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Una hora después Pierce estaba de pie en el dormitorio y vio que nada había cambiado. Hasta la pila de libros del suelo, en el lado de la cama que ocupaba Nicole, nada parecía diferente. Se acercó para mirar el libro que estaba abierto sobre la almohada donde ella solía dormir. Se llamaba Iguana Love y se preguntó de qué trataba.

Nicole se le acercó por detrás y le tocó suavemente los hombros con los dedos. Pierce se volvió y ella levantó las manos para sostenerle la cara mientras examinaba las cicatrices que le bajaban por la nariz hasta el ojo.

– Lo siento, pequeño -dijo.

– Yo siento lo que pasó abajo, siento haber dudado de ti. Siento todo lo que ocurrió el año pasado. Pensaba que podría mantenerte a mi lado y al mismo tiempo trabajar como…

Nicole le pasó las manos por detrás del cuello y lo atrajo para besarle. Él la giró, la sentó suavemente en el borde de la cama y se arrodilló en el suelo delante de ella. Le separó lentamente las rodillas y avanzó entre ellas. Se inclinó hacia Nicole y se besaron de nuevo. Esta vez fue un beso más largo y apasionado. Pierce pensó que hacía una eternidad que no sentía el contorno de los labios de ella en los suyos.

La agarró por las caderas y la atrajo hacia sí. No lo hizo con suavidad. Enseguida sintió una de las manos de ella en la nuca y la otra desabrochándole la camisa. Se pelearon con la ropa del otro, hasta que finalmente se separaron para desnudarse cada uno a sí mismo. Sin decir nada los dos sabían que de este modo sería más rápido.

Se movían cada vez con más ímpetu. Cuando Pierce se quitó la camisa, ella hizo una mueca al ver los moratones en su pecho y costado, pero enseguida se inclinó hacia él y le besó las magulladuras. Y cuando ambos estuvieron finalmente desnudos, fueron a la cama y se fundieron en un abrazo compuesto a partes iguales de deseo carnal y tierna nostalgia. Pierce se dio cuenta de que en ningún momento había dejado de echarla de menos, de echar de menos su sensatez y el carácter emotivo de su relación. Y también había echado de menos su cuerpo. Tenía un deseo frenético del tacto y el gusto de su cuerpo.

Pierce puso la cara en sus pechos y poco a poco fue bajando, presionando la nariz en su piel, sosteniendo en la boca por un momento el aro de oro que le atravesaba el ombligo y tirando de él antes de continuar bajando. Nicole tenía el cuello echado hacia atrás y la garganta expuesta y vulnerable. Tenía los ojos cerrados y el dorso de una mano en la boca, con el nudillo de un dedo entre los dientes.

Cuando ambos estuvieron preparados, Pierce le cogió la mano y se la llevó a su miembro para que ella pudiera guiarlo. Siempre había sido su forma, su rutina. Ella se movió despacio, llevándolo a su sexo, cruzando las piernas en su espalda. Pierce abrió los ojos para mirarla a la cara. En una ocasión Pierce había llevado a casa las gafas del laboratorio y se las habían puesto por turnos. En ese momento sabía que la cara de ella se vería de un maravilloso color morado en el campo de visión de las gafas.

Nicole se detuvo y abrió los ojos. Pierce sintió que lo soltaba.

– ¿Qué?-dijo.

Nicole suspiró.

– ¿Qué? -preguntó Pierce de nuevo.

– No puedo.

– ¿No puedes qué?

– Henry, lo siento pero no puedo hacerlo.

Nicole descruzó las piernas y las apoyó en la cama, después puso ambas manos en el pecho de Pierce y empezó a separarlo. Pierce se resistió.

– Sal, por favor.

– Estás de broma, ¿no?

– No. ¡Sal!

Pierce rodó hasta quedar al lado de ella. Nicole se sentó inmediatamente en el borde de la cama, dándole la espalda. Cruzó los brazos y se inclinó, como si se abrazara a sí misma, con las puntas de su columna creando un hermoso caballón en su espalda desnuda. Pierce estiró el brazo y le acarició la espalda, después bajó el dedo pulgar por su columna como si lo moviera por las teclas de un piano.

– ¿Qué es, Nicki? ¿Qué pasa?

– Pensaba que después de lo que hemos hablado abajo esto estaría bien, que era algo que necesitábamos. Pero no. No podemos hacerlo, Henry. No está bien. Ya no estamos juntos y si hacemos esto… no sé. No puedo. Lo siento.

Pierce sonrió, aunque ella no pudo verlo porque estaba dándole la espalda. La tocó en el tatuaje de su cadera derecha. Era lo suficientemente pequeño para pasar desapercibido la mayor parte del tiempo. Pierce sólo lo descubrió la primera noche que hicieron el amor. Le intrigaba y le excitaba del mismo modo que el anillo del ombligo. Ella decía que era un kanji. Era fu, el pictograma chino que significaba felicidad. Nicole le había dicho que era un recordatorio de que la felicidad sale de dentro, no de las cosas materiales.

Nicole se dio la vuelta y lo miró.

– ¿Por qué sonríes? Pensaba que estarías cabreado. Cualquier hombre lo estaría.

Pierce se encogió de hombros.

– No sé. Supongo que lo entiendo.

Pero poco a poco ella fue comprendiendo lo que Pierce había hecho. Se levantó de la cama y se volvió hacia él. Alcanzó una almohada de la cama y la sostuvo delante del cuerpo, para cubrirse. El mensaje estaba claro. Ya no quería estar desnuda delante de él.

– ¿Qué?

– Hijo de puta.

– ¿De qué estás hablando?

Pierce vio que a ella le centelleaban los ojos, pero esta vez no estaba llorando.

– Era una prueba, ¿no? Algún tipo de test pervertido. Sabías que si follaba contigo, todo lo que ha pasado abajo era una mentira.

– Nicki, no creo que…

– Vete.

– Nicole…

– Tú y tus malditos experimentos. He dicho que te vayas.

Avergonzado por su actitud, Pierce se levantó y empezó a vestirse, poniéndose los calzoncillos y el pantalón al mismo tiempo.

– ¿Puedo decir algo?

– No, no quiero oírte.

Nicole se dio la vuelta y caminó hacia el cuarto de baño. Dejó caer la almohada y caminó desenfadadamente, mostrándose de espaldas como si lo estuviera provocando. Dejando que comprendiera que nunca volvería a verla.

– Lo siento, Nicole. Pensaba que…

Ella cerró de un portazo, sin volverse a mirarlo.

– Vete -escuchó Pierce que ella le decía desde el cuarto de baño.

Entonces oyó que se abría el grifo de la ducha y supo que se estaba limpiando de su contacto por última vez.

Pierce terminó de vestirse y bajó la escalera. Se sentó en el último peldaño y se puso los zapatos. Se preguntaba cómo había podido estar tan desesperadamente equivocado con ella.

Antes de irse, volvió a la sala y se quedó de pie ante la librería. Los estantes estaban repletos de libros de tapa dura. Era un altar al conocimiento, la experiencia y la aventura. Pierce recordó la vez que había entrado en la sala de estar y la había descubierto en el sofá. Ella no estaba leyendo, solamente estaba mirando sus libros.

Uno de los estantes estaba dedicado por completo a libros de tatuajes y diseño gráfico. Se acercó y pasó el dedo por los lomos de los libros hasta que encontró el que buscaba. Lo sacó. Eran un libro sobre pictogramas chinos, el libro de donde ella había elegido su tatuaje. Pasó las páginas hasta que encontró fu y leyó el texto. Citaba a Confucio.

Con sólo arroz para comer, con sólo agua para beber y mi brazo doblado por almohada, soy feliz.

Debería haberlo sabido. Pierce entendió que debería haber sabido que no era ella. La lógica no funcionaba. La ciencia no funcionaba. Le habían llevado a dudar de la única cosa de la que debería haber estado seguro.

Pasó las páginas del libro hasta que vio shu, el símbolo del perdón.

– «El perdón es la acción del corazón» -leyó en voz alta.

Se llevó el libro a la mesa de café y lo dejó allí, todavía abierto por la página que mostraba shu. Nicole no tardaría en encontrarlo.

Pierce cerró la puerta al salir de la casa y fue a su coche. Se sentó al volante pensando en lo que había hecho, en sus pecados. Sabía que tenía lo que merecía, como la mayoría de la gente.