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Con el viento llegó la lluvia. Unos gélidos goterones que, como cuchillos, caían diagonalmente sobre el trirreme y azotaban la piel de los hombres con su impacto. El frío entumecía los huesos y pronto hizo que los marineros se volvieran lentos y torpes en su trabajo. Acurrucado bajo su capa impermeable, el prefecto comprendió que, a menos que la tormenta amainara pronto, el capitán y sus hombres seguramente perderían el control de la embarcación. Y a su alrededor el mar rugía y desperdigaba los barcos en todas direcciones. Por uno de esos caprichos de la naturaleza los tres trirremes que encabezaban el convoy sufrieron lo más violento de la tempestad, que rápidamente los alejó de los demás; el trirreme del prefecto fue el que quedó más aislado. Desde entonces la tormenta había bramado durante toda la tarde y no daba señales de que fuera a remitir con la caída de la noche.
El prefecto repasó sus conocimientos sobre el litoral Britano y recorrió la costa mentalmente. Calculó que el mar ya los había arrastrado bastante lejos del canal que llevaba a Rutupiae. Los escarpados acantilados de caliza cercanos al asentamiento de Dubris eran visibles desde estribor y aún tendrían que luchar contra la tormenta unas cuantas horas más antes de poder intentar aproximarse a una distancia segura de la costa.
El capitán del barco avanzó hacia él tambaleándose por la agitada cubierta y lo saludó mientras se acercaba, manteniendo una mano firmemente asida al pasamano.
– ¿Qué pasa? -gritó el prefecto. -¡La sentina! -exclamó el capitán con la voz ronca a causa del esfuerzo de haberse pasado las últimas horas dando las órdenes a voz en grito para vencer el aullido del viento-. ¡Nos está entrando demasiada agua!
– ¿Podemos achicarla? El capitán inclinó el oído hacia el prefecto. Tras coger aire, el prefecto se llevó una mano a la boca para hacer bocina y bramó:
– ¿Podemos achicarla? El capitán movió la cabeza en señal de negación. -¿Y ahora qué? -¡Tenemos que navegar por delante de la tormenta! Es nuestra única esperanza de mantenernos a flote. ¡Luego tendremos que encontrar un lugar seguro para atracar!
El prefecto asintió exageradamente con la cabeza para dar a entender que había comprendido. Pues muy bien. Tendrían que encontrar algún lugar donde varar la embarcación. A unos cincuenta o sesenta kilómetros siguiendo la costa los acantilados daban paso a unas playas de guijarros. Siempre que el oleaje no fuera demasiado embravecido podían intentar embarrancar. Eso podría causar serios daños al trirreme, pero era mejor que la certeza de perder la embarcación y con ella toda la tripulación y el pasaje. Al pensar en ello, el prefecto se acordó de la mujer y sus hijos pequeños que se hallaban resguardados debajo de él. Se los habían confiado a su cuidado y debía hacer cuanto estuviera en su mano para salvarlos.
– ¡Dé la orden, capitán! Me voy abajo.
– ¡Sí, señor! -El capitán saludó y regresó a la sección central del trirreme, donde los marineros se apiñaban junto a la base del mástil. El prefecto se quedó mirando un momento mientras el capitán bramaba sus órdenes y señalaba la vela recogida en la verga de lo alto del mástil. Nadie se movió. El capitán volvió a gritar la orden y luego le propinó una brutal patada al marinero que tenía más cerca. El hombre retrocedió acobardado, únicamente para recibir otro puntapié. Entonces dio un salto para agarrarse a las jarcias y empezó a ascender. Los demás lo siguieron, aferrándose a los obenques mientras subían como podían por el oscilante flechaste y de ahí pasaban a la verga. Los helados pies desnudos apoyaban los dedos con fuerza mientras trepaban lentamente por encima de la cubierta. Sólo cuando todos los marineros estuvieron en posición pudieron deshacer los nudos y colocar un rizo en la vela. Era toda la envergadura que se necesitaba para proporcionarle a la embarcación velocidad suficiente para ser gobernada con el timón y navegar por delante de la tormenta. Con cada relámpago se perfilaba brevemente la silueta del mástil, la verga y los hombres, de un intenso color negro contra un resplandeciente cielo blanco. El prefecto observó que con los rayos daba la impresión de que la lluvia se detenía en el aire por un instante. A pesar del terror que le oprimía el corazón, no podía evitar emocionarse ante aquel formidable despliegue de los poderes de Neptuno.
Por fin todos los marineros estuvieron en sus puestos. Afirmando sus robustas piernas en cubierta, el capitán hizo bocina con las manos y levantó la cabeza en dirección al mástil.
– ¡Largad vela! Los entumecidos dedos empezaron a manipular frenéticamente las correas de cuero. Algunos estaban más torpes que otros y la vela se aflojó del palo de forma irregular. Un súbito y penetrante sonido que atravesó las Jarcias anunció la renovación de la virulencia de la tormenta y el trirreme rehuyó su cólera. A uno de los marineros, que se encontraba más débil que sus compañeros, se le soltaron las manos y la oscuridad se lo tragó tan deprisa que ninguno de los que presenciaron lo ocurrido pudo distinguir por dónde había caído al agua. Pero el empeño de los marineros no cesó. El viento tiraba de las partes de la vela que estaban al descubierto y casi consiguió arrancársela de las manos a los marineros antes de que pudieran anudar los rizos. En cuanto se hubo largado la vela, los hombres regresaron por la verga y con gran esfuerzo volvieron a bajar hasta cubierta, sus rostros demacrados daban testimonio del frío y el agotamiento que sufrían.
El prefecto se abrió camino hacia la brazola de la escotilla de popa y descendió con cuidado por su interior oscuro como boca de lobo. La pequeña cabina parecía estar anormalmente tranquila en contraste con los gritos, el azote del viento y la lluvia de cubierta. Un sonido quejumbroso hizo que se dirigiera hacia la popa, allí donde los baos se curvaban y se unían, y el destello de un relámpago que entró por la escotilla dejó ver a la mujer apretujada en la popa, con los brazos apretados alrededor de los hombros de dos pequeños. Temblaban, aferrados a su madre, y el menor de ellos, un niño de cinco años, lloraba desconsoladamente con el rostro mojado del rocío del mar, las lágrimas y los mocos. Su hermana, tres años mayor que él, estaba sentada en silencio pero con unos ojos abiertos como platos a causa del miedo. La amura del trirreme se levantó bruscamente con una enorme ola y el prefecto se precipitó hacia sus pasajeros. Extendió un brazo contra el casco y se fue de bruces hacia el lado contrario. Tardó un momento en recobrar el aliento y la voz de la mujer surgió calmada de la oscuridad.
– Saldremos de ésta, ¿no? Otro relámpago hizo visible el pánico grabado en los pálidos rostros de los niños.
El prefecto decidió que no tenía sentido mencionar que había decidido intentar hacer encallar el trirreme. Era mejor ahorrarles más preocupaciones a sus pasajeros.
– Por supuesto, mi señora. Estamos navegando por delante de la tormenta y en cuanto amaine volveremos a poner rumbo a la costa hacia Rutupiae.
– Entiendo -repuso la mujer cansinamente, y el prefecto se dio cuenta de que ella había intuido lo que se escondía tras su respuesta. Pues no había duda de que era una persona perspicaz que hacía honor a su noble familia y a su marido. Les dio un apretón a sus hijos para tranquilizarlos.
– ¿Lo habéis oído queridos? Muy pronto podremos secarnos y entrar en calor.
El prefecto recordó cómo temblaban y maldijo su falta de consideración.
– Un momento, señora. -Sus dedos entumecidos toquetearon el cierre que abrochaba su capa impermeable en la garganta. Soltó una palabrota por su torpeza y entonces consiguió soltar el broche. Se sacó la capa de los hombros y se la tendió a la mujer en la oscuridad.
– Tenga, para usted y sus hijos, señora. Notó que le tomaba la capa de las manos.
– Gracias, prefecto, eres muy amable. Acurrucaos los dos bajo la capa.