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– ¡La vista al frente! -les bramó a los hombres más próximos a él, que se habían vuelto para ver de dónde provenía aquel horrible alboroto.

Finalmente éste se fue apagando y los últimos gritos quedaron ahogados por los sonidos del combate que tenía lugar en la retaguardia de la formación. Cato aguardó nuevas órdenes, entumecido a causa del frío, y el agotamiento, abrumado su espíritu por el acto sangriento que el centurión Hortensio había mandado llevar a cabo. No importaba lo mucho que intentara justificar la ejecución de los prisioneros en términos de la supervivencia de la cohorte, o del bien merecido castigo por la masacre de los atrebates habitantes de Noviomago: no le parecía bien matar a sus cautivos a sangre fría.

Macro se abrió paso lentamente entre sus hombres para volver a ocupar su puesto en la primera fila de su centuria.

Se situó al lado de Cato, con una expresión adusta en el rostro y en silencio. Cato miró a su superior, un hombre al que había llegado a conocer bien durante el último año y medio. Enseguida había aprendido a respetar a Macro por sus cualidades como soldado y, lo que era más importante, por su integridad como ser humano. Si bien dudaría en llamar amigo al centurión directamente, sí que entre ellos se había creado una cierta intimidad. No exactamente como la del padre y el hijo, sino más bien como la que podía darse entre un hermano bastante mayor y de mucho mundo y su hermano menor. Macro, Cato lo sabía, sentía por él cierto orgullo y se alegraba de sus logros.

Para Cato, Macro personificaba todas aquellas cualidades a las que él aspiraba. El centurión vivía a gusto consigo mismo. Era soldado hasta la médula y no tenía otra ambición en la vida. El tortuoso auto análisis que Cato se infligía a sí mismo no iba con él. Las actividades intelectuales que le habían animado a ser indulgente consigo mismo cuando lo educaron como miembro del servicio imperial no servían de preparación para la vida en las legiones. No servían de preparación en absoluto. El noble idealismo que Virgilio prodigaba en su visión del destino de Roma como civilizadora del mundo no guardaba relación con el terror manifiesto del combate de aquella noche, ni con el sangriento horror de la necesidad militar que había obligado a matar a los prisioneros.

– Estas cosas pasan, muchacho -dijo Macro entre dientes-. Estas cosas pasan. Hacemos lo que tenemos que hacer para ganar. Hacemos lo que debemos hacer para ver la luz al día siguiente. Pero eso no lo hace más fácil.

Cato observó durante un momento a su centurión antes de asentir sombríamente con un movimiento de cabeza.

– ¡Cohorte! -bramó Hortensio desde la retaguardia de la formación-. ¡Adelante!



Las últimas centurias habían atravesado la barricada y habían vuelto a formar al otro lado sin dejar de rechazar el asalto, cada vez más desesperado, de la infantería pesada de los Durotriges. Pero en cuanto quedó claro que el intento de atrapar y destruir a la cohorte había fallado, la lucha de los Durotriges decayó de ese modo extraño e indefinible con el que un sentimiento análogo se extiende en una multitud. Con cautela, se separaron de los Romanos y simplemente se quedaron quietos en silencio mientras la cohorte se alejaba de ellos marchando lentamente. Las desafiantes líneas de los legionarios permanecían intactas y habían dejado un rastro de cadáveres nativos a su paso. Pero la noche estaba lejos de terminarse. Aún quedaban largas horas antes de que el alba extendiera sus primeros y débiles dedos por encima del horizonte. Las suficientes para ajustar cuentas con los Romanos.

La cohorte siguió adelante en la oscuridad, con la formación de cuadro bien compactada alrededor de los carros de suministros que cargaban con las bajas. Los gemidos y gritos de los heridos coreaban cualquier sacudida y les crispaban los nervios a los compañeros que aún estaban en condiciones de marchar. Éstos aguzaban el oído, atentos a cualquier señal de que el enemigo se acercaba, y maldecían a los heridos y el chirrido y estruendo de las ruedas de las carretas. Los Durotriges continuaban ahí, siguiendo a la cohorte. Los disparos de honda salían zumbando de la oscuridad y la mayoría de ellos repiqueteaba contra los escudos, pero a veces daban en el blanco e iban reduciendo los efectivos de la cohorte uno a uno. Las filas se cerraban y la formación iba mermando paulatinamente a medida que transcurría la noche. Las hondas no eran el único peligro. Los carros de guerra que la cohorte había visto por última vez antes de anochecer avanzaban entonces con gran estruendo por las laderas y de vez en cuando se abalanzaban contra los legionarios profiriendo unos gritos de guerra que helaban la sangre. Luego, en el último momento, viraban y se alejaban, después de haber arrojado sus lanzas contra las filas Romanas. Algunas de ellas causaron entre los legionarios unas heridas aún más terribles que las de los proyectiles de honda.

Mientras duró todo aquello el centurión Hortensio siguió dando órdenes a gritos y amenazaba con terribles castigos a aquellos a los que motivaba más el miedo, en tanto que animaba al resto. Cuando los Durotriges les lanzaban improperios desde la oscuridad, Hortensio les respondía a un volumen propio de un campo de desfiles.

Por fin el cielo empezó a iluminarse por el este y lentamente fue adquiriendo una pálida luminiscencia hasta que no quedó ninguna duda de la proximidad del alba. A Cato le dio la sensación de que la mañana era atraída al horizonte casi únicamente por la fuerza de voluntad de los legionarios en tanto que todos y cada uno de los soldados miraba con ansia hacia la luz creciente. Poco a poco la oscura geografía que los rodeaba se descompuso en tenues sombras grisáceas y los Romanos al fin pudieron ver de nuevo al enemigo, unas débiles figuras que se extendían a ambos flancos y que seguían de cerca a la cohorte mientras ésta continuaba avanzando como podía, agotada y maltrecha pero aún intacta y dispuesta a reunir fuerzas suficientes para resistir un último ataque.

Más adelante el terreno se elevaba suavemente formando una loma baja, y cuando las primeras filas de la centuria llegaron a la cima Cato levantó la mirada y vio, a no más de tres millas de distancia, el bien definido contorno de los terraplenes del campamento fortificado de la segunda legión. Por encima de la fina y oscura línea de la empalizada pendía una nube de humo de leña de un sucio color castaño y Cato se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

– ¡Ya falta poco, muchachos! -exclamó Macro-. ¡Llegaremos a tiempo para el desayuno!

Pero en el preciso momento en que el centurión hablaba, Cato vio que los Durotriges se estaban concentrando para realizar otro ataque. Un último intento de destruir al enemigo que durante toda la noche se las había arreglado para evitar su destrucción. Un último esfuerzo para vengarse de forma sangrienta de sus compañeros, cuyos cuerpos yacían desparramados a lo largo de la línea de marcha de la cuarta cohorte.