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Una de las naves de Sha

Así pues, fueron los físicos, y no los biólogos, los que propusieron esta denominación paradójica, « máquina plasmática », es decir una formación quizá privada de vida, de acuerdo con nuestras concepciones, pero capaz de emprender actividades útiles; claro que en escala astronómica.

A raíz de esta disputa — cuyos ecos llegaron, en pocas semanas, a oídos de las autoridades más eminen-tes— la doctrina de Gamow-Shapley, indiscutida desde hacía ochenta años, se tambaleó por primera vez.

Algunos continuaban apoyando aún las afirmaciones de Gamow-Shapley, repitiendo que el océano no tenía nada en común con la vida, que no era una formación « parabiológica » ni « prebiológica », sino una formación geológica, poco común por cierto, cuya única habilidad consistía en estabilizar las órbitas de Solaris, pese a las variaciones en las fuerzas de atracción; para apuntalar este argumento, recurrían a la ley de Le Chatelier.

En oposición a esta actitud conservadora, se adelantaron nuevas hipótesis — entre ellas la de Civito-Vitta, una de las más elaboradas— proclamando que el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: a partir de la forma primitiva preoceánica, una solución de cuerpos « químicos de reacción lenta, y por la fuerza de las circunstancias (los amenazadores cambios de órbita) había llegado de un solo salto, sin pasar por los distintos grados de la evolución terrestre, al estado de « océano homoestático », evitando las fases unicelular y pluricelular, la evolución vegetal y animal, el desarrollo de un sistema nervioso y cerebral. En otras palabras, y a diferencia de los organismos terrestres, no se había adaptado al medio a lo largo de algunos centenares de millones de años, para dar nacimiento al fin a los primeros representantes de una especie dotada de razón, sino que lo había dominado inmediata-mente.

E1 punto de vista era original; no obstante, se ignoraba aún de qué manera aquella envoltura coloidal podía estabilizar la órbita del cuerpo celeste. Se conocían, desde hacía casi un siglo, dispositivos capaces de crear campos artificiales de atracción y gravitación: los gravitadores; pero nadie alcanzaba a imaginar cómo aquella informe masa viscosa podía provocar un efecto similar, pues los gravitadores necesitaban de reacciones nucleares complicadas y temperaturas extraordinariamente altas. Los periódicos de aquella época, azuzando la curiosidad del lector medio y la indignación del sabio, rebosaban de las fábulas más inverosímiles sobre el tema del « misterio Solaris »; un cronista llegó a pretender que el océano era… ¡un pariente lejano de la anguila eléctrica!

Cuando en cierta medida se logró desembrollar el problema, se comprobó que la explicación — como se repitió luego a menudo en el campo de los estudios solaristas— reemplazaba un enigma por otro, acaso todavía más sorprendente.

Las observaciones demostraron, al menos, que el océano no actuaba de acuerdo con los principios de nuestros gravitadores (lo que por otra parte hubiera sido imposible), sino que imponía directamente la periodicidad de la órbita; esto provocaba entre otras cosas discrepancias en la medida del tiempo a lo largo de algún meridiano de Solaris. Así pues, el océano no sólo conocía, en un determinado sentido, la teoría de Einstein-Boevia; también sabía aprovechar las complicaciones de esa teoría. (Nosotros no podríamos decir otro tanto.)





La enunciación de esta hipótesis desencadenó en el seno del mundo científico una de las tempestades más violentas del siglo. Teorías venerables, universalmente admitidas, se desmoronaron; artículos audazmente heréticos invadieron la literatura especializada; « océano genial » o « coloide gravitante », la disyuntiva enardecía los espíritus.

Todo esto ocurría varios años antes de mi nacimiento. Cuando yo era estudiante — en el intervalo se habían recogido nuevos informes— se admitía ya en general la existencia de vida en Solaris, aunque limitada a un único habitante…

El segundo tomo de Hughes y Eugel, que yo seguía hojeando maquinalmente, comenzaba con una sistematización tan ingeniosa como divertida. La tabla de clasificaciones incluía tres definiciones: Tipo: Polítero; Orden: Sincitialia; Categoría: Metamorfo.

Como si conociéramos una infinidad de ejemplares de la especie, cuando en realidad no había más que uno, aunque pesaba, es cierto, setecientos billones de toneladas.

Bajo mis dedos revoloteaban figuras abigarradas, gráficas pintorescas, extractos de análisis y diagramas espectrales que mostraban el tipo y ritmo de las transformaciones básicas así como las reacciones químicas. Rápida, infaliblemente, el grueso volumen me arrastraba al terreno sólido de la fe matemática. Podía concluirse que teníamos ahora un conocimiento cabal de aquel representante de la categoría Metamorfo, que se extendía a algunos centenares de metros bajo la carena de la Estación, velado en este momento por las sombras de una noche que duraría cuatro horas.

En realidad, no todos estaban convencidos aún de que el océano fuera realmente una « criatura » viva, y menos todavía, huelga decirlo, una criatura racional. Volví a poner el libraco en el estante y tomé el volumen siguiente. Estaba dividido en dos partes. La primera, resumía i

En el primer intento de comunicación se recurrió a aparatos electrónicos especialmente concebidos que transformaban los estímulos emitidos bilateralmente. El océano participó de modo activo en estas operaciones, puesto que remodeló los aparatos. Todo esto, empero, seguía siendo bastante oscuro. ¿En qué consistía, exactamente, esa « participación » del océano? El océano modificó ciertos elementos en los instrumentos sumergidos, alterando por consiguiente el ritmo previsto de las descargas; los aparatos registraban i