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Así pues, los dos Romanos y sus guías Iceni cabalgaron durante toda la noche y gran parte del día siguiente hasta que fue evidente que las monturas estaban agotadas y que caerían muertas si las obligaban a seguir adelante. Manearon los caballos en el corral en ruinas de una granja abandonada y les dieron lo que quedaba de la comida que llevaban los ponis. Al día siguiente, antes del alba, volverían a ponerse en marcha.

Prasutago hizo el primer turno de guardia mientras los demás comían y trataban de dormir, acurrucados en sus capas bajo el frío aire de principios de primavera. Macro, como siempre, se sumió en un sueño profundo en cuanto se hizo un ovillo bajo la capa. Pero Cato estaba inquieto, atormentado por el terrible destino de Diomedes y el panorama que les esperaba, y no hacía más que moverse y preocuparse. Cuando ya no pudo aguantarlo más, se echó la capa hacia atrás y se levantó.

Añadió un poco más de madera a las refulgentes brasas del fuego y sacó de su alforja una de las tiras de carne de ternera secada al aire. La carne estaba dura como la madera y sólo podía engullirse tras haberla masticado un buen rato. Lo cual ya le iba bien a Cato, que necesitaba algo en lo que mantenerse ocupado. Iba por su segunda tira de carne seca cuando Boadicea se unió a él frente al fuego. Se habían arriesgado a hacer una pequeña hoguera, escondida entre las paredes medio desmoronadas de la granja abandonada. El techo de paja y juncos se había venido abajo y en aquellos momentos unas perezosas llamas lamían los restos de madera de la techumbre que Cato había cortado en pedazos para usarlos de combustible.

– Puede que sí los alcancemos -le respondió ella--. Tu centurión cree que lo lograremos.

– ¿Y qué pasa si lo hacemos? -dijo Cato en voz baja al tiempo que echaba una rápida mirada al bulto que formaba su centurión-. ¿Qué serán capaces de conseguir tres hombres contra quién sabe cuántos Druidas? Además, tendrán algún tipo de escolta. Será un suicidio.

– No busques siempre el lado más negro de una situación -le reprendió Boadicea-. Somos cuatro, no tres. Y Prasutago vale por diez de cualesquiera guerreros Durotriges que hayan existido. Por lo que yo sé, tu centurión también es un formidable luchador. Los Druidas van a tener trabajo con esos dos.

Yo llevo mi arco, y hasta mis pequeñas flechas de caza pueden matar a un hombre si tengo suerte. Con lo cual quedas tú. ¿Cómo eres de bueno combatiendo, Cato?

– Me defiendo. -Cato se abrió la capa y dio unos golpecitos con los dedos sobre la condecoración que le habían otorgado por salvarle la vida a Macro durante una escaramuza hacía más de un año-. No me dieron esto por encargarme de los registros.

– Estoy segura de que no. No era mi intención ofenderte, Cato. Sólo trato de calcular nuestras posibilidades contra los Druidas y, bueno, tú no tienes ni el físico ni el aspecto de un asesino precisamente.

Cato sonrió débilmente. -En realidad no intento parecer un asesino. No me parece estéticamente agradable.

Boadicea se rió. -Las apariencias no lo son todo. -Al decirlo, giró la cabeza para mirar al centurión que dormía y Cato vio que sonreía. La ternura de su expresión desentonaba con la fría tensión que había parecido existir entre ella y Macro durante los últimos días y Cato se dio cuenta de que todavía albergaba más afecto por Macro del que estaba dispuesta a reconocer. No obstante, la relación que pudiera haber entre su centurión y aquella mujer no era asunto suyo. Cato tragó el trozo de ternera que había estado masticando y metió el resto en su macuto.

– Las apariencias engañan, de eso no hay duda -estuvo de acuerdo Cato-. La primera vez que te vi en Camuloduno nunca hubiera dicho que tú disfrutaras con estos asuntos de capa y espada.

– Yo podría decir lo mismo de ti. Cato se sonrojó y luego sonrió ante su reacción. -No eres la única. He tardado bastante en ganarme cierta aceptación en la legión. No es culpa mía, ni de ellos. No es fácil aceptar que te endilguen a un tipo de diecisiete años que tiene el rango de optio por la única razón de que su padre resultó ser un fiel esclavo al servicio de la secretaría imperial.

Boadicea se lo quedó mirando fijamente.

– ¿Es eso cierto?

– Sí. No creerás que soy lo bastante mayor como para haber ganado semejante ascenso tras años de ejemplar servicio como soldado, ¿no?

– ¿Tú querías ser soldado?

– Al principio no. -Cato sonrió avergonzado-. Cuando era niño me interesaban mucho más los libros. Quería ser bibliotecario, o tal vez incluso escritor.

– ¿Escritor? ¿Y qué hace un escritor?



– Escribe historias, o poesía, u obras de teatro. Tendréis escritores aquí en Britania, ¿no?

Boadicea negó con la cabeza. -No. Tenemos sólo algunos escritos. Los hemos heredado de los antiguos. Sólo un puñado de personas conocen sus secretos.

– Pero, ¿cómo conserváis las historias? ¿Vuestra historia?

– Aquí. -Boadicea se dio un golpecito en la cabeza-. Nuestras historias se transmiten oralmente de generación en generación.

– Parece un método muy poco fiable de preservar los datos. ¿No existe la tentación de tratar de mejorar la historia cada vez que se cuenta?

– Pero es que se trata de eso precisamente. Lo que importa es la historia. Cuanto mejor se vuelve -cuanto más se adorna, cuanto más cautiva a la audiencia-, más se engrandece y más nos enriquecemos nosotros como pueblo. ¿No es así en Roma?

Cato consideró el asunto un momento en silencio.

– La verdad es que no. Algunos de nuestros escritores narran historias, pero muchos son poetas e historiadores y se enorgullecen de contar los hechos, simple y llanamente.

– ¡Qué aburrido! -Boadicea hizo una mueca-. Pero debe de haber gente a la que se educa para contar historias como hacen nuestros bardos, ¿no?

– Algunos -admitió Cato-. Pero no se les tiene la misma estima que a los escritores. Son meros intérpretes.

– ¿Meros intérpretes? -Boadicea se rió-. Francamente, sois una gente muy rara. ¿Qué es lo que crea un escritor? Palabras, palabras, palabras. Simples marcas en un pergamino. Un narrador de historias, uno bueno, claro, crea un hechizo que obliga a su audiencia a compartir otro mundo. ¿Pueden hacer eso las palabras escritas?

– A veces -dijo Cato, a la defensiva.

– Sólo para aquellos que saben leer. ¿Y cuánta gente de entre un millar de Romanos sabe hacerlo? Sin embargo, cualquier persona que oiga puede compartir una historia. De modo que, ¿qué es mejor? ¿La palabra escrita o la oral? ¿Y bien, Cato?

Cato frunció el ceño. Aquella conversación le empezaba a producir desasosiego. Demasiadas verdades eternas de su mundo corrían peligro de ser socavadas si llegaba a considerar la visión que Boadicea le ofrecía. Para él, la palabra escrita era la única manera fiable de poder preservar el patrimonio de una nación. Tales registros podían dirigirse a las diversas generaciones con la misma inmediatez y exactitud que cuando fueron escritos. Pero, ¿de qué les servía tal maravilloso recurso a las masas analfabetas que abarrotaban el Imperio? Para ellos sólo una tradición oral, con todos sus puntos débiles, sería suficiente. El hecho de que ambas tradiciones pudieran ser complementarias le resultaba odioso según su visión de la literatura y no iba a aceptarlo. Los libros eran el verdadero medio por el cual se podía mejorar la mente. Los cuentos y leyendas populares eran un mero paliativo para engatusar y apartar al ignorante del verdadero camino de la superación personal.

Esto lo llevó a considerar la naturaleza de la mujer que tenía ante él. Estaba claro que se enorgullecía de su raza y la herencia cultural de la misma, y además era instruida. ¿Cómo si no había llegado a adquirir semejante dominio del latín?

– Boadicea, ¿cómo aprendiste a hablar latín?

– Igual que cualquiera que aprende un idioma extranjero: practicando mucho.

– Pero, ¿por qué latín?