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Se cruzó con una pareja de ancianos que le sonrió.

– Feliz Navidad -dijeron ambos.

Jimmy respondió con una amable inclinación de cabeza, y prestó atención a las palabras de la mujer:

– Ed, ¿cómo no has dejado los regalos para los niños en el maletero? En los tiempos que corren, ¿quién deja las cosas a la vista en un coche toda la noche?

Jimmy dobló en la esquina y se internó en las sombras, sobre el césped, mientras observaba cómo la pareja se detenía junto a un Toyota oscuro. El hombre abrió la portezuela y del asiento trasero sacó un caballito de balancín que tendió a la mujer y otra media docena de paquetes envueltos en papel de regalo. Con su ayuda, metió todo en el maletero, cerró el coche y regresó a la acera.

– Espero que el teléfono esté bien en la guantera-oyó Jimmy decir a la mujer.

– Por supuesto. Aunque para mí es una pérdida de dinero. Me muero por ver la expresión de Bobby cuando abra los paquetes mañana.

Luego volvieron la esquina y desaparecieron. Lo que significaba que desde su apartamento no verían que el coche había desaparecido.

Esperó diez minutos y se encaminó hacia el vehículo.

Unos copos de nieve se arremolinaban a su alrededor. Al cabo de dos minutos salía de allí conduciendo. Eran las cinco y cuarto. Se dirigió al apartamento de Cally, en la Diez y la B. Sabía que su hermana se sorprendería de verlo, y que no se alegraría de ello. Probablemente pensaba que él no sabía su dirección. ¿Acaso creía que él no tenía forma de seguirle la pista, incluso desde Riker's Island?, Se preguntó.

"Hermana mayor -pensó mientras conducía por la calle Catorce-, ¡prometiste a la abuela que cuidarías de mí!" "Jimmy necesita que lo orienten. Anda en malas compañías, y se deja arrastrar con mucha facilidad", había dicho la abuela. Sin embargo, Cally no había ido ni una vez a la cárcel a visitarlo. Ni una sola vez. El ni siquiera había tenido noticias de ella.

Debería andarse con mucho cuidado. Estaba seguro de que la policía vigilaría el edificio de Cally. Pero eso también lo tenía calculado. Conocía aquel barrio, y sabía cómo entrar en el edificio por los tejados desde el otro lado de la manzana. Había llevado a cabo un par de robos allí cuando era un muchacho.

Conociendo a Cally, sabía que aún guardaría ropa de Frank en el armario. Había estado loca por él, y seguramente tendría fotografías suyas por toda la casa. Nadie diría que su marido había muerto antes del nacimiento de Gigi.

Y sabiendo cómo era ella, se imaginó que al menos tendría algo de pasta para que su hermanito pagara el peaje de la autopista. El encontraría la manera de convencerla de que mantuviera la boca cerrada hasta que se encontrara a salvo en Canadá, con Paige.

Paige. La imagen de ella pasó por su mente. Lujuriosa. Rubia. Veintidós años. Loca por él. Ella lo había arreglado todo, consiguiendo que el arma le llegara a la cárcel.

Nunca lo abandonaría ni le volvería la espalda.

Jimmy esbozó una desagradable sonrisa. "Nunca me ayudaste mientras me pudría en Riker's Island, hermanita. Pero ahora me ayudarás una vez más, te guste o no."

Aparcó el coche a una manzana de la parte trasera del edificio de Cally y fingió revisar un neumático mientras echaba un vistazo alrededor. Aunque tuvieran el domicilio de Cally bajo vigilancia, seguramente no sabían que se podía entrar por aquellas ruinas tapiadas. Mientras se ponía de pie, soltó un taco. Maldita pegatina, llamaba demasiado la atención. NOS ESTAMOS GASTANDO LA HERENCIA DE NUESTROS NIETOS. Se las arregló para arrancarla casi por completo.

Quince minutos más tarde, Jimmy había abierto la frágil cerradura del apartamento de Cally y estaba dentro.

Había un poco de humedad, pensó mientras observaba las grietas del techo y el gastado linóleo del diminuto recibidor, pero todo estaba limpio. Cally siempre había sido muy ordenada. Debajo del árbol de Navidad, en un rincón de lo que pretendía ser la salita, había dos paquetes envueltos en papel brillante.

Jimmy se encogió de hombros y pasó al dormitorio.

Allí revolvió en el armario hasta que encontró la ropa que sabía que estaría allí. Se cambió y registró todo el apartamento en busca de dinero, pero no lo encontró. Abrió violentamente las puertas que separaban la cocina, la nevera y el fregadero de la salita y buscó sin éxito una cerveza. Se conformó con una Pepsi y se hizo un bocadillo.

Según sus informes, Cally estaba a punto de llegar del hospital. Sabía que de camino pasaba por casa de la canguro a recoger a Gigi. Se sentó en el sofá, los ojos fijos en la puerta y los nervios a flor de piel.



Se había gastado en comida los pocos dólares que había encontrado en los bolsillos del guardián. Necesitaba dinero para el peaje de la Thruway y para llenar el depósito de gasolina.

"Venga, Cally-pensó-. ¿Dónde diablos estás?"

A las seis y diez oyó la llave en la cerradura. Se levantó de un salto, en tres zancadas llegó al recibidor y se apoyó contra la pared, a un lado de la puerta. Esperó a que Cally entrara y cerrara detrás de ella, para taparle la boca.

– ¡No grites! -murmuró, mientras ahogaba el chillido de terror de su hermana-. ¿Me has entendido?

Ella asintió con la cabeza. Tenía los ojos abiertos de par en par por el miedo.

– ¿Dónde está Gigi? ¿Por qué no viene contigo?

La soltó un instante para dejarla respirar y que le respondiera.

– Está en casa de la niñera -dijo ella con una voz casi inaudible-. Hoy se queda un rato más para que yo pueda ir de compras. Jimmy, ¿qué haces aquí?

– ¿Cuánto dinero tienes?

– Toma, mi bolso.

Cally se lo tendió, rogando que no se le ocurriera registrarle los bolsillos del abrigo. "Dios mío, por favor, que se largue."

– Cally, voy a soltarte -le dijo en voz baja con tono amenazador mientras cogía el monedero-. No intentes nada, o Gigi se quedará sin una madre que la espere. ¿Me comprendes?

– Sí, sí.

Cally esperó a que la soltara del todo y luego, muy despacio, giró sobre sus talones hasta quedar frente a él. No veía a su hermano desde aquella noche terrible, hacía casi tres años, en que, cuando regresaba a casa con Gigi en brazos, después del trabajo y de recogerla en la guardería, se lo encontró esperándola en su apartamento del West Village.

"Tiene más o menos el mismo aspecto-pensó-, a no ser por el cabello un poco más corto y el rostro algo más delgado."

En sus ojos no quedaba el mínimo rastro de amabilidad que en una época le había hecho tener esperanzas de que algún día se enmendase. Ya no. Nada quedaba de aquel asustado niño de seis años que se había agarrado a ella cuando la madre los dejó en casa de la abuela para desaparecer de sus vidas.

Jimmy abrió el bolso de Cally, rebuscó dentro y sacó el monedero, verde brillante.

– ¿Dieciocho dólares? -preguntó enfadado tras contar rápidamente el dinero-. ¿Es esto todo?

– Jimmy, me pagan pasado mañana. Cógelos, por favor, y lárgate -suplicó Cally-. Déjame tranquila, por favor.

"El coche tiene medio depósito de gasolina-pensó Jimmy-. Aquí hay dinero para otro medio depósito y el peaje. Podré llegar a Canadá." Necesitaba mantener a Cally callada, y eso no le resultaría muy difícil. Sólo debía advertirle que si ponía a la policía tras su pista y lo cogían, juraría que ella le había facilitado la pistola con que había disparado contra el guardián.

De pronto, un ruido fuera lo obligó a volverse con rapidez. Apoyó el ojo contra la mirilla de la puerta, pero no vio a nadie. Con un gesto amenazador indicó a Cally que se mantuviera callada, giró en silencio el picaporte y abrió la puerta. Apenas una rendija, justo para ver un chiquillo que se levantaba, se volvía y se alejaba de puntillas hacia la escalera.

Con un rápido movimiento, Jimmy abrió de golpe y lo cogió de la cintura. Le tapó la boca con la otra mano, lo arrastró al interior del apartamento y lo dejó violentamente en el suelo.