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El sol se había ocultado al otro lado del horizonte y la nieve iba adquiriendo un tono azulado a medida que caía la noche. A ambos lados, las filas desmembradas de los Durotriges se extendían de forma desordenada por las laderas y observaban en silencio cómo el cuadro progresaba pesadamente. Aquí y allá sus cabecillas, y los Druidas, se habían puesto a reagrupar a sus hombres a la fuerza y les propinaban crueles golpes con la carial de la hoja de las espadas. Los cuernos de guerra dejaban escapar las estridentes notas que los instaban a volver a la formación y los guerreros empezaron a recuperarse paulatinamente.

– ¡No aflojéis! -ordenó Macro-. ¡Mantened el paso! Las primeras unidades enemigas que volvieron a formar empezaron a marchar tras la cohorte. La formación de cuadro estaba pensada para proporcionar protección, no velocidad, y las unidades más ligeramente armadas dejaron atrás a los Romanos sin problemas. Mientras caía la noche, los soldados de la cuarta cohorte vieron, alarmados, la oscura concentración de hombres que los iban adelantando por las laderas en un intento por volverles a cortar el paso a los legionarios. Y en esa ocasión, reflexionó Cato, los Durotriges habrían preparado una línea de ataque más efectiva.

Las marchas nocturnas son difíciles aun en las mejores circunstancias. El suelo es prácticamente invisible y tiene muchas trampas para un pie desprevenido: una madriguera de conejos oculta o la entrada de una tronera pueden torcer un tobillo o quebrar un hueso con facilidad. La desigualdad del terreno enseguida amenaza con romper una formación y sus oficiales tienen que hacer subir y bajar las filas incansablemente para asegurarse de que se mantiene un ritmo regular y de que no aparecen huecos en la unidad. Aparte de estas dificultades inmediatas existe el más grave problema de encontrar el camino.

Sin la luz del sol para guiar a los hombres y, cuando está nublado, sin estrellas, poca cosa más que la fe puede servir para fijar la línea de marcha. Para los soldados de la cuarta cohorte las dificultades para la marcha nocturna eran especialmente grandes. La nieve había enterrado el sendero que llevaban varios días siguiendo en dirección sur y Hortensio no podía hacer otra cosa que seguir el curso del valle, evaluando cautelosamente todas las elevaciones y hondonadas por si la cohorte se equivocaba de camino. A ambos lados, los sonidos de los Britanos ocultos acababan con los agotados nervios de los soldados que seguían adelante arrastrando los pies.

Cato estaba más cansado de lo que nunca lo había estado en toda su vida. Hasta la última fibra de su cuerpo le pedía reposo a gritos. Le pesaban tanto los párpados que apenas podía mantenerlos abiertos y el frío ya no era aquella entumecedora distracción del comienzo del día. En aquel momento acrecentaba el deseo de sumirse en un profundo y cálido sueño. De manera insidiosa, su mente consideró la idea y poco a poco consumió la determinación de luchar contra la exigencia de descanso de todos sus doloridos músculos. Desvió la atención del mundo que lo rodeaba y dejó de vigilar las filas de legionarios y el peligro del enemigo que, sin dejarse ver, merodeaba más allá. El ritmo monótono del avance contribuyó al proceso y al final sucumbió al deseo de cerrar los ojos, sólo un momento, lo justo para librarse un instante de la sensación de escozor. Los abrió con un parpadeo para cerciorarse de por dónde iba y luego volvieron a cerrarse casi por propia voluntad. Lentamente la barbilla le fue bajando hacia el pecho…

– ¡Tente en pie, maldita sea! Cato abrió los ojos de golpe; por su cuerpo corría el frío temblor que se siente cuando a uno lo arrancan por la fuerza de su sueño. Alguien le sujetaba el brazo con una firmeza que le hacía daño.

– ¿Qué? -Te estabas quedando dormido -susurró Macro, que no quería que sus hombres le oyeran. Arrastró a Cato hacia delante-. Casi te me echas encima. Si vuelve a ocurrir te cortaré las pelotas. Venga, espabila.

– Sí, señor. Cato sacudió la cabeza, alargó la mano para coger un puñado de nieve y se la frotó Por la cara, agradeciendo el efecto reconstituyente de su gélido ardor. Volvió a colocarse junto a su centurión, lleno de vergüenza por su debilidad física. Aunque estuviera al límite de su resistencia no debía demostrarlo, no delante de los hombres. Nunca más, se prometió a sí mismo.

Cato se obligó a centrar su atención en los soldados mientras la cohorte seguía adelante penosamente. Recorrió las oscuras líneas de sus hombres arriba y abajo con más frecuencia que antes, dando bruscas órdenes a aquellos que daban muestras de rezagarse.

Varias horas después del anochecer, Cato se dio cuenta de que el valle se estrechaba. A ambos lados, las sombrías laderas, sólo levemente más oscuras que el cielo, empezaban a elevarse más abruptamente.



– ¿Qué es eso que hay allí delante? -preguntó de pronto Macro-. Allí. Tú tienes mejor vista que yo. ¿A ti qué te parece?

Al otro lado de la nieve que se extendía frente a la cohorte, una línea poco definida cruzaba el valle. Allí se percibía cierto movimiento y, cuando Cato forzó la vista para tratar de distinguir más detalles, un suave zumbido llenó el frío aire nocturno.

– ¡Arriba los escudos! La advertencia de Cato llegó momentos antes de que la descarga de las hondas saliera volando de la oscuridad y cayera sobre la cohorte con un estrepitoso traqueteo. Comprensiblemente, la puntería no fue muy buena y la mayor parte de los proyectiles pasaron de largo por encima de los legionarios o impactaron contra el suelo a poca distancia del objetivo. Aun así, se oyeron muchos gritos y un alarido por encima del estruendo.

– ¡Cohorte, alto! -exclamó el centurión Hortensio. La cohorte se detuvo y todos los soldados se encogieron bajo la protección de sus escudos cuando el zumbido empezó de nuevo. La siguiente descarga fue tan desigual como la primera y en esa ocasión las únicas bajas se produjeron en el grupo de prisioneros bajo vigilancia situados en el centro de la formación.

– ¡Espadas preparadas! La orden fue coreada por un áspero fragor proveniente de las oscuras filas de legionarios. Luego la cohorte volvió a quedar en silencio.

– ¡Adelante! La formación avanzó ondulante un momento antes de adaptarse a un paso más acompasado. Desde la primera línea de la sexta centuria, Cato pudo ver entonces con más detalle lo que había delante. Los Durotriges habían construido una tosca barrera con ramas y árboles caídos que se extendía a lo largo del estrecho suelo del valle y que se prolongaba ascendiendo un poco a ambos lados. Detrás de aquella ligera protección se aglomeraba una siniestra horda. Los honderos ya no disparaban a descargas, con lo que el zumbido de las hondas y el seco chasquido de los proyectiles era casi constante. Cato se estremeció ante aquel sonido y agachó la cabeza bajo el borde del escudo mientras la cohorte avanzaba hacia la barrera. Hubo más gritos en las filas de legionarios a medida que éstos se iban poniendo cada vez más cerca del alcance del enemigo y los honderos podían apuntar con más precisión. El hueco entre la cohorte y los árboles caídos se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que al final los hombres de la primera fila se toparon con la maraña de ramas. Al otro lado, el enemigo había dejado de utilizar las hondas y ahora blandían lanzas y espadas al tiempo que proferían sus gritos de guerra en las mismísimas narices de los Romanos.

– ,Alto! ¡Levantad las barricadas! ¡Pasad la orden! -gritó Macro, consciente de que sus instrucciones apenas se oirían por encima del alboroto.

Los legionarios envainaron rápidamente las espadas y empezaron a arrancar -las ramas, dando desesperados tirones y sacudidas para deshacer aquella maraña. Cuando los soldados se lanzaron contra las improvisadas defensas de los Durotriges, un salvaje rugido de voces proveniente de detrás de la centuria resonó por todo el valle. Cato volvió la vista atrás y vio un oscuro remolino de hombres que avanzaba por la nieve en dirección a las dos centurias situadas en la retaguardia del cuadro. A voz en cuello Hortensio les dio la orden a aquellas dos centurias de que se dieran la vuelta y se enfrentaran a la amenaza.