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Al final, Pierce abandonó la sala y se acercó al mostrador. Un joven con una franja de granos en cada mejilla y una etiqueta que lo identificaba como Curt le preguntó en qué podía ayudarlo.

– Es un poco extraño -dijo Pierce-, necesito un apartado de correos, pero quiero un número en concreto. Tiene que ver con el nombre de mi empresa. Se llama Three Cubed Productions.

El chico parecía desorientado.

– Entonces, ¿qué número quiere?

– Tres tres tres. He visto que tiene un buzón con ese número. ¿Está disponible?

Era lo mejor que se le había ocurrido a Pierce sentado en el coche. Curt buscó debajo del mostrador y sacó una carpeta azul, la cual abrió por una página que enumeraba los apartados de correos y su disponibilidad. El chico siguió con el dedo una columna de números y se detuvo.

– Ah, éste.

Pierce trató de leer lo que ponía en la hoja, pero estaba al revés y demasiado lejos.

– ¿Qué?

– Bueno, de momento está ocupado, pero no creo que por mucho tiempo.

– ¿Qué significa eso?

– La cuestión es que el apartado de correos pertenece a una persona, pero no ha pagado el alquiler de este mes. Así que está en el periodo de gracia. Si se presenta y paga, se lo queda. Si no viene antes de final de mes, entonces ella pierde el buzón y se lo queda usted… si puede esperar hasta entonces.

Pierce puso cara de preocupación.

– Es bastante tiempo. Quiero solucionar esto. ¿Sabe si hay algún número o dirección de esa persona? Me gustaría contactar con ella y preguntarle si todavía quiere el buzón.

He enviado dos últimos avisos y hemos puesto uno en el buzón. Normalmente no llamamos.

Pierce disimuló su entusiasmo. Lo que Curt había dicho significaba que había otra dirección de Lilly Quinlan. Su entusiasmo se atemperó de inmediato por el hecho de que no tenía ni idea de cómo conseguirla.

– Bueno, ¿hay un número? Si llama a esta mujer y averigua algo, alquilaría el buzón ahora mismo. Y pagaría un año por adelantado.

– He de comprobarlo. Tardaré un minuto.

– Tómese su tiempo. Prefiero solucionarlo ahora que tener que volver.

Curt fue a un escritorio situado contra la pared de detrás del mostrador y se sentó. Abrió el archivador y sacó una gruesa carpeta colgante. Seguía estando demasiado lejos para que Pierce pudiera leer ninguno de los documentos que estaba revisando el joven. Curt pasó el dedo por una página y luego lo dejó fijo en un punto. Con la otra mano cogió el teléfono del escritorio, pero una clienta que acababa de entrar en la tienda lo interrumpió antes de que hablara.

– Necesito enviar un fax a Nueva York -dijo.

Curt se levantó, sacó de debajo del mostrador una hoja de portada de fax y le pidió a la mujer que la rellenara. Volvió al escritorio. Colocó de nuevo el dedo en el papel y levantó el teléfono.

– ¿Me van a cobrar por enviar esta cabecera de fax?

Era la otra cliente.

– No, señora. Sólo los documentos que necesite enviar.

Lo dijo como si lo hubiera dicho un millón de veces antes.

Finalmente, Curt marcó un número en el teléfono. Pierce trató de observar el dedo del empleado y conseguir el número, pero se movía demasiado deprisa. Curt tardó un buen rato antes de hablar por el teléfono.

– Éste es un mensaje para Lilly Quinlan. ¿Puede hacer el favor de llamarnos a All American Mail. El alquiler de su buzón está vencido y vamos a realquilarlo si no tenemos noticias suyas. Mi nombre es Curt. Muchas gracias.

Le dio el número y colgó, luego se acercó al mostrador en el que se hallaba Pierce. La mujer con el fax lo agitó ante él.

– Tengo mucha prisa -dijo.

– Enseguida estoy con usted, señora -dijo Curt.

Miró a Pierce y negó con la cabeza.

– Me ha salido él contestador. No hay nada que pueda hacer hasta que tenga noticias de ella o llegue final de mes sin que las tenga. Es la norma.

– Lo entiendo. Gracias por intentarlo.

Curt otra vez empezó a pasar el dedo por las columnas de la lista.

– ¿Quiere dejar un número en el que pueda contactar con usted si tengo noticias?

– Ya le llamaré yo mañana.

Pierce cogió una tarjeta de un organizador de plástico que había sobre el mostrador y se encaminó a la puerta. Curt le llamó desde atrás.

– ¿Y el veintisiete?

Pierce se volvió.

– ¿Qué?

– Veintisiete. Tres al cubo es veintisiete, ¿no?

Pierce asintió lentamente. Curt era más listo de lo que parecía.

– Tengo ese buzón disponible si lo quiere.

– Me lo pensaré.

Pierce saludó y se volvió hacia la puerta. Detrás de él oyó que la mujer le decía a Curt que no debería hacer esperar a los clientes que pagan.

En el coche, Pierce se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y miró el reloj. Era casi mediodía. Tenía que volver a su apartamento para encontrarse con Mónica Purl, su secretaria personal. Ella había aceptado esperar en su apartamento para recibir el envío de muebles que había encargado. La hora de entrega era entre las doce y las cuatro y el viernes por la mañana Pierce había decidido que prefería pagar a otra persona para que esperara mientras él aprovechaba el tiempo en el laboratorio preparando la presentación de la semana siguiente para Goddard. En ese momento no sabía si iba a ir al laboratorio, pero de todos modos dejaría que Mónica recibiera a los transportistas. También tenía un nuevo plan para ella.

Cuando llegó al Sands, Pierce se encontró a Mónica en el vestíbulo. El vigilante de seguridad no iba a dejarla pasar al piso doce sin la aprobación del residente al que se disponía a visitar.

– Lo siento -dijo Pierce-. ¿ Hace mucho que esperas?

Ella llevaba una pila de revistas para leer mientras aguardaba la entrega.

– Sólo unos minutos -dijo Mónica.

Entraron en la zona de ascensores. Mónica Purl era una rubia alta y delgada, con ese tipo de piel tan pálida que basta que la toques para que quede una marca. Tenía unos veinticinco años y llevaba en la empresa desde los veinte. Sólo hacía seis meses que era secretaria personal de Pierce, después de que Charlie Condon le concediera el ascenso por sus cinco años de servicio. En ese periodo Pierce había aprendido que el aura de fragilidad que proyectaban su constitución y su tez no se correspondía con la realidad. Mónica era organizada y fiel a sus ideas, y sacaba adelante el trabajo.

El ascensor se abrió y ambos entraron. Pierce pulsó el botón del doce y empezaron a subir a gran velocidad.

– ¿Estás seguro de que quieres vivir aquí cuando llegue el Grande? -preguntó Mónica.

– Este edificio fue diseñado para resistir un ocho punto cero -contestó él-. Lo comprobé antes de alquilarlo. Confío en la ciencia.

– ¿Porque eres científico?

– Supongo.

– Pero ¿confías en los constructores que aplican la ciencia?

Era una buena pregunta. Pierce no tenía respuesta para eso. La puerta se abrió en el doce y recorrieron el pasillo hasta su apartamento.

– ¿Dónde voy a decirles que coloquen todo? -preguntó Mónica-. ¿Tienes un plano o una idea en mente?

– No. Simplemente diles que dejen las cosas donde tú creas que van a quedar bien. También necesito que me hagas un favor antes de irme.

Pierce abrió la puerta.

– ¿Qué clase de favor? -preguntó Mónica con recelo.

Pierce se dio cuenta de que Mónica pensaba que él podría dar un paso hacia ella tras la separación de Nicole. Pierce tenía la teoría de que todas las mujeres atractivas pensaban que todos los hombres iban a intentarlo con ellas. Estuvo a punto de reír, pero no lo hizo.

– Sólo una llamada. Te la escribiré.

En la sala de estar, Pierce cogió el teléfono. Había tono de marcado y cuando comprobó los mensajes sólo había uno y era para Lilly. No era de Curt de All American Mail, sino de otro potencial cliente. Borró el mensaje y trató de entenderlo. Probablemente Lilly había dejado su móvil en los formularios de la empresa de correo y Curt la había llamado al móvil.