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Eso no cambió su plan.

Pierce se llevó el teléfono al sofá, se sentó y escribió el nombre de Lilly Quinlan en una hoja en blanco de su libreta. A continuación sacó la tarjeta de visita del bolsillo.

– Quiero que llames a este número y digas que eres Lilly Quinlan. Pregunta por Curt y dile que has recibido su mensaje. Dile que su llamada es la primera noticia de que no estaba al corriente de pago y pregúntale por qué no le habían puesto un aviso en el correo. ¿De acuerdo?

– ¿Por qué? ¿Para qué?

– No puedo explicártelo todo, pero es importante.

– No estoy segura de que quiera hacerme pasar por otra persona. No es…

– Lo que vas a hacer es totalmente inofensivo. Es lo que los hackers llaman ingeniería social. Lo que Curt va a decirte es que sí que te enviaron un aviso. Entonces tú dices: «¿Ah sí? ¿A qué dirección lo enviaron?» Cuando te dé la dirección anótala. Eso es lo único que necesito. La dirección. En cuanto la tengas, le dices que pasarás a pagar lo antes que puedas y cuelgas. Sólo necesito la dirección.

Ella lo miró de una manera en que no lo había mirado nunca antes en los seis meses que llevaba trabajando directamente para él.

– Vamos, Mónica, no es nada. No vas a hacer daño a nadie. Y puede que incluso ayudes a alguien. De hecho, es lo que yo creo. -Dejó la libreta y el bolígrafo en el regazo de Mónica.

– ¿Estás lista? Voy a marcar el número.

– Doctor Pierce, esto no me parece…

– No me llames doctor Pierce, nunca me has llamado doctor Pierce.

– Entonces, Henry. No quiero hacer esto. No sin saber qué estoy haciendo.

– Muy bien. Te lo contaré. ¿Sabes el número nuevo que me contrataste?

Ella asintió.

– Bueno, antes pertenecía a una mujer que ha desaparecido, o a la que le ha pasado algo. Estoy recibiendo sus llamadas y trato de descubrir qué le ha sucedido. ¿Entiendes? Y esta llamada que quiero que hagas podría conseguirme la dirección de su casa. Es lo único que quiero.

Quiero ir allí y ver si está bien. Nada más. Bueno, ¿harás esa llamada?

Mónica negó con la cabeza como si quisiera rechazar tanta información. Por su expresión parecía que Pierce acabara de decirle que lo había abducido una nave espacial y un alien lo había sodomizado.

– Esto es una locura. ¿Por qué te has enredado en esto? ¿Conocías a esa mujer? ¿Cómo sabes que ha desaparecido?

– No, no la conozco. Ha sido casualidad, porque me dieron el número equivocado. Pero ahora sé lo suficiente para saber que he de descubrir lo que le ha sucedido o asegurarme de que está bien. ¿Me harás el favor que te pido, Mónica?

– ¿Por qué no cambias el número y ya está?

– Lo haré. Es lo primero que quiero que hagas el lunes por la mañana.

– Y entretanto, llama a la policía.

– Todavía no tengo suficiente información para llamar a la policía. ¿Qué les diría? Creerían que estoy loco.

– Y podrían tener razón.

– Oye, ¿vas a hacer esto o no?

Mónica asintió, resignada.

– Si va a hacerte feliz y va a servir para que conserve mi empleo.

– Uf, espera un momento. No te estoy amenazando con despedirte. Si no quieres hacerlo, no hay problema. Conseguiré a alguien que lo haga. No tiene nada que ver con tu trabajo. ¿Está claro?

– Sí, está claro. Pero no te preocupes. Lo haré. Terminemos con esto.

Pierce repitió el guión una vez más y luego marcó el número de All American Mail y le tendió el teléfono a Mónica. La secretaria preguntó por Curt y luego efectuó la llamada tal y como la habían planeado, con sólo unos momentos de mala actuación y confusión. Pierce observó cómo ella anotaba la dirección en la libreta. Estaba extasiado, pero no lo reveló. Cuando Mónica colgó, Pierce le pasó la libreta y el teléfono.

Pierce leyó la dirección -era en Venice- y luego arrancó la hoja, la dobló y se la guardó en el bolsillo.

– Curt parecía un buen tipo -dijo Mónica-. Me siento mal por haberle mentido.

– Siempre puedes ir a visitarlo y pedirle una cita. Lo he visto. Créeme, una cita contigo lo haría feliz para el resto de su vida.

– ¿Lo has visto? ¿Tú eres la persona de quien estaba hablando? Me dijo que había ido un tipo que quería mi apartado de correos. O sea, el de Lilly Quinlan.

– Sí, ése era yo. Es así como yo…

El teléfono sonó y Pierce contestó, pero la persona que había llamado colgó. Pierce miró en el identificador de llamadas. La llamada se había hecho desde el Ritz-Carlton Marina.

– Mira -dijo-, has de dejar el teléfono conectado para que cuando lleguen los muebles puedan llamar de seguridad para dejarles pasar. Pero entre tanto probablemente vas a recibir un montón de llamadas para Lilly. Como eres una mujer van a pensar que eres ella. Así que podrías decir algo enseguida como: «No soy Lilly, tiene mal el número.» Algo así o si no…

– Bueno, tal vez podría hacerme pasar por ella y conseguir información para ti.

– No, no querrás hacer eso.

Pierce abrió la mochila y sacó la foto impresa de la página Web de Lilly.

– Ésta es Lilly. No creo que quieras hacerte pasar por ella con la gente que llama.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mónica mientras miraba la foto-. ¿Es prostituta o algo así?

– Eso creo.

– Entonces ¿qué estás haciendo tratando de encontrar a esta prostituta cuando deberías estar…?

Mónica se detuvo abruptamente. Pierce la miró y esperó a que terminara. Ella no lo hizo.

– ¿Qué? -dijo él-. ¿Qué debería hacer?

– Nada. No es asunto mío.

– ¿Has hablado con Nicki sobre nosotros dos?

– No, mira, no es nada. No sé lo que iba a decir. Sólo me parece que es extraño que vayas por ahí tratando de descubrir si esta prostituta está bien. Es raro.

Pierce se sentó en el sofá. Sabía que Mónica estaba mintiendo sobre Nicole. Ambas mujeres habían trabado cierta amistad y solían ir a comer juntas cuando Pierce no podía salir del laboratorio, que era casi cada día. ¿Por qué iba a terminar la relación entre ellas sólo porque Nicki lo había dejado? Probablemente seguían hablando a diario, intercambiando historias sobre él.

Pierce también sabía que Mónica tenía razón sobre lo que estaba haciendo. Pero había llegado demasiado lejos. Su vida y su carrera se habían basado en seguir el hilo de su curiosidad. En su último año en Stanford se sentó en una conferencia sobre la siguiente generación de micro-chips. El catedrático habló de nanochips tan pequeños que las supercomputadoras del futuro podrían ser del tamaño de una moneda de diez centavos. Pierce se enganchó y había perseguido su curiosidad desde entonces.

– Voy a ir a Venice -le dijo a Mónica-. Sólo quiero comprobar que está todo en orden y nada más.

– ¿Lo prometes?

– Sí, puedes llamarme al laboratorio antes de irte, después de que lleguen los muebles.

Se levantó y se colgó la mochila a la espalda.

– Si hablas con Nicki no menciones nada de esto, ¿vale?

– Claro, Henry. No lo haré.

Pierce sabía que no podía contar con ello. Se encaminó a la puerta del apartamento y se fue. Cuando recorrió el pasillo hasta el ascensor, pensó en lo que Mónica había dicho y consideró la diferencia entre la investigación privada y la obsesión privada. En algún sitio había una línea que separaba ambas, pero Pierce no sabía dónde localizarla.