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— ¡Formidable! — exclamó el capitán, al observar cómo en la pantalla de control el rayo de luz describía una curva hacia la izquierda, hacia atrás y luego giraba en espiral.

No habían pasado más de diez segundos, cuando una silueta luminosa, en forma de flecha, apareció en la pantalla, se curvó hacia la derecha del círculo negro y giró también vertiginosamente en espiral. Un suspiro de alivio, casi un gemido, escapóse simultáneamente a los tres hombres que ocupaban el puesto central de mando. ¡Los seres extraños que venían a su encuentro desde las profundidades ignotas del Universo habían comprendido la señal! ¡A tiempo!

Sonaron los timbres de alarma. No era ya el rayo de luz de un radar, sino el cuerpo macizo de una nave lo que se reflejaba en la pantalla principal. En el acto, Tey Eron desconectó el autopiloto y desvió al Telurio una chispa hacia la izquierda. Cesaron los sonidos, y la pantalla quedó nuevamente negra. Los hombres apenas si tuvieron tiempo de advertir la línea luminosa que, como una exhalación, se deslizó por el radar de la banda derecha. Las naves pasaron de largo, la una ante la otra, a una velocidad inimaginable y fueron a perderse en la infinidad del espacio.

Pasarían algunos días antes de que volvieran a encontrarse. No se había dejado escapar el momento; las dos astronaves disminuirían la marcha, darían la vuelta y a una velocidad calculada por los aparatos de precisión, se acercarían de nuevo al lugar de su encuentro.

— ¡Atención todos! — exclamó Mut Ang por el micrófono—. ¡Empezamos a frenar la marcha! ¡Que cada sección dé la señal en cuanto esté preparada!

Unas lucecitas verdes encendiéronse en hilera sobre los índices de los aparatos que controlaban los motores de la nave. Estos enmudecieron. Se hizo un silencio expectante. El capitán recorrió con la mirada el puesto de mando y, sin decir palabra, hizo una señal con la cabeza a los que estaban sentados en las butacas, al tiempo que conectaba el robot del freno. Los ayudantes viéronle fruncir el ceño al consultar la escala del programa y mover la manivela principal hacia el número « 8 ».

Ingerir una píldora que hacía disminuir la actividad cardíaca, sentarse en la butaca y oprimir el botón del robot fue cosa de unos segundos.

Al chocar con el abismo del espacio, la gigantesca cosmonave pareció encabritarse como los caballos de montar en otros tiempos. Los « jinetes », en vez de salir despedidos por encima de la cabeza de sus monturas, se hundieron en las butacas hidráulicas perdiendo ligeramente el conocimiento.

La tripulación del Telurio reunióse en la biblioteca. Todos estaban allí a excepción de uno que quedó al cuidado de las instalaciones protectoras de los complejísimos aparatos electrónicos. A pesar del viraje después de frenar, el Telurio había conseguido alejarse a más de diez mil millones de kilómetros del punto del encuentro con la nave desconocida. Volaba lentamente, a una vigésima de la velocidad absoluta. Las máquinas calculadoras controlaban y corregían de continuo el rumbo. Era preciso hallar de nuevo, en el espacio inabarcable del Universo, el punto invisible donde se hallaba aquella partícula insignificante: la nave misteriosa. Si en los aparatos del Telurio no se producía ningún error que lo desviara más de lo admisible y si el otro vehículo cósmico poseía también los instrumentos adecuados de precisión, el encuentro podría producirse dentro de ocho días, ocho largos días de espera. Entonces se acercarían a una distancia que les permitiera palparse mutuamente, en la densa oscuridad, con los rayos invisibles de los radares.

Si ello sucediese, los tripulantes del Telurio entrarían en contacto — por vez primera en la historia de la humanidad— con seres semejantes, de idéntica fuerza, pensamiento y aspiraciones, cuya existencia fuera adivinada y establecida por la poderosa inteligencia humana. Hasta entonces, los inmensos abismos del tiempo y el espacio que separaban los mundos habitados habían parecido insuperables. Pero ahora, hombres de la Tierra tenderían la mano a otros seres racionales, y por mediación de éstos, a otros... Y así, salvando las simas del espacio, se extenderían los eslabones del trabajo y el pensamiento hasta lograr el triunfo definitivo sobre los elementos de la naturaleza.





Durante miles de millones de años habían pululado las diminutas partículas de protoplasma en las oscuras y tibias aguas de los golfos marítimos, y en cientos de millones de años más fueron formándose de ellas seres más complejos, que salieron después del agua a tierra. Y aún hubieron de pasar muchos millones de años hasta que, en plena dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en ciego batallar por la vida y la continuación de la especie, desarrollóse el gran cerebro, poderosísimo instrumento para conseguir el alimento y luchar por la existencia.

La vida fue desenvolviéndose a un ritmo creciente, la lucha por la existencia, agudizándose más y más, y la selección natural transcurrió con mayor rapidez. Y todo ello a costa de incontables víctimas: animales herbívoros devorados por carnívoros; animales carnívoros muertos de hambre, de debilidad, de algún mal o de la vejez; animales caídos en la lucha por la posesión de la hembra o la protección de sus crías; animales desaparecidos en los cataclismos naturales...

Así fue sucediendo a lo largo de todo el proceso de ciega evolución hasta que, en las rigurosas condiciones de vida de la gran época de los glaciares, un lejano descendiente del mono empezó a procurarse de una manera consciente los medios de existencia. Ya no obedecía sólo al instinto. Fue entonces cuando surgió el hombre, que llegó a conocer la inmensa fuerza del trabajo colectivo y del experimento racional.

Pero aún hubieron de pasar muchos milenios plagados de guerras, sufrimientos, hambre, opresión e ignorancia; mas nunca faltaron las esperanzas de un futuro mejor.

Estas esperanzas viéronse realizadas. Llegó aquel futuro luminoso que el hombre siempre anhelara, y el género humano, unido en una sociedad sin clases, libre del miedo y la opresión, había alcanzado alturas del desarrollo científico y artístico jamás conocidas hasta entonces. Era capaz de hacer lo más difícil: conquistar el espacio. Y finalmente, como culminación de aquel largo y trabajoso ascenso por la escalera del progreso, como último fruto de los conocimientos acumulados por el hombre y de su ingente labor, había sido inventado el Telurio, poderosa astronave que ahora exploraba las remotas profundidades de la Galaxia. Este aparato, producto supremo del desarrollo de la materia en la Tierra y en el sistema solar, entraría en contacto con otro que representaba a su vez la meta de un camino de progreso quizá no menos tortuoso, recorrido también durante miles de millones de años en otro rincón del Universo.

Tales eran los pensamientos que, de una forma u otra, agitaban a todos los miembros de la tripulación. Hasta la joven Taina habíase puesto seria, consciente de la colosal importancia de aquel suceso. ¿Sabrían ellos — un insignificante puñado de representantes de los miles y miles de millones de seres que habitaban la Tierra— ser dignos del valor, de la laboriosidad, de la perfección física, de la inteligencia y firmeza del hombre? ¿Cómo debía prepararse cada uno para el encuentro? ¡Recordando la grande y enconada lucha que la humanidad había sostenido para ser libre de cuerpo y de alma!

Lo más enigmático y emocionante era saber cómo serían los que venían hacia ellos; monstruos o modelos de perfección, desde el punto de vista terreno.

Afra Devi fue la primera en romper el silencio.

La joven mujer, embellecida por la emoción, alzaba a cada momento la mirada hacia el cuadro colocado sobre la puerta: un vasto panorama montañoso del África Ecuatorial ejecutado con pinturas tridimensionales. Diríase que el impresionante contraste de las sombrías vertientes pobladas de árboles y de las crestas rocosas inundadas de sol daba relieve a los pensamientos de la joven.