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– Parece un buen día.

– Pero la cosa no termina ahí. Todavía no te he contado la parte rara.

– Pues cuéntamela.

– ¿Recuerdas que te he dicho que pasamos el láser por el coche y obtuvimos todas las huellas?

– Sí.

– Encontramos otra más. Ésta era de la base de datos de crímenes. Un caso de Misisipí. Tío, todos los días tendrían que ser como éste.

– ¿Cuál fue el resultado? -preguntó Bosch, que se estaba impacientando con la manera que tenía Edgar de parcelar el relato.

– Coincidía con huellas puestas hace siete años en la red por algo llamado Base de Datos de Identificación Criminal de los Estados del Sur. Son cinco estados que juntos no suman la población de Los Ángeles. La cuestión es que una de las huellas que enviamos hoy coincidía con la del perpetrador de un doble homicidio en Biloxi en el setenta y seis. Un tipo al que los diarios llamaron el Asesino del Bicentenario porque mató a dos mujeres el Cuatro de Julio.

– ¿El dueño del coche? ¿El tío del rifle?

– Exacto. Sus huellas estaban en la cuchilla de carnicero que dejó clavada en el cráneo de una de las chicas. Estaba bastante sorprendido cuando fuimos a su casa esta tarde. Dijimos: «Eh, cogimos al socio del tío que murió en su coche. Y, por cierto, estás detenido por doble asesinato, hijoputa.» Creo que alucinó, Harry. Tendrías que haber estado allí.

Edgar rió sonoramente al teléfono y Bosch, después de sólo una semana en el dique seco, entendió lo mucho que echaba de menos el trabajo.

– ¿Cooperó?

– No, no dijo una palabra. Si fuera tan estúpido no habría salido impune de un doble asesinato durante casi veinte años. Es una larga fuga.

– Sí, ¿qué ha estado haciendo?

– Parece que se lo ha tomado con calma. Es dueño de una ferretería en Santa Mónica. Está casado y tiene un hijo y un perro. Un caso de reforma total. Pero va de retorno a Biloxi. Espero que le guste la cocina del Sur porque no va a volver por aquí en una buena temporada.

Edgar se rió otra vez. Bosch no dijo nada. La historia le deprimía porque era un recordatorio de que ya no estaba en activo. También le recordó la petición de Hinojos de que definiera su misión.

– Mañana vendrán un par de agentes estatales de Misisipí -dijo Edgar-. Hablé con ellos hace un rato y están encantados.

Bosch no dijo nada durante un rato.

– Harry, ¿sigues ahí?

– Sí, sólo estaba pensando en algo… Bueno, suena como un día fantástico en la lucha contra el crimen. ¿Cómo se lo ha tomado el intrépido líder?

– ¿Pounds? Joder, se le ha puesto como un bate de béisbol. ¿Sabes qué está haciendo? Está tratando de averiguar una forma de colgarse las medallas por resolver tres asesinatos. Quiere apuntarse los casos de Biloxi.

La estratagema no sorprendió a Bosch. Era una práctica extendida entre los jefes del departamento y los estadísticos anotarse puntos para los índices de resolución de crímenes siempre que era posible. En el caso del airbag no se había producido un asesinato, sino un accidente. No obstante, como el fallecimiento había acontecido en el curso de la comisión de un delito, la ley de California establecía que el cómplice podía ser acusado de la muerte del compañero. Bosch sabía que basándose en la detención por asesinato del compañero, Pounds pretendía sumar un punto a la estadística de casos resueltos. No lo equilibraría sumando un caso a la lista de crímenes cometidos, porque la muerte producida por el airbag había sido accidental. Este pequeño paso de baile estadístico proporcionaría un importante impulso en el índice de homicidios resueltos por la División de Hollywood, que en años recientes había amenazado continuamente con caer por debajo del cincuenta por ciento.

Y no satisfecho con el modesto salto que este fraude contable produciría, Pounds pretendía sumar también el doble asesinato de Biloxi a la estadística. Después de todo, podía argumentarse que su brigada de homicidios había resuelto dos casos más. Sumar tres casos a un plato de la balanza sin añadir ninguno al otro probablemente daría un impulso tremendo al índice general de casos resueltos, así como a la imagen de Pounds como jefe de la brigada de detectives. Bosch sabía que Pounds estaría complacido consigo mismo y con los logros del día.

– Dijo que nuestro índice subiría seis puntos -estaba explicando Edgar-. Estaba radiante, Harry. Y mi nuevo compañero estaba feliz de haber hecho feliz a su hombre.

– No quiero oír nada más.

– No me lo creo. Bueno, ¿qué estás haciendo para mantenerte ocupado además de contar coches en la autovía? Debes de estar mortalmente aburrido, Harry.

– La verdad es que no -mintió Bosch-. La semana pasada terminé de arreglar la terraza. Esta semana voy a…

– Harry, te estoy diciendo que pierdes el tiempo y el dinero. Los inspectores van a descubrirte y te sacarán de casa de una patada en el culo. Después demolerán el edificio ellos mismos y te enviarán la factura. Tu terraza y el resto de la casa terminarán en la parte de atrás de un camión.

– He contratado a un abogado para que se ocupe.

– ¿Y qué va a hacer?

– No lo sé. Quiero apelar la etiqueta roja. Es un tío con experiencia, dice que lo arreglará.

– Ojalá. Sigo pensando que deberías derribarla y empezar de nuevo.

– Todavía no he ganado la lotería.

– Hay préstamos federales para damnificados. Podrías pedir uno y…

– Ya lo he solicitado, Jerry, pero me gusta mi casa tal y como es.

– Vale, Harry. Espero que tu abogado lo solucione. Bueno, he de irme. Burns quiere tomarse una cerveza en el Short Stop. Me está esperando allí.

La última vez que Bosch había estado en el Short Stop, un bar de polis cercano a la academia y al estadio de los Dodgers, todavía había en la pared pegatinas que decían: «Yo apoyo al jefe Gates.» Para la mayoría de los polis, Gates era un rescoldo del pasado, pero el Short Stop era un lugar donde la vieja guardia iba a beber y a recordar un departamento que ya no existía.

– Sí, pásalo bien, Jerry.

– Cuídate, tío.

Bosch se recostó en la encimera y se bebió su cerveza. Llegó a la conclusión de que la llamada de Edgar había sido una forma bien disimulada de decirle a Bosch que estaba eligiendo su bando y separándose de él. A Bosch no le molestó. La primera lealtad de Edgar era consigo mismo, para sobrevivir en un ambiente que podía ser traicionero. Bosch no iba a culparlo por eso.

Bosch miró su reflejo en el vidrio de la puerta del horno. La imagen era oscura, pero veía sus ojos en la sombra y el perfil de la mandíbula. Tenía cuarenta y cuatro años y en algunos aspectos parecía mayor. Conservaba la cabeza cubierta de pelo castaño y rizado, pero tanto el cabello como el bigote empezaban a encanecer. Aquellos ojos marrón oscuro le parecieron cansados y consumidos. Su piel tenía la palidez de la de un vigilante nocturno.

Bosch todavía se mantenía delgado, pero en ocasiones la ropa le colgaba como si la hubiera sacado de una de las misiones del centro o acabara de pasar una enfermedad.

Se olvidó de su reflejo y cogió otra cerveza de la nevera. Fuera, en la terraza, vio que el cielo estaba brillantemente iluminado con los tonos pastel del anochecer. Pronto estaría oscuro, pero la autovía era un río resplandeciente de luces en movimiento, un río cuya corriente no se calmaba ni un momento.

Al mirar a los residentes de fuera de la ciudad que regresaban un lunes por la noche, vio la autovía como un hormiguero donde los obreros avanzaban en líneas. Alguien o alguna fuerza surgiría pronto y volvería a golpear la colina. Entonces las autovías se hundirían, las casas se derrumbarían y las hormigas simplemente las reconstruirían y volverían a formar filas.

Se sentía inquieto, pero no sabía por qué. Sus pensamientos se arremolinaban y se mezclaban. Empezó a ver lo que Edgar le había dicho del caso en el contexto de su diálogo con Hinojos. Había alguna conexión, algún puente, pero no lograba alcanzarlo.