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CAPÍTULO VIII

– Indique a los barcos de guerra que abran fuego.

– Sí, señor. -Vitelio saludó y se alejó a paso rápido. Aquel puesto en el Estado Mayor del general estaba resultando ser sumamente pesado. Plautio buscaba cualquier excusa para encontrarle una falta y no había momento en el que no sintiera la escudriñadora mirada del general posada en él. Bueno, dejemos que el cabrón se divierta de momento, pensaba Vitelio. El tiempo estaba de su lado. Con su padre bien instalado en el círculo más íntimo del emperador, su carrera progresaría sin demasiados contratiempos. aguardaría el momento oportuno y sufriría los desaires de los idiotas como Plautio hasta que llegara la ocasión propia para entrar en juego. Vitelio albergaba ya una ambición tan audaz que el mero hecho de pensar en ella a veces hacía que se quedara sin respiración. Si Claudio pudo convertirse en emperador, lo mismo podría hacer cualquier hombre con la paciencia y la fuerza de voluntad necesarias para conseguirlo. Pero se tranquilizaba a sí mismo. no debía actuar hasta estar seguro de que tendría éxito. Hasta que aquel glorioso día llegara, lo único que podía hacer era ir minando la dinastía reinante de los Claudios, debilitando al emperador y a sus herederos sin ser visto, de cualquier modo en que le fuera posible hacerlo.

Mientras trotaba cuesta abajo hacia el cuartel general provisional, Vitelio hizo una señal a los trompetas allí congregados. Ellos agarraron sus instrumentos y se apresuraron a alinearse. Los toques acordados para comunicar las órdenes se habían explicado a conciencia la noche anterior y, en cuanto el tribuno hizo correr la voz, resonaron las primeras notas, rompiendo el aire de la mañana por encima de las cabezas de los administrativos que garabateaban sobre mesas de campaña. Primero la identificación de la unidad, luego la instrucción para la acción convenida de antemano. Más abajo, sobre la tranquila superficie del agua, había cuatro trirremes, anclados en paralelo al curso del río de manera que presentaban sus bajos a las fortificaciones enemigas. Mientras Vitelio observaba, el gallardete de la nave más próxima descendió por un momento, confirmando así la orden. Unas diminutas figuras se apresuraron a ponerse en posición alrededor de las catapultas fijadas en las cubiertas. Por el aire se alzaba el humo proveniente de los hornos portátiles requisados al ejército la tarde anterior. Al principio el prefecto de la flota se había negado en redondo a permitir que hubiera a bordo de sus barcos cualquier aparato que hiciera fuego; el riesgo era demasiado grande. El general había insistido; las fortificaciones enemigas tenían que quedar reducidas a cenizas para ayudar al posterior ataque de la infantería. En cualquier caso, había señalado, la flota ya no se encontraba en el mar. Si ocurría lo peor, los marineros estarían al alcance de sus compañeros en la orilla.

– ¿Y los galeotes? -había preguntado el prefecto de la flota. -¿Qué pasa con ellos?

– Están encadenados a los bancos -explicó pacientemente el prefecto-. En caso de incendio no habrá muchas posibilidades de sacarlos.

– Supongo que no -coincidió el general Plautio-. Pero míralo por el lado bueno. En cuanto venzamos a esa gente del otro lado, te garantizo que serás el primero en elegir a los prisioneros para reemplazar cualquier baja. ¿Contento?

El prefecto consideró la propuesta y al final asintió. Algunos reclutas de refresco para los bancos de los esclavos serían bien recibidos por sus capitanes (por aquellos que aún tuvieran barco, claro está).

– Ahora -concluyó Plautio- encárgate de que tengamos preparada artillería incendiaria por la mañana.



Al recordar la escena, Vitelio sonrió mientras trepaba por la cuesta de vuelta al puesto de mando del general.

Mientras el sol se alzaba tras ellas, las catapultas de los barcos abrieron fuego y sus brazos lanzadores golpearon contra las barras de contención. Unas finas volutas de humo oleoso trazaron una parábola hacia las fortificaciones de los britanos, y enseguida los proyectiles se estrellaron contra ellas y las rociaron con brillantes charcos de aceite abrasador

Las ballestas lanzaron pesadas flechas de hierro contra la empalizada para evitar cualquier intento de los britanos para apagar los fuegos. Vitelio ya había visto antes los efectos de una descarga de proyectiles y sabía lo efectivas que aquellas armas podían llegar a ser. En cambio, los britanos no, y mientras el tribuno observaba, un enjambre de nativos subió a toda prisa por el terraplén y corrió hacia una sección de la empalizada que había recibido un impacto directo y ardía con fuerza. Cuando llegaron al lugar, los britanos echaron paladas de tierra sobre el fuego desesperadamente mientras que los que tenían posibilidad formaban una cadena que llegaba hasta el río. Pero antes incluso de que la cadena humana pudiera empezar a funcionar, los ballesteros habían apuntado sus armas contra ella y en unos momentos el suelo estuvo plagado de figuras abatidas por una lluvia de flechas. Los supervivientes huyeron en dirección a los terraplenes y rápidamente les siguieron sus compañeros de las palas.

– No tendríamos que verlos mucho más esta mañana, señor. -Vitelio iba sonriendo cuando se reunió con el general Plautio.

– No. No si tienen dos dedos de frente. -Plautio desvió la mirada hacia la derecha, donde la plateada superficie del río describía una amplia curva y desaparecía entre el terreno en pendiente de la otra orilla. En aquel momento, a poco más de seis kilómetros río abajo, las cohortes de bátavos deberían estar cruzándola a nado, cuatro mil hombres en cohortes mixtas de caballería e infantería. Reclutados entre las tribus recientemente sometidas en el bajo Rin, los bátavos, al igual que todas las cohortes auxiliares, tenían que hostigar al enemigo hasta que las legiones estuvieran listas para caer sobre él. Con un poco de suerte alcanzarían la otra orilla y se organizarían antes de que la avanzada enemiga tuviera tiempo de reunir efectivos para hacer frente a la amenaza. A Plautio no le cabía la menor duda de que Carataco tendría hombres apostados a lo largo de varios kilómetros en ambas direcciones por el margen del río. Plautio contaba con que los britanos no serían capaces de reaccionar con la suficiente rapidez para contener todos los ataques.

En cuanto detectara movimiento enemigo río abajo empezaría el ataque frontal. justo delante de él, al pie de la pendiente, junto al vado, se hallaban concentradas las tropas de la novena legión, quietas y en silencio, aguardando la orden de avanzar sobre las fortificaciones enemigas. Plautio conocía bien el frío terror que estarían sintiendo en la boca de sus estómagos mientras se preparaban para el ataque. Él había estado en su lugar unas cuantas veces de joven, y ahora daba gracias a los dioses por ser general. Cierto, ahora experimentaba otros miedos y preocupaciones, pero ya no el terror físico del combate cuerpo a cuerpo.

Miró hacia la izquierda, río arriba, y escudriñó sus riberas arboladas que prácticamente engullían la plateada superficie del agua, permitiendo sólo un reflejo aquí y un destello allá. En algún lugar de aquella ondulada espesura se encontraba la segunda legión, descendiendo hacia el flanco del enemigo. Plautio frunció el ceño al no detectar indicios de movimiento. Siempre y cuando Vespasiano no perdiera la calma:y llegara dentro del plazo que había otorgado el general, la Victoria sobre Carataco estaba asegurada; Pero si Vespasiano se retrasaba por algún motivo, el ataque principal podía ser rechazado perfectamente y los bátavos, aislados en el lado del río equivocado, serían hechos pedazos. si, Todo dependía de Vespasiano.