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Eve suspiró.

– Peabody, no me gusta pegar a un agente cuando está en inferioridad de condiciones. Así que no me llame Evie.

– Vale. ¿Sabe cómo se consigue eso?

– Comida -encargó Eve al androide que servía-. Lo que sea y en cantidad. Mesa tres. ¿Cómo se consigue qué, Peabody?

– Pues eso. Lo que usted y Roarke tienen, eso. Cone?xión. Relaciones internas. El sexo sólo es un añadido.

– Claro. ¿Tiene problemas con Casto?

– No. Sólo que ahora que el caso está cerrado no te?nemos mucha conexión. -Peabody meneó la cabeza y antes sus ojos explotaron mil y una luces-. Jo, estoy trompa. He de ir al lavabo.

– Le acompaño.

– Puedo hacerlo sola. -Con cierta dignidad, Peabody se zafó de la mano de Eve-. No me gusta vomitar delan?te de un oficial superior, si a usted no le importa.

– Como quiera.

Pero Eve la vigiló todo el tiempo que Peabody invir?tió en cruzar la pista. Llevaban casi tres horas en el club. Y aunque un día era un día, Eve iba a tener que meter algo en el estómago de sus amigas y ver que todas llega?ran sanas y salvas a sus casas.

Se acodó en la barra, sonriendo, y vio a Nadine to?davía en bragas, sentada a la mesa charlando animada?mente con la doctora Mira. Trina había apoyado la cabe?za en la mesa y seguramente estaba conversando con el Dalai Lama.

Mavis, brillantes los ojos, estaba subida al escenario y vociferaba una melodía improvisada que hacía mover?se a toda la pista.

Maldita sea, pensó al sentir que le quemaba la gar?ganta. Cuánto quería a aquel hatajo de borrachas. Pea?body incluida, pensó, y entonces decidió ir a echar un vistazo al servicio para asegurarse de que su ayudante no se hubiera desmayado u otra cosa.

Había cruzado casi medio club cuando notó que al?guien la agarraba. Como había estado haciendo a lo lar?go de la velada a medida que los parroquianos se dedica?ban a buscar pareja, ella empezó a zafarse.

– Llama a otra puerta, tío. No me interesa. ¡Eh! -El breve pellizco en el brazo le causó menos daño que en?fado.

Pero su vista empezó a nublarse mientras la condu?cían a la fuerza por entre la multitud hasta meterla en un cuarto privado.

– He dicho que no me interesa, caray. -Hizo ademán de enseñar su placa, pero no llegó a encontrarse el bol?sillo.

Alguien le dio un pequeño empujón y Eve cayó de espaldas sobre una cama estrecha.

– Tómeselo con calma. Tenemos que hablar. -Casto se tumbó a su lado y cruzó los pies.

Roarke no estaba de humor para fiestas, pero como Feeney se había tomado la molestia de crear una atmósfera marcadamente hedonista, decidió representar su papel. Era una especie de salón repleto de hombres, a muchos de los cuales les sorprendía verse metidos en aquel ritual pagano. Pero Feeney, con su pericia electrónica, había conseguido dar con algunos de los socios más próximos a Roarke, ninguno de los cuales había querido ofender a alguien de su prestigio negándose a asistir.

Conque allí estaban los ricos, los famosos y los de?más, embutidos en una sala mal iluminada con pantallas tamaño natural en las que aparecían cuerpos desnudos en diversos e imaginativos actos de frenesí sexual, un terceto de bailarinas de striptease ya desnudas, y cerveza y whisky suficientes como para hundir la Séptima Flota.

Roarke hubo de admitir que había sido un gesto simpático y hacía lo posible por estar a la altura de las expectativas de Feeney como soltero en su postrera no?che de libertad.

– Tenga, muchacho, otro whisky para usted. -Tras haber tomado varias copas de irlandés, Feeney había adoptado cómodamente el acento de un país que jamás ni siquiera sus tatarabuelos habían pisado nunca-. Vivan los rebeldes.

Roarke enarcó una ceja. Él sí había nacido en Dublín y pasado casi toda su juventud vagando por sus callejue?las. Sin embargo no tenía el apego sentimental de Feeney hacia aquella tierra y sus sublevaciones.

– Slainte -brindó en gaélico para complacer a su amigo.

– Así me gusta. Bueno, Roarke, deje que le diga, las señoras que hay aquí son sólo para mirar. Nada de toqueteos.

– Me contendré.

Feeney sonrió y le dio a Roarke un manotazo en la espalda que casi le hizo trastabillar.

– Está como un tren, ¿eh? Nuestra Dallas…

– Bueno… -Roarke miró ceñudo su vaso de whisky-. Sí.

– Esa Dallas nos hace estar a todos siempre alerta. Sabe más que Merlín, la muy jodida. Es de las que no para cuando se le mete una cosa entre ceja y ceja. Le diré una cosa, este último caso la ha dejado hecha polvo.



– Todavía está en ello -murmuró Roarke, y sonrió fríamente cuando una rubia desnuda le acarició el pe?cho-. Prueba suene con ése -le dijo, señalando a un hom?bre de mirada vidriosa y traje gris de rayas finas-. Es el dueño de Stoner Dynamics.

Al ver que ella no entendía, Roarke se desembarazó de las manos que empezaban bajar alegremente hacia su entrepierna.

– Está forrado -dijo.

La chica se alejó bamboleándose, mientras Feeney la miraba con más deseo que esperanza.

– Soy casado y feliz, Roarke.

– Eso me han dicho.

– Es degradante confesar que estoy un poco tentado de darme un revolcón en un cuarto a oscuras con una cosa guapa como ésa.

– Usted merece algo mejor, Feeney.

– Eso es verdad. -Suspiró largamente y luego reto?mó el anterior tema de conversación-. Dallas se va unas semanas. Creo que dejará el caso y se meterá en el si?guiente.

– A ella no le gusta perder, y tiene esa sensación. -Roarke trató de restarle importancia. Maldita la gracia que le hacía pasar la víspera de su boda hablando de ho?micidios. Maldiciendo por lo bajo, llevó a Feeney hasta un rincón tranquilo-. ¿Qué sabe usted de ese camello al que mataron en el East End?

– Cucaracha. No hay mucho que decir. Traficante, bastante hábil, bastante estúpido. Es curioso que tantos traficantes sean las dos cosas a la vez. No salía de su te?rritorio. Le gustaba el dinero fácil y rápido.

– ¿También era un soplón? ¿Como Boomer?

– Lo había sido. Su preparador se retiró el año pa?sado.

– ¿Y qué pasa cuando un preparador se retira?

– Que se encarga otro del soplón o se le deja suelto. No encontraron a nadie que quisiera encargarse de Cu?caracha.

Roarke iba a encogerse de hombros, pero algo le se?guía intrigando.

– El policía que se retiró, ¿trabajaba con alguien?

– ¿Qué se ha creído? ¿Que tengo memoria de orde?nador?

– Sí.

El halago hizo que Feeney se pavoneara.

– Bueno, a decir verdad, recuerdo que estaba asocia?do con un viejo amigo mío, Da

– No importa -murmuró Roarke.

– Después hizo equipo con Casto un par de años.

Roarke avivó sus cinco sentidos.

– ¿Casto? ¿Patrullaba con Casto mientras era prepa?rador de Cucaracha?

– Así es, pero sólo uno de los dos trabaja como pre?parador. Por supuesto -rezongó Feeney mientras arru?gaba la frente-. El procedimiento normal es tomar pose?sión de los contactos de tu pareja. No hay constancia de que Casto lo hiciera. Él tenía sus propios soplones.

Roarke se dijo que eran prejuicios, que eran sus ce?los ridículos y reflejos.

– No todo consta en los archivos. ¿No le parece una coincidencia que dos soplones que trabajaban con Casto fueran asesinados, ambos relacionados con Immortality?

– No he dicho que Casto usara a Cucaracha como soplón. Y no es tanta coincidencia. Ya se sabe que en el mundo de las ilegales, todo está conectado de un modo u otro.

– ¿Qué más descubrieron que pudiera relacionar a Cucaracha con los otros asesinatos, aparte de Casto?

– Cielos, Roarke. -Feeney se pasó la mano por la cara-. Es peor que Dallas. Mire, hay muchos policías de Ilegales que acaban con problemas de toxicomanía. Cas?to está limpio del todo. Jamás ha dado positivo en ningu?na prueba. Tiene buena reputación, puede que lo ascien?dan a capitán, y no es ningún secreto que él lo busca. Sería tonto si ahora lo estropeara todo metiéndose en líos.