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Era el primer viaje en helicóptero de Brian, y aunque sentía un cansancio increíble, la excitación no le permitía cerrar los ojos. Era una lástima que el agente McNally -Chris, como le había dicho que lo llamara- no hubiera podido acompañarlo. Pero él estaba con Brian cuando habían cogido a Jimmy Siddons, y le había dicho que no se preocupara porque era un sujeto que nunca más saldría de la cárcel. Y después le había cogido la medalla de San Cristóbal de dentro del coche y se la había dado.

Mientras el helicóptero descendía, parecía que iban a aterrizar en el mismo río. Reconoció el puente de la calle Cincuenta y nueve y el tranvía de Roosevelt Island. Papá lo había llevado una vez a dar una vuelta. De repente se preguntó si él sabía lo que le había pasado.

Se volvió hacia uno de los policías.

– Mi papá se encuentra en un hospital cerca de aquí. Tengo que ir a verlo. Quizá esté preocupado.

– Lo verás pronto, hijo -le dijo el policía, que conocía bien el problema de la familia Dornan-. Pero ahora, tu madre te espera. Está en la Misa del Gallo, en la catedral de San Patricio.

Cuando el timbre sonó en el apartamento de Cally en la avenida B, ella fue hacia la puerta con la resignada seguridad de que iban a detenerla. El detective Levy la había llamado por teléfono para decirle que él y otro agente pasarían por allí. Pero cuando abrió se encontró con dos radiantes Papá Noel, cargados de muñecas, juguetes y un cochecito de mimbre, blanco y brillante.

Mientras los miraba, incrédula, ellos dejaron los regalos debajo del árbol de Navidad.

– La información que nos dio sobre su hermano nos ha resultado muy útil -dijo Bud Folney-. El niño Dornan está bien, y viene de camino a la ciudad. Jimmy va de camino a la cárcel. De nuevo se halla bajo nuestra responsabilidad, y le prometo que esta vez no dejaremos que se escape. Espero que, de ahora en adelante, las cosas vayan mejor para usted.

Cally se sintió como si le hubiesen quitado un peso gigantesco de encima.

– Gracias… gracias -apenas alcanzó a susurrar.

– Feliz Navidad, Cally -dijeron a coro Folney y Levy, y se marcharon.

Cuando se hubieron ido, Cally supo que al fin podía irse a la cama, a dormir. La respiración de Gigi era una plegaria atendida. A partir de entonces la escucharía todas las noches, sin temer que le quitaran otra vez a su pequeña. "Todo irá mejor -se dijo-. Ahora lo sé."

Antes de quedarse dormida, lo último que pensó fue que cuando Gigi viera que el enorme paquete con el regalo de Papá Noel no estaba ya debajo del árbol, podría responderle sin mentir que Papá Noel se lo había llevado.

El himno del final de la misa estaba a punto de empezar cuando la puerta lateral se abrió de nuevo y el agente Ortiz entró. Pero en esa ocasión no iba solo. Se inclinó hacia el niño que estaba a su lado y le señaló algo. Antes que Catherine llegara a ponerse de pie, Brian estaba en sus brazos, con la medalla de San Cristóbal que llevaba colgada al cuello apretada contra su corazón.

Nada dijo mientras lo abrazaba con fuerza, pero sintió cómo lágrimas de alivio y felicidad le corrían por las mejillas, y supo que volvía a creer con fe y determinación que Tom se recuperaría.

Bárbara tampoco habló, pero se inclinó y puso la mano sobre la cabeza de su nieto.

Fue Michael quien rompió el silencio con unas palabras de bienvenida.

– Hola, bobo -susurró con una sonrisa.

Día de Navidad

El día de Navidad amaneció frío y despejado. A las diez de la mañana, Catherine, Brian y Michael llegaban al hospital.

El doctor Crowley los esperaba cuando salieron del ascensor en la quinta planta.

– Cielo santo, Catherine, ¿estás bien? -preguntó-. No me he enterado de lo ocurrido hasta que he venido esta mañana al hospital. Tienes que estar exhausta.



– Gracias, Spence, pero me encuentro bien. -Miró a sus hijos-. Todos nos encontramos bien. Pero ¿cómo está Tom? Esta mañana, cuando he llamado esta mañana temprano, lo único que me han dicho es que había pasado una buena noche.

– Y así ha sido. Un signo excelente. Ha pasado una noche muy buena. Mucho mejor que la vuestra; de eso estoy seguro. Espero que no te importe, pero decidí que era mejor contarle a Tom lo de Brian. Los periodistas han estado llamando toda la mañana al hospital, y no quería arriesgarme a que se enterara por boca de un extraño.

Empecé por el final feliz, eso desde luego.

Catherine sintió una oleada de alivio.

– Me alegra que lo sepa, Spence. No sabía de qué forma contárselo. Y no estaba segura de cómo reaccionaría.

– Se lo ha tomado muy bien, Catherine. Tom es mucho más fuerte de cuanto la gente cree. -Crowley miró la medalla que Brian llevaba al cuello-. Sé que te ha costado mucho poder dar esa medalla a tu padre. Te prometo que entre San Cristóbal y yo nos ocuparemos de que se ponga bien.

Los niños tironearon de Catherine.

– Es cierto. Os espera -dijo Spence con una sonrisa.

La puerta de la habitación de Tom se hallaba entreabierta, Catherine terminó de abrirla y se quedó allí de pie, mirando a su marido.

La cabecera de la cama estaba levantada. Cuando Tom los vio, en su rostro brilló la sonrisa de siempre.

Los niños corrieron hacia él, pero se detuvieron a pocos centímetros de la cama. Ambos tendieron los brazos y le cogieron una mano cada uno. Catherine vio que los ojos se le llenaban de lágrimas al mirar a Brian.

"Se le ve tan pálido… -pensó-. Estoy segura de que le duele, pero se pondrá mejor." No tuvo que obligarse a que sus labios esbozaran una radiante sonrisa cuando vio cómo Michael le sacaba a Brian del cuello la cadena con la medalla de San Cristóbal y los dos hermanos se la ponían a Tom.

– Feliz Navidad, papá -dijeron a coro.

Mientras su marido la miraba por encima de las cabezas de sus hijos, formando con sus labios en silencio las palabras "Te amo", un verso de la canción Noche de paz flotó dentro de su ser:

… claro sol brilla ya…

AGRADECIMIENTOS

Esta historia empezó en una cena, cuando mis editores Michael V. Korda y Chuck Adams comenzaron a pensar en la posibilidad de una novela de suspenso ambientada en Nochebuena en Manhattan. Y me interesó.

Michael y Chuck, muchas gracias por aquella conversación inicial y por toda la maravillosa ayuda a lo largo del camino.

Mi agente Eugene Winick y mi promotora Lisi Cade me brindaron ayuda y apoyo constantes. Merci y Grazi, Gene y Lisi.

Y, por último, muchas gracias a los lectores, que son lo bastante amables como para esperar mis libros. Mis mejores deseos de paz, felicidad y tranquilidad en las vacaciones navideñas.

Mary Higgins Clark


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