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Momentos después ya estaban sentados junto a sus ropas y equipo, ambos con sus pesadas capas de lana apretadas sobre sus cuerpos temblorosos. Macro volvió la vista hacia el pueblo, donde Prasutago y su último contendiente se hallaban enzarzados en una incómoda y tambaleante llave cuyo fin último era derribar al contrario. A-un lado, en medio del terraplén, estaba Boadicea.

– Está allí. Haz la señal -ordenó Macro-. Lo más rápido que puedas.

Cato agarró la rama de acebo y la sostuvo erguida sobre el suelo blando justo por debajo de la cima del altozano. -¿La ha visto, señor?

– No lo sé… No. ¡Oh, mierda! -¿Qué ocurre, señor? -Alguien ha regresado al cercado. Mientras Macro observaba, la figura con capa negra pasó de largo la cabaña sin ni siquiera mirarla y siguió andando a grandes zancadas junto a la hilera de postes de entrenamiento antes de dar la vuelta hacia una de las chozas más pequeñas y perderse de vista. Macro respiró profundamente, aliviado, luego volvió a mirar hacia la puerta del pueblo. Boadicea seguía inmóvil, como si estuviera mirando el combate. Cuando Prasutago tiró al suelo a su rival, Boadicea siguió sin reaccionar. De pronto se llevó la mano a la capucha y se la quitó.

– ¡La ha visto! ¡Ya puedes bajar esa cosa!

Cato bajó la rama rápidamente y avanzó culebreando para reunirse con su centurión. Prasutago estaba de pie junto a las puertas, erguido; su magnífica arrogancia era evidente incluso a esa distancia. Los aldeanos gritaban para que saliera otro contendiente. Cuando Boadicea se acercó a Prasutago y le tendió la túnica y la capa el rugido de la multitud se convirtió en enojo. El jefe guerrero, con unas plumas negras que adornaban su casco, se encaró con Prasutago. El Iceni movió la cabeza en señal de negación y alargó la mano pidiendo el premio que se le debía por haber derrotado a sus oponentes. El jefe lanzó un furioso grito y, despojado de su capa, él mismo retó a Prasutago.

– ¡Ni se te ocurra! -dijo Macro entre dientes. -¡Señor! -Cato señaló hacia la cerca. El hombre que habían visto antes había vuelto a salir de su choza e iba caminando hacia la puerta del cercado con un monedero colgado en la mano. Justo antes de torcer hacia la estrecha entrada, se detuvo y miró hacia la cabaña. Gritó algo, esperó, y volvió a gritar.

Al no obtener respuesta, se encaminó hacia la cabaña al tiempo que se ataba el monedero al cinturón.

Macro volvió la vista de nuevo hacia la puerta de la aldea, donde aún se encontraba Prasutago, con la cabeza alta en actitud altiva y al parecer considerando el desafío del jefe. Macro dio un puñetazo contra el suelo.

– ¡Muévete, imbécil! En el complejo, el guerrero Durotrige había llegado a la cabaña. Volvió a llamar, esa vez enojado, con las manos en las caderas y la capa por detrás de los codos. Entonces dio la casualidad de que miró al suelo. Al minuto siguiente se agachó y sus dedos investigaron algo que había a sus pies. Levantó la vista y se llevó la mano a la espada. El Durotrige se puso en pie y rodeó la cabaña con cautela. Se detuvo cuando vio el cadáver que habían dejado en la esquina junto a la choza.

– Ahora sí que estamos listos -murmuró Cato. En la puerta de la aldea, Prasutago acabó cediendo y se puso la túnica y la capa. La multitud expresó su desprecio a gritos. El jefe se volvió hacia su gente y alzó los puños al cielo triunfalmente, ya que su enemigo se había echado atrás. Dentro del cercado, el Durotrige desatrancó la puerta de la cabaña y entró. Al cabo de un momento volvió a salir precipitadamente y corrió hacia la puerta del recinto, gritando a más no poder.

– ¡Vamos, Prasutago, cabrón, muévete! -gruñó Macro. El Iceni subió a lomos del caballo que Boadicea sujetaba para él. Entonces, en medio de los abucheos de los aldeanos, los dos atravesaron las puertas del pueblo tratando de que no pareciera que tenían prisa. Cuando habían recorrido unos cincuenta pasos del camino que conducía al bosque, el guerrero Durotrige llegó a toda la multitud y se abrió camino a empujones para llegar a su jefe. Momentos después el jefe ya estaba bramando órdenes. La multitud quedó en silencio. Los hombres se dirigieron a toda prisa hacia el cercado y el jefe los siguió a grandes zancadas, luego se detuvo, giró sobre sus talones y señaló a través de la puerta a Prasutago y Boadicea. Fuera lo que fuera lo que gritó, los Iceni lo oyeron e inmediatamente hostigaron a sus monturas con los talones y galoparon hacia el bosque para salvar la vida.

CAPÍTULO XXV

– ¡Está claro que alguien se lo dijo, maldita sea! -exclamó Macro con brusquedad-. Me refiero a que no es la clase de trampa que uno tiende por si acaso. Y si ha sido él, me comeré sus pelotas para desayunar. -Le dio con el dedo a Prasutago, que estaba sentado en un árbol caído, masticando una tira de carne de ternera seca.

Macro fulminó con la mirada a Boadicea. -Díselo.

Ella alzó los ojos con cansada frustración.



– Díselo tú mismo. ¿En serio quieres pelea? ¿Con él?

– ¿Pelea? -Prasutago dejó de masticar y su mano derecha se posó con toda tranquilidad en el talabarte-. ¿Vas a pelear conmigo, Romano?

– Tu diminuto cerebro está empezando a conocer el mejor idioma del mundo, ¿no es cierto, majete?

Prasutago se encogió de hombros.

– ¿Quieres pelear? Macro pensó en ello un momento y luego dijo que no con la cabeza.

– Puedo esperar.

– No tiene ningún sentido -dijo Cato-. Prasutago corre tanto peligro como el resto de nosotros. Si alguien les dijo a los Durotriges que veníamos tuvo que ser otra persona. Ese granjero, por ejemplo. Vellocato.

– Es posible -admitió Macro-. El cabrón tenía un aspecto sospechoso. ¿Y ahora qué? El enemigo sabe lo que nos traemos entre manos. Estarán en guardia allí donde vayamos. El tarugo este no podrá ni acercarse a los lugareños para conseguir información sobre la familia del general. Yo diría que ahora ya no tenemos ninguna posibilidad de encontrarlos. Organizar un rescate es imposible.

Cato tuvo que darle la razón. El lado racional de su mente sabía que debían abandonar la misión y regresar a la segunda legión. Cato estaba seguro de que Vespasiano era lo bastante inteligente para darse cuenta de que ellos habían hecho todo lo que habían podido antes de regresar. Sería una imprudencia continuar cuando los Durotriges los andaban buscando. Tal como estaban las cosas, ya sería bastante peligroso intentar volver a territorio amigo. Pero, al tiempo que la noción de amenaza se introducía furtivamente en su conciencia, Cato no pudo evitar pensar en el peligro infinitamente mayor en el que se encontraba la familia del general. Como poseía la lacra de una viva imaginación, casi podía ver a la mujer de Plautio y a sus hijos viviendo cada día aterrorizados ante la posibilidad de que los ataran y los metieran en uno de esos gigantescos muñecos de mimbre que a los Druidas les gustaba construir. Los quemarían vivos allí dentro, y la imagen mental de sus rostros dando gritos le sobrevino con tal intensidad que Cato se estremeció. El hijo del general, al que no conocía, adquirió los rasgos del niño rubio que había visto en el pozo…

No. No podía dejar que eso ocurriera. Dar la vuelta y seguir viviendo a sabiendas de que no había hecho nada para evitar la muerte del niño le sería insoportable. Aquella era la irreducible verdad de la situación. Daba igual lo mucho que se reprendiera a sí mismo por ser presa de sus emociones, por ser demasiado sentimental para actuar según el razonamiento objetivo, no podía desviarse del curso de la acción que le exigía un perverso instinto tan interiorizado que eludía cualquier tipo de análisis.

Cato se dirigió a Macro.

– ¿Está diciendo que debemos regresar, señor?

– Es lo más sensato. ¿Tú qué opinas, Boadicea? Tú y él.

Los Iceni intercambiaron unas palabras. Prasutago no daba la impresión de estar muy interesado en la propuesta del centurión y sólo Boadicea parecía tener un punto de vista y al parecer lo animaba a actuar de una manera determinada. Al final desistió y bajó la vista a su regazo.