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— Dice usted ceguera — terció Mut Ang—. ¿Y sabe cómo nuestros antepasados se representaban, ya en la época inicial del asalto al espacio, el primer encuentro con los habitantes de otros mundos? Como un choque bélico en el que las naves se destruirían brutalmente y los hombres se aniquilarían los unos a los otros.
— ¡Increíble! — exclamaron simultáneamente Kari Ram y Tey Eron.
— Nuestros literatos modernos no escriben nada del tenebroso período de decadencia del capitalismo — siguió Mut Ang—. Pero ustedes saben, por los manuales de historia utilizados en la escuela, que nuestra humanidad atravesó en su tiempo un período bastante crítico de desarrollo.
— Naturalmente — corroboró Kari—. Cuando los seres humanos habían aprendido ya a dominar la materia y el espacio, las relaciones sociales conservaban aún sus viejas formas y el desarrollo de la conciencia social se hallaba retrasado también respecto a los adelantos de la ciencia.
— La definición es casi exacta. Usted tiene buena memoria, Kari. Pero formulémoslo en otros términos: el conocimiento y dominio del Universo chocaron con la primitiva mentalidad del propietario individualista. El futuro y la salud de la humanidad se hallaban puestos en el platillo de la balanza del destino años antes de que triunfase el progreso y de que el género humano formara una sola familia en una sociedad sin clases. En la mitad capitalista del mundo, la gente no veía nuevas vías de desarrollo y consideraba su formación social como algo eterno e inmutable, que degeneraría en el futuro, en guerras inevitables y suicidas.
— Es probable que cada civilización tenga sus períodos de crisis en cualquiera de los planetas de otros sistemas solares donde existan seres racionales — dijo Tey Eron pausadamente, lanzando una ojeada a las esferas de los aparatos registradores de la marcha—. Conocemos ya dos planetas, donde a pesar de haber agua y atmósfera con restos de oxígeno, no se ha descubierto ningún síntoma de vida. Nuestras astronaves han fotografiado sólo arenales desiertos, donde los vientos campan a sus anchas, mares muertos y...
— Me resisto a creer — le interrumpió. Kari Ram, moviendo la cabeza— que hombres que han llegado ya a conocer la infinitud del espacio y el poderío que les brinda la ciencia, sean capaces de...
—...¿de razonar como bestias que acaban de adquirir la facultad de pensar lógicamente? — completó Mut Ang—. No olvide que la vieja sociedad surgió espontáneamente, sin el plan ni la previsión que distinguen las formas sociales superiores creadas por el hombre. El cerebro humano, la forma de razonar, hallábanse aún en la fase primaria de la lógica simple, matemática, que reflejaba la lógica de las leyes de desarrollo de la materia y la naturaleza, tales como se percibían por observación directa. En cuanto la humanidad adquirió suficiente experiencia histórica y llegó a conocer el proceso histórico de desarrollo del mundo que le rodeaba, surgió la lógica dialéctica como fase superior del pensamiento. El hombre comprendió la dualidad de los fenómenos de la naturaleza y de su propia existencia. Comprendió que, como individuo, era igual de pequeño y transitorio en la vida que una gota de agua en el océano o una chispa apagada por el viento; y a la vez vio que era tan inmensamente grande como el Universo, abarcado por su cerebro y su alma en la infinidad del tiempo y el espacio.
El capitán guardó silencio y empezó a pasearse, pensativo, mientras los otros permanecían quietos, sumidos en profundas reflexiones. Luego prosiguió:
— Tengo en mi bibliofilmoteca de películas históricas un libro muy característico de aquellos tiempos. No ha sido traducido al lenguaje moderno por una máquina, sino por Sania Chen, un historiador del siglo pasado. ¡Leámoslo!
Mut Ang, satisfecho de ver el vivo interés con que los jóvenes le escuchaban, salió por la puerta que daba al pasillo del compartimiento delantero.
— No llegaré nunca a ser un verdadero capitán — confesó Tey Eron como si se disculpara—. Es imposible saber todo lo que sabe Ang.
— Pues él se considera un mal capitán precisamente por lo mucho que inquieta su espíritu y su pensamiento — dijo Kari, acomodándose en la butaca del piloto de guardia.
Tey Eron miró a Kari con asombro. Ambos callaban; en el silencio del recinto sólo se oía el quedo y monótono zumbido de los aparatos. La inmensa nave se apartaba a toda velocidad de la estrella de carbono hacia el cuarto del Universo, donde cuatro islas estelares, sumergidas en la espesa negrura del espacio, rutilaban, apenas con una luz que moría impotente en el ojo humano.
De súbito, un punto luminoso se encendió y vaciló en la pantalla del radar grande. Y oyóse al propio tiempo un sonido penetrante. Los astronautas quedaron con la respiración en suspenso.
Tey Eron, sin pararse a pensar, dio la señal de alarma. Cada miembro de la tripulación debía ocupar en el acto el lugar previamente señalado para casos de avería.
Mut Ang llegó corriendo al puesto de mando y en dos saltos se plantó ante el pupitre. El negro espejo del radar había cobrado vida, y en él — como en un lago sin fondo— flotaba una esfera luminosa diminuta, de contornos bien definidos, balanceándose de arriba abajo y deslizándose lentamente hacia la derecha. Lo extraño era que los robots, encargados de dar la señal de alarma para evitar el choque de la nave con meteoritos, no funcionasen. ¿Acaso la luz de la pantalla no era un reflejo del rayo propio, sino de otro, desconocido?
La nave seguía el mismo rumbo, y el punto luminoso temblaba ahora en el cuarto inferior de la pantalla, a estribor... Lo que esto significaba hizo estremecerse a Mut Ang. Tey Eron se mordió el labio y Kari Ram se agarró al borde del pupitre hasta sentir dolor. Algo maravilloso e inimaginable volaba al encuentro de ellos, precedido por el potente rayo de un localizador, el mismo que el Telurio lanzaba a gran distancia delante de sí.
Tan vivo era el deseo del capitán de que sus sospechas se viesen confirmadas y tan grande su miedo de caer en el abismo de la desilusión después de un alocado vuelo de la esperanza, como había ocurrido ya centenares de veces a los astronautas terrenos, que el hombre no pudo pronunciar palabra. Y esa inquietud suya pareció transmitirse a los que estaban enfrente...
El punto luminoso de la pantalla desapareció para aparecer de nuevo al cabo de un instante; luego, empezó a apagarse y a encenderse con intervalos: cuatro luces rápidas, una pausa, luego dos, y otra vez cuatro. Esta sucesión regular de señales podía ser atribuida solamente al cerebro humano, la única fuerza racional del Universo.
No quedaba lugar a dudas: otra nave espacial venía en dirección contraria al Telurio. En aquella parte del Universo no surcada hasta entonces por ninguna astronave terrena, únicamente podía encontrarse un vehículo cósmico llegado de otro mundo, de los planetas de otro sol muy distante...
El radar principal del Telurio, manejado por Kari Ram, empezó también a emitir señales intermitentes. Parecía cosa imposible que esos signos fuesen recibidos de igual manera a bordo de la nave desconocida...
La voz de Mut Ang, difundida por los amplificadores denotaba agitación:
— ¡Atención! ¡A nuestro encuentro viene una nave desconocida! Nos desviamos del rumbo y empezamos a frenar la marcha. ¡Que todos dejen sus ocupaciones y se coloquen en los puntos designados para casos de emergencia!
No había que perder ni un segundo. Si la otra nave volaba con la misma rapidez que el Telurio, la velocidad de acercamiento de ambos sería aproximadamente como la sublumínica o sea, sobre poco más o menos, de 294.000 kilómetros por segundo. Según señalaba el radar, la gente tenía a su disposición tan sólo cien segundos. Mientras Mut Ang había estado hablando por el micrófono, Tey Eron susurró algo al oído de Kari, y éste, pálido por la tensión del esfuerzo, efectuó ciertas combinaciones en la tabla del radar.