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– Se ha olvidado las abejas asesinas.

– Estoy hablando en serio.

– Yo también, salió en las noticias.

– En todo lo que ha sucedido en esta ciudad, en cada una de esas calamidades, ¿quién está siempre en medio? Los agentes de policía. Los que tienen que responder. Los que no pueden quedarse en casa, agachar la cabeza y esperar a que todo termine. Así que pasemos de esa generalización a lo individual. Usted, detective. Ha sido un contendiente de primera línea en todas esas crisis. Al mismo tiempo ha tenido que lidiar con su auténtico trabajo. Homicidios. Es uno de los destinos más estresantes del departamento, Dígame, ¿cuántos homicidios ha investigado en los últimos tres años?

– Mire. No estoy buscando una excusa. Ya le dije antes que lo hice porque quería hacerlo. No tuvo nada que ver con los disturbios ni…

– ¿Cuántos cadáveres ha examinado? Conteste mi pregunta, por favor. ¿Cuántos cadáveres? ¿A cuántas viudas les dio la noticia de que lo eran? ¿A cuántas madres les ha hablado de sus hijos muertos?

Bosch levantó las manos y se frotó la cara. Lo único que sabía era que quería esconderse de ella.

– Muchos -susurró finalmente.

– Más que muchos…

Bosch exhaló con fuerza.

– Gracias por responder. No estoy tratando de arrinconarle. El objetivo de mis preguntas y de mi discurso sobre la fractura social, cultural e incluso geológica de esta ciudad es que usted ha pasado mucho más que la mayoría, ¿de acuerdo? Y esto ni siquiera incluye el bagaje que todavía podía arrastrar de Vietnam o del fracaso de una relación sentimental. Pero sean cuáles sean las razones, los síntomas del estrés se están manifestando. Están ahí, claros como el día. Su intolerancia, su incapacidad de sublimar las frustraciones, sobre todo su agresión a su superior.

Hizo una pausa, pero Bosch no dijo nada. Tenía la sensación de que ella no había terminado. No se equivocaba.

– También hay otros signos -continuó Hinojos-. Su rechazo a abandonar su casa afectada puede percibirse como una forma de negación de lo que está sucediendo a su alrededor. Son síntomas físicos. ¿Se ha mirado al espejo últimamente? No creo que tenga que preguntárselo para saber que está bebiendo demasiado. Y la mano. No se hizo daño con un martillo. Se quedó dormido con un cigarrillo entre los dedos. Eso es una quemadura, me apostaría mi licencia profesional.

Hinojos abrió un cajón y sacó dos vasos y una botella de plástico. Llenó los vasos y le acercó uno a Bosch. Una oferta de paz. Bosch la observó en silencio. Se sentía exhausto, insalvable. Tampoco podía menos que sentir admiración por lo bien que ella lo diseccionaba. Después de tomar un trago de agua, Hinojos continuó.

– Todas estas cosas son indicativas de un diagnóstico de síndrome de estrés postraumático. Sin embargo, tenemos un problema con eso. El prefijo «post» cuando se usa en este diagnóstico, significa que el estrés ha pasado. Ése no es el caso aquí. En Los Ángeles, no. No con su trabajo. Harry, usted está permanentemente metido en una olla a presión. Se debe a usted mismo un poco de espacio para respirar. Ése es el fin de esta baja. Espacio para respirar. Tiempo para recuperarse. Así que no se resista. Acéptelo. Es el mejor consejo que puedo darle. Acéptelo y úselo para salvarse.

Bosch exhaló con fuerza y levantó la mano vendada. -Puede quedarse su licencia.

– Gracias.

Ambos descansaron un momento hasta que ella continuó en una voz calibrada para aliviarle.

– También ha de saber que no está solo. Esto no es nada por lo que deba sentirse avergonzado. En los últimos tres años se ha experimentado un agudo aumento de incidentes de agentes sometidos a estrés. Los Servicios de Ciencias del Comportamiento acaban de solicitar al ayuntamiento cinco psicólogos más. Nuestro volumen de casos ha pasado de ochocientas sesiones en mil novecientos noventa a más del doble el último año. Incluso tenemos un nombre para lo que está ocurriendo aquí. La angustia azul. Y usted la tiene, Harry.

Bosch sonrió y negó con la cabeza, aferrándose todavía a la capacidad de negación que le quedaba.

– La angustia azul. Parece el título de una novela de Wambaugh.

La psiquiatra no respondió.

– ¿Lo que me está diciendo es que no vaya recuperar mi puesto?

– No, no estoy diciendo eso en absoluto. Lo único que digo es que tenemos un montón de trabajo por delante.

– Me siento como si me hubiera noqueado el campeón del mundo. ¿Le importa si la llamo de vez en cuando para tratar de obtener la confesión de algún tío que no quiera hablar conmigo?

– Créame, que diga esto ya es un buen comienzo.

– ¿Qué quiere que haga?

– Quiero que tenga ganas de venir aquí. Eso es todo. No lo mire como un castigo. Quiero que trabaje conmigo, no contra mí. Cuando hablemos, quiero que hable de todo y de nada. De cualquier cosa que se le ocurra. No se guarde nada. Y otra cosa. No le estoy diciendo que debe dejarlo por completo, pero tiene que moderarse con la bebida. Tiene que mantener la mente despejada. Como sin duda sabe, los efectos del alcohol permanecen en un individuo hasta mucho después de la noche en que se consume.

– Lo intentaré. Todo eso. Lo intentaré.

– Es lo único que le pido. Y como de repente tiene tan buena voluntad, voy a pedirle otra cosa. Me han cancelado una sesión mañana a las tres, ¿podrá venir?

Bosch dudó y no dijo nada.

– Parece que al final estamos trabajando bien y creo que ayudaría. Cuanto antes acabemos con nuestro trabajo, antes podrá usted volver al suyo. ¿Qué dice?

– ¿A las tres?

– Sí.

– De acuerdo, aquí estaré.

– Bien. Volvamos a nuestro diálogo. ¿Por qué no empieza?

De lo que quiera hablar.

Bosch se inclinó hacia adelante y cogió el vaso de agua. Miró a Hinojos mientras bebía el agua y después volvió a dejar el vaso en la mesa.

– ¿De cualquier cosa?

– Lo que sea. De lo que esté pasando en su vida o en su mente y quiera hablar.

Bosch pensó un momento.

– Anoche vi un coyote. Cerca de mi casa. Yo… Supongo que estaba borracho, pero sé que lo vi.

– ¿Qué significa para usted?

Bosch trató de componer una respuesta apropiada.

– No estoy seguro… Creo que ya no quedan muchos en las colinas de la ciudad, al menos cerca de donde yo vivo. Así que cuando veo uno tengo la sensación de que podría ser el último que queda en libertad. El último coyote. Y supongo que me molestaría si alguna vez resultara cierto, si no volviera a ver a ningún otro.

Hinojos asintió con la cabeza, como si Bosch se hubiera anotado un punto en un juego cuyas reglas no conocía con exactitud.

– Antes había uno que vivía en el cañón de debajo de mi casa. Lo veía allí de vez en cuando. Después del terremoto desapareció. No sé qué le ocurrió. Entonces anoche vi a este otro. Había algo en la niebla y la luz que… Parecía que tenía el pelaje azul. Parecía hambriento. Tienen algo… Son tristes y amenazadores al mismo tiempo, ¿sabe?

– Sí.

– La cuestión es que pensé en él cuando me fui a acostar después de llegar a casa. Fue entonces cuando me quemé la mano. Me quedé dormido con el cigarrillo. Pero antes de despertarme tuve un sueño, o al menos creo que era un sueño. Tal vez una ensoñación, como si yo todavía estuviera despierto. Y en él, fuera lo que fuese, el coyote estaba presente. Pero estaba conmigo. Y estábamos en el cañón o en una colina, no estaba del todo seguro. -Levantó la mano-. Y entonces me quemé.

Hinojos asintió, pero no dijo nada.

– ¿Qué opina? -preguntó él.

– Bueno, no acostumbro a dedicarme a la interpretación de los sueños. Francamente, no estoy segura de su valor. El valor real que me parece ver en lo que acaba de contarme es la voluntad de contármelo. Me muestra un giro de ciento ochenta grados en su visión de estas sesiones. Por si sirve de algo le diré que creo que está claro que se identifica con el coyote. Quizá no quedan muchos policías como usted y siente la misma amenaza para su existencia o su misión. No lo sé con certeza. Pero fíjese en sus propias palabras. Los llamó tristes y amenazadores al mismo tiempo. ¿Usted también podría serlo?