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Esto en cuanto a los matemáticos. Semejantes hipótesis, decían algunos, subestimaban los recursos de la mente humana; se inclinaban ante lo desconocido, proclamando una doctrina que exhumaban ahora con insolencia: ignoramus et ignorabimus.Otros pensaban que las hipótesis de los matemáticos no eran más que desatinos estériles y peligrosos, pues contribuían a crear una mitología contemporánea, fundada en el cerebro gigante (electrónico o plasmático, poco importaba) como objetivo último de la existencia y suma de la vida.

Otros en cambio… pero los sabios eran legión y cada uno tenía su propia teoría. Si se comparaba la escuela del « contacto » con otras ramas de los estudios solaristas, donde la especialización se había desarrollado rápidamente, en particular durante el último cuarto de siglo, se observaba que un solarista especializado en cibernética tenía dificultades para entenderse con un solarista simetriadólogo. Veubeke, director del instituto en la época de mis estudios, había preguntado un día, en broma: « ¿Cómo quieren comunicarse con el océano cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes? » La broma contenía una buena parte de verdad.

La decisión de clasificar al océano en la categoría metamorfa nada tenía de arbitrario. Aquella superficie ondulante era capaz de generar muy diversas formaciones, que en nada se parecían a lo conocido en la Tierra, y la función — proceso de adaptación, de reconocimiento o vaya a saber qué— de esas bruscas erupciones de « creatividad » plasmática continuaba siendo un enigma.

Levantando con ambas manos el pesado volumen, lo devolví al anaquel y me dije que nuestra erudición, la información acumulada en las bibliotecas, no era otra cosa que un fárrago inútil, un pantano de testimonios y conjeturas, y que desde el comienzo de las investigaciones, sesenta y ocho años atrás, no habíamos avanzado un solo paso; la situación era ahora mucho peor que en la época de los precursores, pues los esfuerzos asiduos de tantos años no habían conducido ni a una sola certeza incontrovertible.

La suma total de nuestros conocimientos era estrictamente negativa. El océano no se servía de máquinas; en ciertas circunstancias, empero, parecía capaz de construirlas; durante el primero y el último año de los trabajos de exploración, había reproducido los elementos de algunos aparatos sumergidos; luego ignoró pura y simplemente las experiencias que nosotros continuábamos con una paciencia benedictina, como si ya no tuviera interés en nuestros instrumentos y nuestras actividades, en verdad como si ya no le importáramos nosotros. No tenía sistema nervioso — continuando el inventario de nuestro « desconocimiento negativo » — ni células, y la estructura no era proteiforme. No siempre reaccionaba a los estímulos, aun los más poderosos (« ignoró » del todo, por ejemplo, el accidente catastrófico de la segunda expedición de Giese: un cohete auxiliar que cayó desde una altura de trescientos mil metros y se estrelló contra la superficie del planeta; la explosión radiactiva de las reservas nucleares destruyó el plasma en un radio de dos mil quinientos metros).

Poco a poco, en los medios científicos, se llegó a considerar el « asunto Solaris » como una « partida perdida »; especialmente entre los administradores del instituto, donde en los últimos tiempos algunas voces habían sugerido cortar los créditos y suspender las investigaciones. Nadie, hasta entonces, se había atrevido a hablar de una liquidación definitiva de la Estación; semejante decisión habría significado demasiado manifiestamente la derrota. Por lo demás, en el curso de reuniones oficiosas, no pocos de nuestros sabios preconizaban abandonar el « asunto Solaris » de acuerdo con una estrategia de repliegue tan « honorable » como fuera posible.

Muchos hombres de ciencia, en cambio, sobre todo entre los jóvenes, llegaron insensiblemente a considerar el « asunto Solaris » como piedra de toque de los valores del individuo. « Mirándolo bien — decían—, lo que aquí se discute no es sólo la investigación sola-rista; se trata esencialmente de nosotros, de los límites del conocimiento humano. »





Durante algún tiempo prevaleció la opinión (difundida con celo por la prensa cotidiana), de que el « océano pensante » de Solaris era un cerebro gigantesco, prodigiosamente desarrollado, que le llevaba varios siglos de ventaja a nuestra propia civilización; una especie de « yogui cósmico », un sabio, una manifestación de la omnisciencia, que mucho tiempo atrás había comprendido la vanidad de toda actividad, y que por esta razón se encerraba desde entonces en un silencio inquebrantable. La opinión era errónea, pues el océano viviente actuaba; no, claro está, de acuerdo con las nociones de los hombres; no edificaba ciudades ni puentes, no construía máquinas volantes; no intentaba abolir las distancias ni se preocupaba por la conquista del espacio (criterio decisivo, según algunos, de la superioridad incontestable del hombre). El océano se entregaba a transformaciones i

Dichas hipótesis exhumaron uno de los más antiguos problemas filosóficos: las relaciones entre la materia y el espíritu, entre el espíritu y la conciencia. Du Haart no carecía de audacia cuando sostuvo, por primera vez, que el océano estaba dotado de conciencia. El problema, que los metodólogos se apresuraron a declarar metafísico, alimentó no pocas discusiones y polémicas. ¿Era posible que el pensamiento estuviese privado de conciencia? Por lo demás ¿se podía dar el nombre de pensamiento a los procesos observados en el océano? ¿Una montaña es acaso un guijarro enorme? ¿Un planeta es por ventura una montaña gigantesca? Uno seguía teniendo la libertad de elegir su terminología, pero la nueva escala de magnitudes introducía normas y fenómenos nuevos.

La cuestión se planteaba como una trasposición contemporánea del problema de la cuadratura del círculo. Todo pensador « independiente se esforzó por introducir su aporte personal en el tesoro de los estudios solaristas. Las nuevas teorías proliferaban: el océano estaba pasando por un estado de degeneración, de regresión, una fase de « plenitud intelectual »; era luego de un neoplasma divagante, nacido del cuerpo de los habitantes anteriores del planeta, un planeta que los había devorado, engullido a todos, y cuyos residuos había fundido bajo esa forma eterna, autorreproducible, de estructura supracelular.

A la luz blanca de los tubos fluorescentes, pálida imitación de la claridad de un día terrestre, retiré de la mesa los aparatos y libros que la atestaban; sobre la superficie de material plástico desplegué el mapa de Solaris y lo observé, con los brazos separados, las manos apoyadas en el borde cromado de la mesa. El océano viviente tenía bajíos y fosas; las islas, recubiertas de un sedimento mineral en descomposición, participaban sin duda de la naturaleza del fondo del océano; ¿era él quien ordenaba la erupción o el hundimiento de las formaciones rocosas sepultadas en los abismos? Nadie lo sabía. Examinando la proyección plana de los dos hemisferios, en distintos tonos de azul y violeta, un estupor vertiginoso me dominó de nuevo, como en tantas otras ocasiones; un estupor que yo había sentido por vez primera en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.

Absorto en la contemplación de ese mapa portentoso, no pensaba en nada, no más en el misterio que rodeaba la muerte de Gibarían que en la incertidumbre de mi propio porvenir.