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– Tres caballos… -A Cato lo invadió un frío terror--. Somos siete. Podríamos montar dos en un caballo, pero ¿tres?

– Tendremos que intentarlo -repuso Boadicea con firmeza al tiempo que les daba un apretón tranquilizador a los niños-. Nadie va a quedarse atrás. ¿Cómo va esa cadena, Macro? -¡La condenada no sale! La clavija es demasiado pequeña. -Macro se deslizó por la parte trasera del carro-. Espere ahí, mi señora. Vuelvo en un momento. Vamos a ver… -Miró camino arriba, entrecerrando los ojos en la creciente oscuridad del atardecer. Cuatro negras figuras se dirigían al estrecho puente de caballete-. Primero tendremos que encargarnos de ésos. Luego volver a probar con la cadena. Si es necesario cortaré ese maldito grillete. Todo el mundo al bosque. Por aquí.

Macro alejó del carro a Boadicea y los niños y los condujo hacia las sombras de los árboles. Pasaron por encima de la despatarrada figura del druida más joven y se agacharon cerca de los caballos que Prasutago había amarrado al tronco de un pino.

– Desenvainad las espadas -dijo Macro en voz baja-. Seguidme.

Llevó a Cato y a Prasutago a una posición situada a unos quince metros de distancia frente al carro y allí se agacharon a esperar que aparecieran los Druidas. Los ponis enganchados a la carreta estaban igual de quietos y silenciosos que el cuerpo de su amo en el pescante. Permanecieron los tres a la espera, agudizando los sentidos para percibir los primeros sonidos de los Druidas acercándose. Entonces se oyó el retumbo de los cascos sobre las tablas del puente de caballete.

– Esperad hasta que yo haga el primer movimiento -susurró Macro. Observó la socarrona expresión de Prasutago y probó con una frase más simple.

– Yo ataco primero, luego tú. ¿Entendido? Prasutago movió la cabeza para demostrar que lo había entendido y Macro se volvió hacia Cato.

– Bien, que sea rápido y sangriento. Tenemos que acabar con todos ellos. No debemos dejar que ninguno escape y dé la alarma.

Al cabo de unos momentos los Druidas vieron el carro y gritaron. No hubo respuesta y volvieron a gritar. El silencio los hizo prudentes. A unos cien pasos de distancia detuvieron a sus caballos y empezaron a murmurar entre ellos.

– ¡Mierda! -masculló Macro-. No van a tragarse el anzuelo. El centurión hizo ademán de levantarse pero Cato hizo lo inconcebible y alargó la mano para contener a su superior.

– Espere, señor. Sólo un momento.



Macro se sobresaltó tanto por la desfachatez de su optio que se quedó inmóvil el tiempo suficiente para oír las quedas risas de los Druidas. Luego los jinetes siguieron avanzando. Cato apretó con más fuerza la empuñadura de la espada y se puso tenso, listo para saltar detrás de Macro y lanzarse contra el enemigo. A través de la irregular malla que formaban las ramas más bajas Cato vio acercarse a los Druidas, que avanzaban en fila india a lo largo del sendero. A su lado, Macro soltó una maldición; ellos tres no podían desplegarse sin llamar la atención. -Dejadme el último a mí -susurró.

El primero de los Druidas pasó junto a su posición y le gritó algo al conductor, al parecer burlándose de él. Prasutago sonrió ampliamente al oír el comentario de aquel hombre y Macro le propinó un fuerte codazo.

El segundo druida pasó junto a ellos en el preciso momento en que su líder volvía a gritar, mucho más fuerte esta vez. Uno de los ponis se sobresaltó con el ruido e intentó retroceder. La carreta giró ligeramente y, ante los ojos de los emboscados, el cuerpo del conductor se fue inclinando lentamente hacia un lado y cayó al camino.

– ¡Ahora! -bramó Macro al tiempo que salía de entre las sombras dando un salto y profiriendo su grito de guerra. Cato hizo lo mismo y se lanzó contra el segundo druida. A su derecha, Prasutago blandió su larga espada describiendo un arco de color gris pálido que terminó en la cabeza de su oponente. El golpe causó un crujido escalofriante y el hombre se desplomó en la silla. Armado con una espada corta, Cato actuó tal y como le habían enseñado y la hincó en el costado de su objetivo. El impacto dejó sin respiración al druida, que soltó un explosivo grito ahogado. Cato lo agarró por la capa negra, de un fuerte tirón lo echó al suelo, extrajo la hoja de su arma y rápidamente le rajó el cuello al druida.

Sin prestar atención al gorgoteo de las agónicas bocanadas de aquel hombre, Cato se dio la vuelta con la espada a punto. Prasutago se estaba acercando al líder Superviviente. Al darse cuenta de la directa acometida, el primer druida había desenvainado la espada y había dado la vuelta a su caballo. Clavó sus talones y galopó directamente hacia el guerrero Iceni. Prasutago se vio obligado a echarse a un lado y a agachar la cabeza para evitar el ataque con espada que siguió. El druida soltó una maldición, volvió a clavar los talones en su montura y galopó hacia Cato. El optio se mantuvo firme, con la espada en alto. El druida lanzó un salvaje gruñido ante la temeridad de aquel hombre que, armado únicamente con la espada corta de las legiones, se enfrentaba a un rival a caballo que empuñaba una espada larga.

Con la sangre martilleándole en los oídos, Cato observó cómo el caballo se acercaba a él a toda velocidad y su jinete levantaba el brazo de la espada con la intención de propinarle un golpe mortífero. En el preciso momento en que notó el cálido resoplido de los ollares del caballo, Cato alzó la espada bruscamente, la hizo descender golpeando con ella al animal en los ojos y se alejó rodando por el suelo. El caballo dio un relincho, ciego de un ojo y desesperado por el dolor que le producía el hueso destrozado en toda la anchura de la cabeza. El animal se empinó agitando los cascos de las patas delanteras y tiró a su jinete antes de salir corriendo por la llanura, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y lanzando oscuras gotas de sangre. De nuevo en pie, Cato recorrió a toda velocidad la corta distancia que lo separaba del jinete, el cual trataba desesperadamente de alzar su arma. Con un seco sonido de entrechocar de espadas, Cato se apartó para esquivar el golpe e hincó su arma en el pecho del druida. Aterrorizados por el ataque, los dos caballos sin jinete salieron corriendo y se perdieron en el atardecer.

Cato se dio la vuelta y vio que Macro estaba lidiando con el último druida. A unos treinta pasos de distancia se estaba produciendo un duelo desigual. El druida se había recuperado de la sorpresa del ataque antes de que Macro pudiera alcanzarle. Con su larga espada desenvainada asestaba golpes y cuchilladas contra el fornido centurión, que había conseguido dar la vuelta para bloquear el camino de vuelta al puente.

– ¡Me iría bien un poco de ayuda! -gritó Macro al tiempo que alzaba su espada para parar otra resonante arremetida.

Prasutago ya estaba en pie y se apresuró a acudir en su ayuda y Cato salió corriendo tras él. Antes de que ninguno de los dos alcanzara al centurión, éste tropezó y cayó al suelo. El druida aprovechó la oportunidad y le propinó una cuchillada con su espada, inclinándose sobre el centurión para asegurar el golpe. La hoja hizo impacto con un ruido sordo y rebotó en la cabeza de Macro. Sin emitir un solo sonido, Macro se fue de bruces y por un instante Cato no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, paralizado a causa del horror. Un aullido de furia por parte de Prasutago hizo que volviera en sí y Cato se volvió hacia el druida, decidido a derramar su sangre. Pero el druida era lo bastante sensato como para no enfrentarse a dos enemigos a la vez y sabía que debía conseguir ayuda. Dio la vuelta a su caballo y volvió a enfilar al galope el camino que llevaba al poblado fortificado al tiempo que gritaba para que lo oyeran sus compañeros.

Cato enfundó su ensangrentada espada y cayó de rodillas junto a la inmóvil figura de Macro. -¡Señor! -Cato lo agarró del hombro y puso de espaldas al centurión, estremeciéndose al ver la salvaje herida que tenía a un lado de la cabeza. La espada del druida le había causado un corte que llegaba hasta el hueso y que le había desgarrado un buen trozo de cuero cabelludo. La sangre cubría el rostro inerte de Macro. Cato metió la mano bajo su túnica. El corazón del centurión aún latía. Prasutago se encontraba arrodillado a su lado y sacudía la cabeza, apenado.