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Snaut había iniciado la conversación en un tono que me resultaba desagradable.

—¿Y te la sacaste de encima? Bueno, bueno, eso se llama ser expeditivo.

Se tocó la frente, que todavía estaba despellejándose, poniendo al descubierto superficies rosadas de epidermis nueva. Yo estaba perplejo. ¿Cómo, hasta ese momento, no había entendido las implicaciones de las « quemaduras de sol » de Snaut y Sartorius? ¡Quemaduras de sol! Aquí nadie se exponía al sol.

Snaut prosiguió sin advertir ningún cambio en mí:

— Supongo que no recurriste en seguida a los métodos extremos. ¿Qué intentaste? ¿Narcosis, veneno, lucha libre?

—¿Quieres discutir seriamente asuntos que nos interesan o seguirás haciéndote el tonto? Si tienes ganas de hacerte el tonto, puedes marcharte.

Snaut entornó los párpados.

— A menudo uno se hace el tonto sin quererlo… ¿No probaste la soga o el martillo? ¿Y el tinterazo preciso, como Luther? ¿No? — Hizo una mueca. — ¡Magnífico ejemplar! El lavabo está intacto, no te destrozaste la cabeza contra las paredes, no echaste abajo el cuarto. ¡Una, dos, te embarco en el cohete, te marchas y asunto arreglado! — Consultó el reloj. — Disponemos de dos o tres horas. ¿Te molesta? — concluyó con una sonrisa desagradable.

— Sí —dije secamente.

— Ah… Y si yo te contara un cuento ¿me creerías? ¿Creerías una sola palabra?

Yo callaba.

Snaut prosiguió, con aquella horrible sonrisa:

— Empezó con Gibarían. Encerrado en su cabina, sólo nos hablaba a través de la puerta. ¿Y qué crees que pensábamos nosotros?

No contesté.

— Claro, pensamos que se había vuelto loco. A través de la puerta, soltó algo… no todo. Te preguntas quizá por qué no nos dijo que había alguien con él. ¡Oh, suum cuique! Pero era un verdadero sabio. Nos rogó que le diéramos una oportunidad.

—¿Qué oportunidad?

— Intentaba sin duda resolver el problema, ponerlo en claro, clasificarlo. Trabajaba de noche. ¿Sabes qué hacía? ¡Seguro que lo sabes!

— Esos cálculos, en el cajón de la cabina de radio… ¿son suyos?

— Sí.

—¿Y cuánto tiempo duró?

—¿La visita? Una semana, más o menos… Nosotros pensábamos que tenía alucinaciones, trastornos motores. Le di escopolamina.

—¿Cómo… a él?

— Sí. La aceptó, pero no para él. La probó con otro.

—¿Y vosotros?.

—¿Nosotros? El tercer día, habíamos decidido echar la puerta abajo, si no había otro remedio, pasar por alto su dignidad y curarlo.

— Ah…

— Sí.

— Y entonces, en ese ropero…

— Sí, hijo mío, sí. Pero mientras tanto también nosotros hablamos tenido visitas. Ya no podíamos ocuparnos de él, y contarle lo que pasaba. Ahora… se ha convertido en una rutina.

Había hablado tan bajo, que apenas oí las últimas palabras.

—¡Todavía no entiendo! — exclamé—. Si escuchabas junto a la puerta tenías que haber oído dos voces.

— No, sólo oíamos la voz de Gibarían. Había ruidos raros… pensábamos que también era él.

—¡Sólo la voz de Gibarían! ¿Cómo puede ser que no oyeran… al otro?

— No sé. Tengo los rudimentos de una teoría… pero la he abandonado por el momento. De nada sirve enredarse en detalles. Pero tú, algo viste ya ayer, si no nos hubieras tomado por locos.

— Creí que era yo el que se había vuelto loco.

— Ah… ¿y no viste a nadie?

— Vi a alguien.

—¿Quién?

Lo miré largamente (la mueca de Snaut ya no simulaba una sonrisa) y respondí:

— A esa… esa mujer negra. — Snaut estaba inclinado hacia adelante; mientras yo hablaba, el cuerpo se le distendió imperceptiblemente. — Hubieras podido prevenirme..

— Te previne.





—¡En qué forma!

— De la única forma posible. Yo no sabía a quién verías. Nadie podía saberlo, nadie sabe jamás…

— Escucha, Snaut, quisiera preguntarte… Tú… tú conoces… este fenómeno desde hace un tiempo. Ella… la persona que vino a visitarme hoy…

—¿Te preguntas si volverá?

Asentí.

— Sí y no — dijo Snaut.

—¿Qué significa eso?

— Ella… esa persona volverá, ignorándolo todo, como al comienzo de la primera visita. Más exactamente, no tendrá en cuenta que quisiste desembarazarte de ella. Si tú respetas las condiciones, no se mostrará agresiva.

—¿Qué condiciones?

— Eso depende de las circunstancias.

—¡Snaut!

—¿Qué?

—¡Basta de subterfugios, por favor!

—¿Subterfugios? Kelvin, tengo la impresión de que aún no has entendido. — Le brillaron los ojos. — ¡Bueno! ¿Puedes decirme quién vino a visitarte? — preguntó brutalmente.

Yo tragué saliva, y volví la cabeza. No quería mirarlo. Hubiera preferido tener que hablar con otro y no con él. Pero yo no podía elegir. Un trozo de gasa se despegó y me cayó sobre la mano. Me sobresalté.

— Una mujer que… — Me detuve. — Se mató. Una inyección…

—¿Suicidio?

— Sí.

—¿Eso es todo?

Snaut esperaba. Viendo que yo no respondía, murmuró:

— No, no es todo..

Alcé rápidamente la cabeza; Snaut no me miraba.

—¿Cómo lo sabes? — Snaut no replicó.— En efecto, eso no es todo. — Me humedecí los labios. — Habíamos reñido. O mejor dicho, no. Fui yo, yo monté en cólera, tú sabes las cosas que uno dice en esos momentos. Recogí mis bártulos y me fui. Ella me había dado a entender… no lo había dicho con todas las palabras, cuando uno ha vivido años con alguien, no es necesario… Yo estaba seguro de que no hablaba en serio… que no se atrevería, que tendría miedo, y eso también se lo dije. Al día siguiente, recordé que había dejado esas… esas ampollas en el cajón. Ella las conocía; yo las había traído del laboratorio, las necesitaba; le había explicado que en dosis altas la acción era fulminante… Tuve miedo, quise volver a buscar las ampollas; en seguida me dije que eso daría la impresión de que yo me la tomaba en serio. El tercer día, me decidí, estaba preocupado. Cuando llegué, ya había muerto.

— Ah, pobre inocente.

Me sobresalté. Pero Snaut no se burlaba de mí. Me pareció que lo veía por primera vez. Tenía el rostro gris; las arrugas profundas de las mejillas revelaban un cansancio indecible. Snaut parecía un hombre muy enfermo.

Extrañamente intimidado, le pregunté:

—¿Por qué dijiste eso?

— Porque es una historia trágica. — Viendo que yo me inquietaba, agregó precipitadamente — No, todavía no entiendes. En efecto, es una carga terrible, y tú sin duda te consideras un asesino, pero… hay cosas peores.

—¿Peores?

— Sí, peores, y me alegro de que me creas. Hay cosas que ocurren y son horribles. Pero lo más horrible es… lo que no ha ocurrido, lo que nunca existió.

—¿Qué? —dije con voz débil.

Snaut meneaba la cabeza.

— Un hombre normal — dijo—. ¿Qué es un hombre normal? ¿Aquel que nunca cometió nada abominable? Bueno ¿pero no tuvo nunca pensamientos desordenados? Quizá ni siquiera eso… Algo, un fantasma, pudo haber surgido en él alguna vez, hace diez o treinta años, algo que él rechazó, y que ha olvidado; algo que no temía, pues sabía que nunca permitiría que cobrara fuerzas, que se manifestara de algún modo. Imagínate ahora que de pronto, en pleno día, vuelve a encontrar ese pensamiento, encarnado, clavado en él, indestructible. Se pregunta dónde está… ¿tú sabes dónde está?

—¿Dónde?

— Aquí —susurró Snaut—, en Solaris.

Titubeé.

—¿De qué se trata? Sin embargo, no sois criminales, ni tú ni Sartorius…

Me interrumpió con impaciencia.

—¡Y tú, Kelvin, dices que eres psicólogo! ¿Quién no ha tenido alguna vez un sueño despierto, quién no ha fantaseado una locura? Piensa en… en un maníaco que se enamora, qué sé yo, de una prenda de ropa interior sucia; que a fuerza de ruegos, de amenazas, desdeñando todos los peligros, adquiere ese miserable trapo idolatrado. Cosa rara ¿no? Un hombre que simultáneamente se avergüenza del objeto de su codicia y lo adora más que a todo en el mundo, un hombre dispuesto a sacrificar la vida por ese amor, pues experimenta quizá sentimientos tan vivos como los de Romeo y Julieta… Hay casos así ¿no es cierto? Tú comprendes entonces que deben de existir cosas… situaciones que nadie se ha atrevido a materializar y que el pensamiento ha engendrado por accidente, en un instante de desvarío, de demencia, llámalo como quieras. En la siguiente etapa, la idea se materializa. Eso es todo.