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Me distrajo un leve toque en la puerta. Otra maldita visita. Bueno, al menos a esta no la conocía. Era una señora mayor con el pelo azul y gafas de montura roja que paseaba un carrito. Llevaba la bata amarilla que las voluntarias hospitalarias llamadas Damas de la Luz del Sol vestían cuando trabajaban. El carrito estaba lleno de flores para los pacientes de esa ala.

– ¡Te traigo un cargamento de buenos deseos! -dijo la señora, alegre.

Sonreí, pero el efecto debió de ser deprimente, porque su alegría se tambaleó un poco.

– Estas son para ti -dijo, sacando una planta de interior decorada con un lazo rojo-. Aquí está la tarjeta, cariño. Veamos, estas también son para ti-ahora se trataba de un arreglo floral que contenía capullos de rosas, claveles rosas y gisófila blanca. También sacó su tarjeta. Inspeccionando el carrito, añadió-: ¡Vaya, eres una chica con suerte! Aquí hay algo más.

El centro del tercer presente floral era una extraña flor roja que nunca antes había visto, rodeada por una hueste de flores más comunes. Lo observé dubitativa. La Dama de la Luz del Sol me la presentó obediente junto a la tarjeta que colgaba del plástico.

Después de que se marchara de la habitación con una sonrisa, abrí los pequeños sobres. Observé con cierta ironía que me movía con más facilidad cuando estaba de mejor humor.

La planta de interior era de Sam y de "todos tus compañeros de trabajo en Merlotte's", según decía la carta, aunque la letra era solo la de Sam. Acaricié las brillantes hojas y me pregunté dónde la pondría cuando me la llevara a casa. El arreglo era de Sid Matt Lancaster y Elva Deene Lancaster. Pues vaya. El de la peculiar flor roja en el centro (en mi opinión, aquella flor parecía casi obscena, como las partes íntimas de una mujer) era sin duda el más interesante de los tres. Abrí la tarjeta con cierta curiosidad. Solo llevaba una firma: "Eric".

Eso era lo único que me faltaba. ¿Cómo demonios se había enterado de que estaba en el hospital? ¿Y por qué no tenía ninguna noticia de Bill?

Tras tomar una deliciosa gelatina roja de cena, me concentré en la televisión durante un par de horas, ya que no tenía nada que leer y, de todos modos, mis ojos no estaban para eso. Mis hematomas se hacían más coloridos a cada hora que pasaba y me sentía cansada hasta los huesos, a pesar de que solo había caminado una vez hasta el baño y dos alrededor de la habitación. Apagué la televisión y me tumbé de lado. Me quedé dormida, y el dolor que sentía por todo el cuerpo se filtró en mis sueños y me hizo tener pesadillas. En ellas corría, corría a través del cementerio, temiendo por mi vida, cayendo sobre las losas y a tumbas abiertas, donde me encontraba a toda la gente que sabía que estaba allí: mi padre y mi madre, mi abuela, Maudette Pickens, Dawn Green, incluso un amigo de la infancia que se mató en un accidente de caza. Yo tenía que buscar una lápida en particular; si la encontraba, me salvaría. Todos volverían a sus tumbas y me dejarían sola. Corrí de una a otra, poniendo la mano encima de ellas, con la esperanza de que cada una fuera la adecuada. Gimoteé.

– Cariño, estás a salvo-me llegó una voz familiar.

– Bill-murmuré. Me giré hacia una losa que aún no había tocado. Cuando puse mis dedos sobre ella se dibujaron las letras de "William Erasmus Compton". Como si me hubieran echado un jarro de agua fría, abrí los ojos y respiré hondo para gritar, pero la garganta me dolió intensamente. Tosí por el exceso de aire, y el dolor que sentí al hacerlo consiguió que me despertara del todo. Una mano recorrió mi mejilla, y sus fríos dedos resultaban muy agradables contra mi piel caliente. Traté de no lloriquear, pero un pequeño ruidito logró abrirse paso entre mis dientes.

– Vuélvete hacia la luz, querida-dijo Bill con voz amena y cotidiana.

Me había quedado dormida dando la espalda a la luz que había dejado encendida la enfermera, la del baño. Obediente, me dejé caer sobre la espalda y contemplé a mi vampiro.

Bill siseó.

– Lo mataré -dijo, con una férrea certeza que me asustó hasta la médula.

Había tensión suficiente en el cuarto como para enviar una flota de histéricos en busca de sus tranquilizantes.

– Hola, Bill -grazné-. Yo también me alegro de verte. ¿Dónde has estado tanto tiempo? Gracias por devolverme todas las llamadas.

Eso lo paró en seco. Parpadeó. Pude ver que hacía un esfuerzo por calmarse.

– Sookie-dijo-, no te he llamado porque quería contarte en persona lo que ha sucedido. -No pude interpretar la expresión de su rostro, pero si tuviera que arriesgarme hubiera dicho que parecía orgulloso de sí mismo.

Se detuvo e inspeccionó todas las zonas visibles de mi cuerpo.

– Esto no me duele-grazné servicial, alargándole la mano. La besó, cerniéndose sobre ella de un modo que envió un débil hormigueo por todo mi cuerpo. Y un débil hormigueo era más de lo que me sentía capaz de soportar.

– Dime lo que te han hecho -me ordenó.

– Entonces agáchate para que pueda susurrar. Hablar me duele.

Arrastró una silla hasta ponerla junto al lecho, bajó la barandilla de la cama y apoyó la barbilla sobre sus brazos. Su cara quedaba a unos diez centímetros de la mía.

– Tienes la nariz rota-observó.

Giré los ojos.

– Menos mal que lo has descubierto -susurré-. Se lo diré a la doctora en cuanto la vea.

Entrecerró los ojos.

– Deja de tratar de desviar mi atención.

– Vale. La nariz rota, dos costillas y una clavícula.

Pero Bill quería examinarme por completo y bajó la sábana. Mi vergüenza fue absoluta. Por supuesto, llevaba puesta una terrible bata de hospital (que ya era deprimente de por sí), no me habían bañado como era debido, mi rostro mostraba varios colores distintos y estaba despeinada.

– Quiero llevarte a casa -anunció, después de recorrerlo todo con sus manos y examinar con minuciosidad cada rasguño y cada corte. El Vampiro Médico. Le indiqué con la mano que se acercara.

– No -dije con un hálito. Señalé a la bolsa de goteo. La contempló con cierta suspicacia, aunque sin duda tenía que saber de qué se trataba.

– Puedo sacarla-afirmó.

Sacudí la cabeza con vehemencia.

– ¿No quieres que me encargue de ti?

Resoplé exasperada, lo que dolió muchísimo. Hice un gesto de escribir con la mano, y Bill rebuscó en los cajones hasta que encontró un bloc. Curiosamente, él llevaba un bolígrafo encima. Le escribí: "Mañana me dejarán irme del hospital si no me sube la fiebre".

– ¿Quién te va a llevar a casa? -me preguntó. Estaba de nuevo junto a la cama, mirándome desde arriba con franca desaprobación, como un profesor cuyo mejor alumno resultaba ser un lerdo crónico.

"Tendré que llamar a Jason o a Charlsie Tooten", escribí. De haber sido diferentes las cosas, hubiera apuntado de inmediato el nombre de Arlene.

– Estaré allí por la noche -dijo.

Miré hacia arriba, hacia su pálida cara. La córnea de sus ojos casi brillaba en la penumbra de la habitación.

– Te curaré -ofreció- Deja que te dé algo de sangre.

Recordé cómo se me había aclarado el pelo, y que era casi el doble de fuerte que antes. Sacudí la cabeza.

– ¿Por qué no? -dijo, como si ofreciera un vaso de agua a un sediento y este lo rechazara. Pensé que quizá hubiese herido sus sentimientos.

Tomé su mano y la llevé hasta mis labios, besando con suavidad la palma. Apreté la mano contra mi mejilla más sana. "La gente nota que estoy cambiando", escribí un instante después, "Y yo también lo noto".

Inclinó la cabeza unos momentos, y después me miró triste.

"¿Sabes lo que ha ocurrido?", escribí.

– Bubba me ha contado parte-dijo, y su rostro adquirió una expresión temible al mencionar al vampiro medio obtuso-. Sam me ha explicado el resto, y he ido al departamento de policía para leer sus informes.

"¿Andy te ha dejado hacer eso?", garabateé.

– Nadie se ha enterado de que estaba allí-explicó despreocupado.