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– ¿Llevaba siempre encima un minienlace?
– En este oficio todo el mundo tiene uno. Somos como los médicos.
Era cerca de medianoche cuando Eve se sentó a su mesa. Como no se atrevía a usar el dormitorio, prefirió la suite que utilizaba para trabajar. Programó café y luego olvi?dó tomárselo. Sin Feeney, no le quedaba más alternativa que buscar una ruta indirecta para seguir la pista de una llamada intergaláctica de hacía tres meses hecha desde un minienlace que no tenía.
Al cabo de una hora lo dejó estar y se tumbó en la butaca de dormir. Echaría un sueñecito, se dijo. Pondría su despertador mental a las cinco.
Ilegales, asesinato y dinero, pensó. Todo iba junto. Encontrar al proveedor, pensó medio dormida. Identifi?car la sustancia ilegal.
¿De quién te escondías, Boomer? ¿Cómo llegaste a conseguir una muestra, y la fórmula? ¿Quién te partió los huesos para recuperarlas?
La imagen del cuerpo destrozado iluminó su mente y fue cruelmente apagada. No quería dormirse con eso en la cabeza.
Habría sido mejor elección que lo que acabó soñando.
La obscena luz roja parpadeaba una y otra vez a través de la ventana: ¡sexo! ¡en VIVO! ¡sexo! ¡en VIVO!
Ella sólo tenía ocho años pero era muy avispada. Se preguntó si la gente pagaría por ver sexo en muerto. Tendida en la cama, vio cómo la luz se encendía y apaga?ba. Ella sabía qué era el sexo. Algo feo, doloroso, aterra?dor. Algo ineludible.
Quizá no vendría a casa esta noche. Ella había dejado de rezar para que se cayera en la primera zanja. Pero él siempre venía.
A veces, con mucha suerte, estaba demasiado borra?cho y aturdido para hacer otra cosa que tumbarse en la cama y ponerse a roncar. Esas noches, ella tiritaba de ali?vio y se acurrucaba en el rincón a dormir.
Aún pensaba en escapar, en encontrar el modo de abrir la puerta o de bajar los cinco pisos. Si la noche era de las malas, se imaginaba simplemente saltando desde la ven?tana. La caída sería rápida y luego todo habría acabado.
Él ya no podría hacerle ningún daño. Pero era dema?siado cobarde para saltar.
Al fin y al cabo era sólo una niña, y esta noche tenía hambre. Y tenía frío porque en uno de sus arrebatos él había roto el control de temperatura.
Fue hacia el rincón del cuarto, la excusa para una pe?queña cocina. Aporreó el cajón para ahuyentar a las po?sibles cucarachas. Dentro encontró una chocolatina. La última. Él seguramente le pegaría por comerse la última. Claro que de todos modos le pegaría, conque lo mejor era disfrutar de la chocolatina.
La devoró como un animal y se limpió h boca con el dorso de la mano. Seguía teniendo hambre. Un registro a fondo dio como fruto un pedazo de queso enmoheci?do. No quería ni pensar en lo que podría haber estado mordisqueándolo. Cogió un cuchillo y empezó a reba?nar los bordes estropeados.
Entonces le oyó llegar. El pánico le hizo soltar el cu?chillo, que cayó con estrépito al suelo cuando él entraba.
– ¿Qué estás haciendo, pequeña?
– Nada. Me he despertado. Iba por un poco de agua.
– Claro. -Tenía los ojos vidriosos pero no del todo, vio ella con esperanza-. Echabas de menos a papá. Ven a darme un beso.
Ella apenas podía respirar. Ya no podía respirar, y el sitio entre las piernas donde él le haría daño empezó a palpitarle de dolor.
– Me duele la tripa.
– Pobre. Te la curaré a besos. -Le sonreía mientras se acercaba. Pero entonces se puso serio-. Has estado co?miendo otra vez sin pedir permiso, ¿verdad?
– No, yo… -Pero la mentira, y la esperanza de salvarse, murieron cuando su mano la abofeteó con fuerza. El labio se abrió, los ojos se poblaron de lágrimas, pero ella apenas gimió-. Iba a preparar un poco de queso para cuando tú…
Él le pegó otra vez, haciendo explotar estrellas en su cabeza. Esta vez cayó al suelo y antes de que pudiera po?nerse en pie, él se le echó encima.
Ella gritó, porque sus puños eran implacables. Un dolor la cegó y entumeció, pero no era nada al lado del miedo. Por más horribles que fueran los golpes, había cosas mucho peores.
– Papá, por favor. Por favor…
– Tendré que castigarte. Nunca haces caso, joder. Después te daré gusto, ya verás, y serás una buena chica.
Notó el aliento cálido en su cara, aliento que olía a caramelo. Las manos le desgarraron el ya harapiento vestido, pellizcando, apretando, sobando. Su respira?ción cambió, algo que ella conocía y temía. Se volvió más honda, más codiciosa.
– ¡No, no; me haces daño!
Su cuerpo joven se resistía. Forcejeaba sin dejar de gritar, e incluso se atrevió a clavarle las uñas. El grito de él fue un bramido de ira. Luego la inmovilizó. Ella pudo oír el seco y espantoso ruido del brazo al partirse detrás de la espalda.
– Teniente, teniente Dallas.
El grito salió del fondo su garganta y Eve volvió en sí. Se incorporó presa del pánico y sus piernas, hechas un lío, la dejaron como un guiñapo en el suelo.
– Teniente…
Se apartó de la mano que le tocaba el hombro y se acurrucó de nuevo mientras los sollozos se le atascaban en la garganta.
– Estaba soñando. -Summerset habló con tiento, inexpresiva la cara-. Estaba soñando -repitió, acercán?dose a ella como quien se acerca a un lobo atrapado-. Ha tenido una pesadilla.
– No se me acerque. ¡Largo! ¡Váyase de aquí!
– Teniente, ¿sabe dónde está usted?
– Lo sé. -Consiguió extraer las palabras entre jadeos. No podía parar los temblores-. Váyase. -Logró ponerse de rodillas, se cubrió la boca y se meció de un lado al otro-. Que se vaya de aquí, joder.
– Deje que la ayude a sentarse. -Sus manos fueron solícitas pero lo bastante firmes para no soltarla cuando ella trató de apartarlo.
– No necesito ayuda.
– La ayudaré a sentarse en la silla. -A su modo de ver, Eve era como una niña que necesitaba ayuda. Como lo ha?bía sido su Marlene. Intentó no especular sobre si su hija habría implorado como Eve. Después de dejarla en la silla, se acercó a una cómoda y sacó una manta. A ella le castañe?teaban los dientes, tenía los ojos desorbitados de miedo.
– Estése quieta. -La orden fue tajante mientras ella empezaba a forcejear-. Quédese donde está y no se mueva.
Summerset dio media vuelta para ir a la cocina y al AutoChef. Se secó la frente sudorosa con un pañuelo mientras pedía un sedante. La mano le temblaba. Eso no le sorprendió. Los gritos de ella le habían dejado helado mientras corría hacia su suite.
Eran los gritos de una niña.
Procurando calmarse, le llevó el vaso a Eve.
– Tome esto.
– No quiero…
– Tómeselo o se lo hago beber a la fuerza. Será un placer.
Ella pensó en tirar el vaso, pero al final se acurrucó y empezó a lloriquear. Summerset se rindió y dejó el vaso, la arropó mejor en la manta y salió a fin de ponerse en contacto con el médico personal de Roarke.
Pero fue a Roarke en persona a quien vio en el re?llano.
– ¿Es que nunca duerme, Summerset?
– Es la teniente Dallas…
Roarke dejó su maletín y agarró a Summerset de las solapas.
– ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?
– Una pesadilla. Estaba gritando. -Summerset per?dió su compostura habitual y se mesó el pelo-. No quie?re cooperar. Ahora iba a llamar al médico. La he dejado en su suite privada.
Cuando Roarke le hizo a un lado, Summerset le aga?rró del brazo.
– Roarke, debería haberme dicho lo que le hicieron de pequeña.
Él meneó la cabeza y siguió adelante.
– Yo me ocuparé de ella.
La encontró encogida y temblando. Roarke sintió rabia, alivio, pena y culpa a la vez. Desechó sus emocio?nes y la levantó suavemente.
– Bueno, bueno, ya está, Eve.
– Roarke… -Se estremeció una vez y luego se abrazó a él y se sentó en su regazo-. Los sueños.
– Ya lo sé. -Le dio un beso en la sien-. Lo siento.
– Ahora los tengo constantemente. Nada puede pa?rarlos.