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– Lo sé, estoy pensando.

– No me diga que tocó esos artilugios sexuales.

Pierce negó con la cabeza.

– No, ni siquiera los vi. Pero sí que cogí un frasco de perfume.

Oyó cómo Langwiser exhalaba.

– ¿Qué?

– ¿Por qué cogió un frasco de perfume?

– No lo sé. Lo hice y ya está. Me recordó algo, supongo. A alguien. ¿Qué es tan grave? ¿Cómo se equipara coger un frasco de perfume con un asesinato?

– Forma parte de la red circunstancial. Le dijo a la policía que entró en la casa para ver si estaba bien, para ver si todo iba bien.

– Les dije eso porque es lo que hice.

– Bueno, ¿les dijo que también estuvo cogiendo frascos de perfume para olerlos? ¿También estuvo mirando en su cajón de ropa interior?

Pierce no respondió. Le entraron ganas de vomitar. Se agachó y sacó la papelera de debajo del escritorio y la colocó al lado de su silla.

– Henry, estoy actuando como un fiscal con usted, porque necesito que vea el peligroso camino en el que está metido. Pueden darle la vuelta a todo lo que diga o haga. A usted puede parecerle de una manera y a otro de manera completamente diferente.

– De acuerdo, vale. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que hagan la búsqueda de huellas?

– Probablemente unos días. Sin cadáver, seguramente este caso sólo es prioritario para Re

– ¿El compañero es su fuente?

– No voy a hablar de mi fuente.

Ambos se quedaron unos segundos en silencio. Pierce no tenía nada más que decir, pero le daba cierta sensación de esperanza el hecho de permanecer al teléfono con Langwiser.

– Estoy haciendo una lista de gente con la que podemos hablar -dijo ella al fin.

– ¿A qué se refiere?

– Una lista de gente relacionada de cierta manera con el caso y una serie de preguntas a hacerles. Por si lo necesitamos.

– Entendido.

Sabía que se refería a si lo detenían y acusaban. Si lo llevaban a juicio.

– Bueno, déjeme trabajar un poco más -dijo Langwiser-. Lo llamaré si surge algo.

Pierce finalmente se despidió y colgó.

Después se sentó sin moverse en la silla mientras digería la información que acababan de darle. Re

La idea le provocó una arcada. Miró a la papelera. Iba a levantarse para ir a buscar agua o una lata de coca cola cuando llamaron a su puerta.

31

Charlie Condon asomó la cabeza en el despacho. Estaba radiante. Su sonrisa era amplia y tan dura como el lecho de río Los Angeles.

– Lo has hecho, tío. Joder, si lo has hecho.

Pierce tragó saliva y trató de distanciarse de la sensación que le había dejado la llamada.

– Todos lo hemos hecho -dijo-. ¿Dónde está Goddard?

Condon entró en el despacho y cerró la puerta inmediatamente.

Pierce se fijó en que se había aflojado el nudo de la corbata después del champán.

– Está en mi despacho, hablando con su abogado por teléfono.

– Pensaba que su abogada era Just Bitchy.

– Ella es abogada, pero no abogada abogada, no sé si me explico.

A Pierce le costaba escuchar a Condon, porque los pensamientos suscitados por la llamada de Langwiser no dejaban de entrometerse.

– ¿Quieres escuchar su primera oferta?

Pierce miró a Condon y asintió.

– Ofrece veinte en cuatro años. Quiere un doce por ciento y ser presidente del consejo.

Pierce conjuró la imagen de Re

– No está mal, Charlie.

– ¿No está mal? Es una pasada.

Condon hablaba acentuando en exceso la última palabra. Había bebido demasiado champán.

– Bueno, es sólo una primera oferta. Ha de mejorar.

– Lo sé. Mejorará. Quería comprobar un par de cosas contigo. En primer lugar la presidencia. ¿Te importa?

– No, si a ti no te importa.

Condon era en ese momento el presidente del consejo de administración de Amedeo Technologies. Pero no era un consejo de administración con poder, puesto que Pierce todavía controlaba la compañía. Condon contaba con un 10 %, habían repartido otro 8 % a anteriores inversores -ninguno de la categoría de Maurice Goddard- y el paquete salarial de los empleados equivalía a otro 10 %. El 72 % restante seguía perteneciendo a Pierce. De manera que darle a Goddard la presidencia de un consejo que era predominantemente protocolario no parecía mucho ceder.

– Yo digo que se lo cedamos, hagámoslo feliz -dijo Condon-. ¿Y qué pasa con los puntos? Si consigo que nos ofrezca veinte millones por tres años, ¿ le darías los puntos?

Pierce negó con la cabeza.

– No. La diferencia entre diez y doce puntos podría terminar siendo de un par de cientos de millones de dólares. Me quedo los puntos. Y si consigues veinte en tres años, genial. Pero ha de darnos un mínimo de dieciocho millones en tres años o envíalo de vuelta a Nueva York.

– Es mucho pedir.

– Mira, ya hemos hablado de esto. Ahora mismo nos estamos fundiendo tres millones al año. Si queremos expandirnos y mantenernos por delante vamos a necesitar el doble de eso. Seis millones al año es lo mínimo. Ve a conseguirlo.

– Sólo me ofreces la presidencia para negociar.

– No, te doy el invento de la década para negociar. Charlie, ¿le has visto los ojos cuando hemos encendido las luces? No sólo ha picado, ya le hemos sacado las tripas y lo tenemos en la sartén. Lo único que falta es concretar los detalles. Así que cierra el trato y deposita el primer cheque. Sin puntos extra, y consigue seis por año. Los necesitamos para hacer el trabajo. Si quiere venir con nosotros, ése es el precio del billete.

– Muy bien, allá voy. Pero deberías venir y hacerlo tú. Eres más contundente que yo.

– No creo.

Condon salió del despacho y Pierce volvió a quedarse a solas con sus pensamientos. Una vez más repasó todo lo que Langwiser le había dicho. Re

– Dios -dijo en voz alta.

Decidió analizar su situación del mismo modo que analizaría un experimento en el laboratorio. De abajo arriba. Había que mirarlo por un lado y luego darle la vuelta y mirarlo por el otro. Molerlo y por último mirarlo al microscopio.

No había que creer nada de entrada.

Sacó su libreta y escribió los elementos clave de su conversación con Langwiser.

Registro: apartamento Amalfi

Coche – segunda vez – indicios materiales Despacho/Laboratorio?

Resultado del registro: huellas En todas partes – perfume

Miró la página, pero no se le ocurrieron más preguntas ni tampoco ninguna respuesta. Finalmente arrancó la página, la arrugó y la lanzó a la papelera de la esquina del despacho. Falló.

Se recostó en la silla y cerró los ojos. Sabía que tenía que llamar a Nicole y prepararla para lo inevitable. La policía lo registraría todo: lo suyo, lo de ella, no importaba. Nicole era muy celosa de su intimidad. La invasión le iba a causar daño y los efectos de la explicación que tenía que darle serían catastróficos para sus esperanzas de reconciliación.

– Mierda -dijo al levantarse.

Rodeó el escritorio y cogió la hoja arrugada, pero en lugar de tirarla se la llevó de nuevo a su silla. Abrió la hoja y trató de plancharla en el escritorio.

– No creas nada -dijo.