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– ¿Quién lo sacó?

– Está garabateado. No puedo… Parece que pone Jack… eh, Jack McKillick.

– Jake McKittrick.

– Podría ser.

Bosch no sabía qué pensar. McKittrick fue el último en tener el expediente, pero eso fue más de diez años después del asesinato. ¿Qué significaba? Bosch sentía que la confusión le tendía una emboscada. No sabía lo que esperaba oír, pero seguramente algo más que un nombre garabateado más de veinte años atrás.

– De acuerdo, señora Beaupre, muchas gracias.

– Bueno, si faltan páginas voy a tener que hacer un informe y entregárselo al señor Aguilar.

– No creo que sea necesario, señora. Puede que me haya equivocado con las páginas que faltan. Quiero decir, ¿cómo podrían faltar páginas si nadie lo ha mirado desde la última vez que lo tuve yo?

Bosch le dio las gracias nuevamente y colgó, con la esperanza de que su buen humor lograra que ella no tomara ninguna medida después de su llamada. Abrió la nevera y miró en su interior mientras pensaba en el caso, después la cerró y volvió a la mesa.

Las últimas páginas que había en el expediente del asesinato correspondían a un informe de revisión fechado el 3 de noviembre de 1962. El procedimiento del departamento de homicidios exigía que todos los casos no resueltos se revisaran después de un año por otros detectives para que éstos buscaran algo que pudiera haberse pasado por alto a los primeros. Sin embargo, en la práctica, era un proceso burocrático. A los detectives no les seducía la idea de encontrar los errores de sus colegas. Además, tenían su propia carga de casos de los que preocuparse. Cuando se les asignaban estas revisiones hacían poco más que leer por encima el archivo, efectuar algunas llamadas a testigos y después enviar la carpeta a los archivos.

En este caso, el informe de diligencia debida escrito por los nuevos detectives llamados Roberts y Jordan llegaba a la misma conclusión que los informes de Eno y McKittrick. Después de dos páginas que detallaban las mismas pruebas y entrevistas ya conducidas por los investigadores iniciales, el informe concluía que no había pistas que pudieran investigarse y que no había esperanza para una «conclusión con éxito» del caso. Fin de la diligencia debida.

Bosch cerró el expediente. Sabía que después de que Roberts y Jordan presentaran el informe, la carpeta había sido enviada a archivos como un caso muerto. Había acumulado polvo hasta que, según la tarjeta de control, McKittrick lo había sacado por razones desconocidas en 1972. Bosch anotó el nombre de McKittrick debajo del de Conklin en la libreta. Después anotó los nombres de otras personas que podrían ser útiles de entrevistar. Si seguían con vida y podían ser localizadas.

Bosch se reclinó en su silla y se dio cuenta de que el disco había terminado sin que él se apercibiera. Miró el reloj. Eran las dos y media. Todavía disponía de casi toda la tarde, pero no estaba seguro de qué hacer con ella.

Fue al armario del dormitorio y sacó la caja de zapatos del estante. Era la caja de su correspondencia, llena de cartas, postales y fotos que quería conservar durante el resto de su vida. Contenía objetos que databan incluso de su época en Vietnam. Aunque apenas miraba en la caja, en su cabeza guardaba un inventario casi perfecto del contenido. Cada objeto tenía un motivo para ser salvado.

Encima estaba el último añadido a la caja, una postal de Venecia. De Sylvia. Era de un cuadro que ella había visto en el palacio ducal, El paraíso y el infierno, de Hieronymus Bosch. Se veía a un ángel que escoltaba a uno de los benditos a través de un túnel hasta la luz del cielo. Ambos flotaban hacia el cielo. La postal era la última noticia que había tenido de ella. Leyó el texto del dorso.

Harry, pensé que te interesaría esta obra del pintor que se llama como tú. La vi en el palacio. Es hermosa. Por cierto, me encanta Venecia. Creo que podría quedarme para siempre. S.

«Ya no me quieres», pensó Bosch mientras ponía la tarjeta a un lado y empezaba a bucear en otros objetos de la caja. No volvió a distraerse. A medio camino de la caja encontró lo que estaba buscando.

El trayecto de salida hasta Santa Mónica a mediodía fue inacabable. Bosch tuvo que tomar por el camino largo, la 101 hasta la 405 y después recto, porque aún faltaba una semana para que reabrieran la 10. Cuando llegó a Sunset Park ya eran más de las tres. La casa que estaba buscando se hallaba en Pier Street. Era un pequeño bungaló estilo Craftsman instalado en lo alto de una colina. Tenía un porche con buganvillas rojas en la barandilla. Cotejó la dirección del buzón con la de la vieja felicitación de Navidad que tenía en el asiento de al lado. Aparcó junto al bordillo y miró una vez más la vieja tarjeta. Se la habían enviado cinco años antes al Departamento de Policía de Los Ángeles. Nunca había contestado. Hasta ese día.

Al salir percibió el olor del mar y supuso que las ventanas del oeste de la casa dispondrían de una vista limitada del océano. Había unos cinco grados menos que en su casa, de manera que volvió a buscar en el interior del coche para sacar la americana. Caminó hasta el porche de la entrada mientras se la ponía.

La mujer que abrió la puerta blanca después de una llamada estaba en mitad de los sesenta y así lo aparentaba. Se mantenía delgada. Tenía el cabello oscuro, pero las raíces grises empezaban a mostrarse y ya necesitaba un nuevo tinte. Llevaba una gruesa capa de lápiz de labios y vestía una blusa blanca con caballitos de mar azules encima de unos elásticos azul marino. Le dedicó una sonrisa de bienvenida y Bosch la reconoció, aunque se dio cuenta de que su propia imagen resultaba completamente ajena a la mujer. Habían pasado casi treinta y cinco años desde la última vez que ella lo había visto. Bosch le devolvió la sonrisa de todos modos.

– ¿Meredith Roman?

La mujer perdió la sonrisa con la misma rapidez con que la había encontrado antes.

– Ése no es mi nombre -dijo con voz cortante-. Se ha equivocado de sitio.

La mujer hizo un movimiento para cerrar la puerta, pero Bosch puso las manos para pararla. Trató de actuar de la forma menos amenazadora posible, pero vio que el pánico asomaba a los ojos de la mujer.

– Soy Harry Bosch -dijo con rapidez.

Ella se quedó paralizada y miró a Bosch a los ojos. Harry vio que el pánico desaparecía. El reconocimiento y los recuerdos inundaron los ojos de la mujer como lo hacen las lágrimas. Recuperó la sonrisa.

– Harry. ¿El pequeño Harry?

Bosch dijo que sí con la cabeza.

– Oh, querido, ven aquí. -La mujer lo atrajo a un fuerte abrazo y le habló al oído-. Oh, qué alegría verte después de… Déjame verte.

La mujer lo apartó y separó las manos como si estuviera admirando toda una habitación llena de pinturas. Sus ojos eran animados y sinceros. A Bosch le hizo sentirse bien y triste al mismo tiempo. No debería haber esperado tanto. Tendría que haberla visitado por otras razones que las que le habían llevado hasta allí.

– Oh, pasa, Harry, pasa.

Bosch accedió a una sala de estar bellamente amueblada. El suelo era de roble americano y las paredes estucadas estaban limpias y blancas. Los muebles eran casi todos de ratán blanco. La vivienda era luminosa y brillante, pero Bosch sabía que había llegado para llevar la oscuridad.

– ¿Ya no te llamas Meredith?

– No, Harry, desde hace mucho tiempo.

– ¿Cómo he de llamarte?

– Me llamo Katherine. Con K. Katherine Register. Era el apellido de mi marido. Chico, era tan recto. Aparte de mí lo más cerca que el hombre estuvo de algo ilegal fue mencionarlo.

– ¿Era?

– Siéntate, Harry, por el amor de Dios. Sí, murió hace cinco años, el día de Acción de Gracias.

Bosch se sentó en el sofá y ella ocupó la silla que estaba al otro lado de la mesa baja de cristal.