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– Ah, sí. Ésa debía de ser la escaramuza que vi al otro extremo del campamento mientras nos acercábamos.

– Sí, señor.

– Que el comandante de la cohorte rinda informe inmediatamente en cuanto llegue al campamento. -El general frunció el ceño un momento con la mirada fija en las débiles espirales de vapor que se alzaban de la copa que tenía apretada entre las manos-. Verás, es que… tengo que saberlo cuanto antes.

– Sí, señor. Por supuesto. Vespasiano tomó asiento frente a su general y se hizo un silencio incómodo. Aulo Plautio había sido su oficial al mando durante casi un año y no estaba seguro de cómo reaccionar en un contexto más personal. Por primera vez desde que conocía a Plautio (comandante de las cuatro legiones y las doce unidades auxiliares a las que se les había encomendado la tarea de invadir y conquistar Britania), el general se estaba mostrando como un hombre normal y corriente, un marido y padre al que consumía la preocupación por su familia.

– ¿Señor? Plautio siguió con la mirada baja, golpeando suavemente con el dedo el borde de su copa.

Vespasiano tosió. -Señor.

El general levantó la vista con un parpadeo, cansado y desesperado.

– ¿Qué es lo que debo hacer, Vespasiano? ¿Qué harías tú? Vespasiano no respondió. No podía hacerlo. ¿Qué puede decir una persona cuando otra está en una situación difícil? Si los Druidas tuvieran retenidos a Flavia y Tito, no dudaba que su primer y más poderoso impulso sería coger un caballo e ir a buscarlos. Liberarlos o morir en el intento. Y si llegaba demasiado tarde para salvarlos, entonces descargaría su más terrible venganza sobre los Druidas y su gente hasta que lo mataran también a él. Porque, ¿qué era la vida sin Flavia y Tito, y sin el bebé que Flavia esperaba? Vespasiano se aclaró la garganta con incomodidad. Para distraerse de aquel hilo de pensamiento se levantó bruscamente y se dirigió a la portezuela de la tienda para ordenar con un grito que trajeran más vino. Cuando regresó a su asiento ya había recobrado la compostura, aunque por dentro estaba furioso por lo que él consideraba su debilidad. El sentimentalismo no le estaba permitido a un soldado raso; en un comandante de la legión equivalía a un crimen. ¿Y en un general? Vespasiano dirigió una mirada comedida a Plautio y se estremeció. Si alguien tan poderoso y de tan alta posición como el comandante del ejército tenía tantos problemas para ocultar su sufrimiento personal, ¿qué se podía esperar de alguien de menos valía?

Con un esfuerzo evidente Aulo Plautio salió de su introspección y cruzó la mirada con la del legado. El general frunció el entrecejo un instante, como si no fuera capaz de precisar el tiempo que había estado sumido en su propia desesperación. Entonces movió la cabeza enérgicamente.

– Tengo que hacer algo. Necesito disponer las cosas para hacer que rescaten a mi familia antes de que se acabe el tiempo. Tan sólo faltan veintitrés días para la fecha límite que fijaron los Druidas.

– Sí, señor -replicó Vespasiano, y formuló su siguiente pregunta con cuidado para evitar cualquier dejo de censura-. ¿Va a intercambiar los prisioneros Druidas por su esposa e hijos?

– No… al menos de momento. No hasta que haya intentado rescatar a mi familia. ¡No dejaré que un puñado de asesinos supersticiosos le impongan condiciones a Roma!

– Entiendo. -Vespasiano no estaba convencido del todo. ¿Por qué si no iba el general a traer consigo a los Druidas desde Camuloduno?-. En ese caso, ¿qué plan tiene en mente para recuperar a su familia, señor?

– Todavía no lo he decidido -admitió Plautio-. Pero lo más importante es actuar con rapidez. Quiero a la segunda legión lista para ponerse en marcha lo antes posible.

– ¿Lista para ponerse en marcha? ¿Adónde, señor?

– Quiero empezar pronto la campaña. Al menos, quiero que la segunda legión la empiece pronto. He redactado las órdenes para que tu legión se adentre en el territorio de los Durotriges. Tenéis que arrasar todos los fuertes, todos los poblados fortificados. No se hará prisionero a ningún guerrero enemigo o druida. Quiero que todas las tribus de esta isla sepan cuál es el precio que se paga por matar a un prefecto y tomar rehenes Romanos. Si los Druidas y sus amigos Durotriges tienen un poco de sentido común nos devolverán a mi esposa e hijos enseguida, y harán el llamamiento a la paz. -¿Y si no lo hacen?



– Entonces empezaremos a matar a nuestros prisioneros Druidas y reservaremos a su cabecilla para el final. -La terrible determinación en la voz de Plautio era inconfundible-. No vamos a dejar nada con vida, ¿lo entiendes?

Vespasiano no contestó. Aquello era una locura. Una locura. Era comprensible, pero no dejaba de ser una locura. Nada de aquello tenía el menor sentido estratégico. Pero sabía que tenía que tratar al general con prudencia.

– ¿Cuándo quiere que mi legión inicie el avance? -Mañana.

– ¡Mañana! -Vespasiano estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquella idea ridícula. Lo estuvo hasta que captó el intenso brillo en los ojos de su superior-. Es imposible, señor.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿Por dónde quiere que empiece? El terreno aún no está lo bastante firme para que mis carros de maquinaria de guerra y carretas pesadas puedan avanzar. Eso significa que sólo podemos transportar comida para tres días, tal vez cuatro. Y no tengo la menor idea sobre la capacidad del enemigo.

– Eso ya lo he previsto. He traído a un Britano que conoce bien la zona. Fue un iniciado a druida. Él y su intérprete os harán de guías. En cuanto a tus provisiones, para empezar puedes marchar con medias raciones. Más adelante puedes utilizar la flota para que os abastezca por el río y yo te mandaré todos los carros ligeros de los que pueda prescindir. Puede que hasta encuentres provisiones que el enemigo haya escondido. El invierno casi ha llegado a su fin, pero seguro que tienen reservas en las que puedes hurgar. Y para facilitar tu ataque a los poblados fortificados enemigos he dispuesto que se traspase a tu unidad la maquinaria de guerra de la vigésima…

– Aunque encontremos sus fuertes, no tendremos proyectiles de apoyo para realizar un ataque contra las defensas en caso de que la maquinaria quede empantanada. Nuestros soldados serán masacrados.

– ¿Cuán formidables pueden ser las defensas? -dijo bruscamente el general con amargura-. Al fin y al cabo, estos salvajes ni siquiera han oído hablar del asedio. Todos sus terraplenes y empalizadas son apropiados para disuadir a algún que otro lobo hambriento o intruso ambulante. Estoy seguro de que un hombre de tu ingenio se las puede arreglar para asaltar semejantes defensas sin perder muchas vidas. ¿O encuentras que estar al mando de una legión es una responsabilidad demasiado pesada, o demasiado peligrosa?

Vespasiano apretó con fuerza el brazo de la silla para evitar levantarse de un salto y protestar con enojo ante semejante afrenta. El general había ido demasiado lejos. Ordenar a la segunda legión que emprendiera una tarea absurda ya era una locura, pero rebatir sus razonadas protestas con acusaciones de incompetencia y cobardía era un vil insulto. Por un momento, Plautio se burló fríamente de él con la mirada, luego el general frunció el ceño y volvió a bajar la vista hacia su copa.

– Perdóname, Vespasiano -dijo Plautio en voz baja-. Lo siento. No debería haber dicho eso. En este ejército nadie pone en duda tus cualidades como legado. Como digo, perdóname.

Plautio alzó la mirada, pero Vespasiano no halló ninguna expresión de disculpa; el arrepentimiento del general no era más que una formalidad dicha con el único propósito de retomar la consideración de sus descabellados planes.

Vespasiano apenas pudo evitar el glacial tono de escarnio en su voz al responder.

– Mi perdón no tiene sentido comparado con el que va a necesitar usted de los cinco mil hombres de esta legión y de sus familias si se empeña en que la segunda lleve a cabo este mal concebido plan suyo. Señor, no sería ni más ni menos que una misión suicida.