban de acuerdo en sus interminables advertencias para evitarlo. Era el fin de toda vida, el fin que aguardaba a él mismo, claro, pero que tardaría aún varios años. Desde que había llegado al borde del campo de lava, y por consiguiente tenían a su disposición abundantes alimentos y agua, había hecho desaparecer de su mente la expectativa de una muerte prematura. Y era en cierto modo un impacto para él el verla de cerca tan repentinamente.

Aun así, el gigante no parecía pensar en Dar Lang Ahn. Tal vez el fuego era simplemente parte de los asuntos personales y privados de Kruger y no tenía nada que ver con Dar. Después de todo, aquello podía ser una necesidad bastante normal para alguien originario de los alrededores de un volcán. Pensando esto, Dar se calmó lo suficiente para dejar su ballesta, aunque no se alejó mucho del lugar en que la había colocado.

Continuó contemplando al ser humano, pero su actitud no se parecía en nada a la indiferencia que había mostrado mientras aquél estaba reuniendo leña para el fuego.

Estaba tomando notas mentalmente; los Profesores de las Murallas de Hielo querrían sin lugar a dudas escribir esto en un libro.

La extraña criatura había encendido el fuego hasta que éste tomó fuerza, y después dejó que se fuera apagando hasta que las llamas llegaran prácticamente a desaparecer.

Sin embargo, aquello irradiaba aún gran cantidad de calor, y cuando alcanzó lo que parecía ser un estado satisfactorio, Kruger asombró aún más a su compañero al poner su carne sobre las brasas.

Dar sabía que el chico tenía hambre; se había hecho ya una idea bastante exacta de cuánta comida necesitaba un ser humano. Pero la razón por la cual el extraño ser procedía a arruinar su comida le resultaba un misterio de primer orden.

Cuando Kruger hubo terminado su misterioso rito comiéndose la carne y después procediendo a apagar el fuego, Dar había sobrepasado por mucho su capacidad de asombro. Al ver que la cuestión estaba terminada, se puso de pie y reemprendió el viaje, penosamente perplejo.





De hecho, el pensar que la ceremonia estaba acabada era totalmente erróneo, aunque fuera un error compartido por Dar y Kruger. El último sintió los primeros síntomas del error una hora después de acabar la comida, y poco después de las primeras punzadas de dolor rodaba impotente por el suelo. Dar, que había visto los mismos síntomas entre su propia gente, no podía imaginar su causa en este caso, no siendo capaz de pensar en nada que pudiera ser provechoso para calmar los dolores de su amigo. Durante más de una hora los calambres continuaron intermitentemente, dando a Kruger en los intervalos entre los ataques tiempo justo para preguntarse si había cometido su último error de juicio. Finalmente, su maltratado estómago devolvió el origen del problema, y tras unas cuantas punzadas más de advertencia le dejó en paz. Pasó algún tiempo antes de que pudiera realmente ponerse a pensar en el problema de por qué una carne perfectamente comestible cruda cambiaba de una manera tan drástica cuando se asaba a las brasas.

¿Podía tener algo que ver el humo producido por el fuego? Tal vez algo parecido a la creosota que preservaba la carne ahumada en casa; pero se necesitaría un buen laboratorio de química orgánica para llevar a cabo cualquiera de sus hipótesis para esa teoría. El hecho observado era suficiente para él, tal vez demasiado. Había dejado de llover en el momento usual, después de que Theer volviera a aparecer por el sur, y la temperatura estaba subiendo de nuevo.

Cada vez que la estrella roja hacía otro de sus extraños giros en el cielo, Kruger se preguntaba si podría aguantar hasta el siguiente. Hace muchos meses se dio cuenta de que no podría, al menos en las latitudes en las que estaba en aquel momento. En aquella parte del planeta los giros estaban siempre por encima del horizonte, ya que Theer nunca se ponía. Variaba, sin embargo, muchísimo su tamaño aparente; para la desgracia de Kruger, su mayor diámetro aparente, y con ello las temperaturas más altas de esta especie de sudoroso planeta, se daban cuando estaba casi en el punto más lejano de su giro. La desgracia residía en el hecho de que donde le habían dejado el giro estaba en la parte sur del cielo y para tener alguna parte suya debajo del horizonte lo mejor que podía hacer era dirigirse al norte. Se había preguntado, claro, si podría llegar lo suficientemente al norte; su conocimiento de la geografía de este mundo se reducía al recuerdo de lo que había visto durante la órbita de aterrizaje, lo cual no era mucho. Aun así, parecía que lo único que podía hacer era probar suerte.

No se encontraba aún lo suficientemente al norte para estar fuera del alcance del sol rojo, pero le parecía una buena oportunidad para estarlo. Llevaba ya, si se podía aún confiar en las observaciones de Kruger, sobre el horizonte ocho de los dieciocho días.

Estaría más contento si no tuviera todo el rato en su pensamiento el problema de Alcyone, al que Dar Lang Ahn llamaba Arren. Estaba bien que ese sol tipo enano rojo pasara de ser una molestia constante a serlo intermitente, pero las ventajas tendían a desaparecer al pasar el gigante azul de problema periódico a serlo constante. Con este asunto en su mente, Kruger hacía todo lo que podía para introducir en su vocabulario común palabras como temperatura y poder saber por su compañero si había en este planeta alguna zona que un ser humano pudiera considerar acogedora.

Poco a poco el idioma de Dar se hacía más inteligible, a consecuencia de lo cual Kruger se iba haciendo una idea de la meta a la cual se dirigían.

Al parecer, Dar también quería un sitio fresco, y Kruger recibió la información con alegría manifiesta. Podía haber algún error en lo que Dar pudiera entender por fresco, pero al menos parecía deseoso de aplicar adjetivos contrarios a los del lugar en que ahora se encontraban, lo cual resultaba muy alentador. Por otra parte, estaba el deseo del piloto de describir algo que con gran probabilidad parecía ser hielo.

A Kruger le pareció esta teoría completamente increíble y continuó importunando a su compañero para que le diera una descripción más detallada. De cualquier forma, Dar se atuvo a su terminología y por fin le pareció a su oyente que tal vez la nave espacial que había traído a Dar a Abyormen pudiera ser su objetivo. Con toda seguridad que allí tendrían hielo, al menos artificial.

Estaba también el problema del océano que había en su camino, cuya existencia dedujera antes. Como el chico no sabía si se trataba de un verdadero océano o simplemente de un gran lago, pregunto si sería posible rodearlo. El énfasis que Dar puso para darle a entender la imposibilidad de ello le convenció de que «océano» era la palabra correcta.