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Desde el momento en que las ballestas dejaran de disparar contra la empalizada, la primera cohorte se vería sumida en una lluvia de flechas, proyectiles de honda y rocas. Debido a las vueltas y giros de las rampas de acercamiento, uno o dos de sus flancos quedarían expuestos a los disparos del enemigo antes de que pudieran alcanzar siquiera la entrada principal. Luego tendrían que soportar más de lo mismo mientras trataban de abrir una brecha en la puerta. Sólo entonces podrían enfrentarse al adversario. Era natural que los soldados que habían aguantado semejante maltrato quisieran infligir un sangriento castigo a los Durotriges en cuanto éstos se hallaran frente a sus espadas. Por consiguiente, Vespasiano había dado instrucciones uno por uno a todos los oficiales de la cohorte para que buscaran a Cato y a su grupo y para que intentaran por todos los medios hacer prisioneros. Les dijo que le hacían falta esclavos vivos si algún día podía permitirse renovar su casa en el monte Quirinal, en Roma. Ellos se habían reído, tal como él sabía que harían, y Vespasiano esperó que eso bastara para evitar que Cato y sus hombres cayeran asesinados en medio del caos cuando los legionarios finalmente irrumpieran en la planicie.

– Todo listo, señor -informó el tribuno Plinio. -Muy bien. -Vespasiano saludó y miró por encima del hombro.

Al este el horizonte se iba iluminando de forma cada vez más perceptible. Se volvió de nuevo y contempló la imponente inmensidad del poblado fortificado. El hombre de mimbre se alzaba por encima de la empalizada y poco a poco las retorcidas cañas y ramas de color caoba se fueron haciendo visibles a medida que la mañana tomaba fuerza y desvanecía los tonos monocromos de la noche. Los soldados que servían en la plataforma de proyectiles permanecían inmóviles, observando al legado, esperando la orden de empezar a disparar. Vespasiano había logrado obtener más de un centenar de ballestas en perfecto estado y todas ellas se encontraban entonces preparadas para echar hacia atrás las palancas de torsión. Las flechas con punta de hierro ya estaban colocadas en los canales y sus cabezas de oscuro reborde apuntaban a las defensas situadas en torno a la puerta principal. Los primeros rayos de sol cayeron sobre los relucientes cascos de bronce de los Durotriges alineados en la empalizada, observados por los legionarios desde la fresca penumbra que reinaba más abajo. La luz fue descendiendo paulatinamente por las pendientes de los terraplenes.

Vespasiano le hizo una señal con la cabeza a Plinio.

– ¡Ballestas! -rugió Plinio haciendo bocina con las manos--. ¡Preparadas!

El aire del alba se inundó con el sonido del traqueteo de las palancas y el esfuerzo de los soldados mientras los brazos tensores acerrojaban las armas y las cuerdas bloqueaban los proyectiles. En cuanto hubo terminado el último grupo de servidores de ballesta, el sonido cesó y una peculiar quietud dominó la escena.

– ¡Disparad! -gritó Plinio. Los capitanes de las ballestas empujaron los disparadores y a Vespasiano le retumbaron los oídos con el fuerte chasquido de los brazos tensores al volver a soltarse. Un fino velo de oscuras líneas se dirigió, rápido como un rayo, hacia la empalizada. Como siempre sucedía, hubo unas cuantas que no alcanzaron el objetivo y se clavaron en las pendientes. Otras pasaron de largo y desaparecieron por encima de la empalizada, donde aún podían suponer un peligro. Los soldados que servían las ballestas tendrían en cuenta la caída de sus proyectiles y ajustarían la elevación en consecuencia. Sin embargo, la inmensa mayoría alcanzó el objetivo en la primera carga. Vespasiano ya había sido testigo en algunas ocasiones anteriores del impacto de semejante descarga, pero aun así se maravilló de la destrucción que causó aquélla. Las pesadas saetas de punta de hierro astillaron troncos enteros de la empalizada, cuyos fragmentos saltaron por los aires. La barrera pronto tuvo el aspecto de una boca llena de dientes cariados.

La segunda descarga fue más irregular que la primera, puesto que los servidores más eficientes dispararon antes y la disparidad de los tiempos de carga enseguida produjo un estrépito prácticamente continuo causado por los mecanismos de suelta al destensarse. La empalizada fue brutalmente derribada y la mayor parte de aquellos guerreros Durotriges lo bastante imprudentes como para subirse al terraplén de detrás a proferir sus gritos desafiantes lo pagaron caro. Vespasiano observó con despreocupación a un hombre fornido que empuñaba una lanza hasta que una flecha lo alcanzó en el pecho y sencillamente lo quitó de en medio en un abrir y cerrar de ojos. Otro fue alcanzado en la cara y el golpe le rebanó la cabeza por completo. El torso del hombre permaneció derecho un momento y luego se desplomó.





Menos de una hora después las defensas en torno a la puerta principal se habían convertido en una completa ruina, y las estacas que formaban la empalizada eran un montón de astillas con manchas carmesíes. Vespasiano le hizo una señal a su tribuno superior.

– Manda a la cohorte, Plinio. El tribuno se volvió hacia el trompeta y le ordenó que diera el toque de avance. El hombre se llevó la boquilla a los labios e hizo sonar una aguda serie de notas a un volumen creciente. Cuando el primer toque resonó en los terraplenes los centuriones de la primera cohorte dieron la orden de avanzar y los soldados empezaron a marchar hacia las rampas de acercamiento formados en dos anchas columnas. El sol aún estaba bajo en el cielo y las partes traseras de los cascos de los soldados mandaban miles de reflejos a los ojos de sus compañeros que observaban el combate desde el campamento fortificado de la legión. Una considerable reserva de hombres estaba preparada para reforzar a la primera cohorte en caso de que ésta fuera muy castigada por los Durotriges. Durante la noche la mayor parte de los soldados habían sido enviados alrededor del fuerte con la orden de que se mantuvieran a distancia, listos para interceptar cualquier intento por parte del enemigo de huir por el otro extremo de la fortaleza si la puerta era derribada. No se había dejado nada al azar.

La primera cohorte, acompañada por su destacamento de ingenieros, ascendió por la primera rampa de acercamiento e inmediatamente tuvieron que girar en paralelo al poblado fortificado y seguir subiendo en diagonal hacia la primera curva pronunciada. Los más valientes de entre los defensores ya asomaban la cabeza a lo largo de las ruinas de su empalizada y lanzaban flechas o proyectiles de honda contra las concentradas tropas de legionarios con cota de malla y las bajas Romanas empezaron a romper filas. Algunos de ellos murieron en el acto y yacieron inmóviles, tendidos en el sendero que subía el terraplén.

Por encima de las cabezas de la primera cohorte, la descarga de flechas continuaba barriendo las defensas, pero pronto las descargas de las ballestas podrían alcanzar a los propios Romanos. Vespasiano postergó la orden de detener los disparos, dispuesto a correr el riesgo de que una saeta se quedara corta antes que permitir que el enemigo irrumpiera por encima de los restos de sus defensas y descargara una lluvia de proyectiles mucho más dañina sobre los legionarios.

La cohorte llegó a la primera curva y torció la esquina, doblándose sobre sí misma al tiempo que se dirigía hacia la puerta principal. En aquellos momentos las flechas ya pasaban zumbando a menos de quince metros por encima de sus cabezas y los oficiales del Estado Mayor en torno a Vespasiano se estaban poniendo nerviosos.

– Sólo un poco más -dijo el legado entre dientes. Se oyó un ruido de astillas proveniente de la plataforma de ballestas y Vespasiano se dio la vuelta rápidamente. El brazo de una de las ballestas se había partido debido a la presión. Los oficiales del Estado Mayor dejaron escapar un fuerte coro de gruñidos. En el segundo terraplén, el proyectil de la máquina rota se había quedado corto y atravesó a una fila de legionarios, que fueron arrojados a un lado del camino en un desordenado montón. Las filas de legionarios que iban detrás flaquearon un momento hasta que un enojado centurión arremetió contra ellos con su vara de vid y el avance continuó.