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Había barro en los escalones de la casa de Rachel. Barro mezclado con una extraña sustancia metálica. Tully le había dicho que se había encontrado tierra con partículas brillantes en el acelerador del coche de Jessica. ¿Sería el mismo barro? Había algo más que Tully le había dicho. Pero no recordaba qué era. Aquella sensación insidiosa la perseguía constantemente, pero por más que lo intentaba no lograba acordarse. Tal vez fuera algo del informe policial.
– ¡Maldita sea!
¿Por qué no se acordaba? Últimamente se sentía como si su mente se estuviera deshilachando, haciéndose pedazos, descomponiéndose poco a poco. Tenía los nervios a flor de piel, los músculos exhaustos por estar continuamente alerta. Y lo peor, lo más exasperante de todo, era que parecía no tener absolutamente ningún control sobre lo que le sucedía.
Albert Stucky la tenía donde quería tenerla, pendiendo de un abismo imaginario. La había convertido en cómplice de sus atrocidades. La había transformado en su cómplice al dejar que fuera ella quien, inconscientemente, eligiera a sus víctimas. Quería que compartiera su culpa. Quería que entendiera el poder de su maldad. Al hacerlo, ¿esperaba acaso liberar la perversión que tal vez se ocultara dentro de ella?
Recogió su Smith amp; Wesson, acariciando el frío metal y curvando los dedos sobre la culata con cuidado, casi reverencialmente. Dejó los tapones de los oídos colgando alrededor de su cuello y las gafas sujetas sobre su coronilla. Alzó el brazo derecho, manteniendo el codo ligeramente flexionado. Se sujetó con la mano izquierda la muñeca contraria para asegurar el pulso. Fijó la vista en la mira, ordenándole que no se moviera, que no temblara. Luego, sin vacilar, apretó el gatillo, disparando en rápida sucesión hasta que gastó las seis balas y el olor de la descarga saturó sus fosas nasales.
Le pitaban los oídos cuando bajó el brazo. Se le aceleró el corazón mientras apretaba el botón de la pared, y se sobresaltó al oír el chirrido de la polea que llevaba el objetivo hacia ella. Pronto advirtió que había dado en la diana. Respiró hondo y suspiró. Su precisión debería tranquilizarla. Pero, por el contrario, sentía que el borde del abismo se acercaba cada vez más, derrumbándose bajo sus pies. Porque las seis balas que acababa de disparar se habían hundido deliberadamente justo entre los ojos del objetivo.
Capítulo 43
Tess resbaló y se detuvo. Tenía los pies descalzos cubiertos de barro. Podía oler la tierra húmeda y, al mirar, vio que tenía las manos, los pantalones y los codos arañados y cubiertos de lodo. No recordaba haberse roto la blusa, y sin embargo se le veían ambos codos, raspados, ensangrentados y cubiertos de barro pútrido. La lluvia había cesado sin que ella lo notara, pero Tess sabía que pronto volvería a empezar, pues las nubes se habían oscurecido y la niebla, cuyos jirones flotaban a su alrededor como almas en pena alzándose de sus tumbas, se había vuelto de un gris denso. Cielo santo, no podía pensar en esas cosas. No podía pensar en nada. Sólo podía correr. Pero, en lugar de hacerlo, se apoyó contra un árbol, intentando recobrar el aliento. Había seguido la única senda que había podido encontrar en el espeso bosque, confiando en que la condujera a la libertad. Tenía los nervios deshechos. El terror se agitaba desbocado dentro de ella. Esperaba que aquel hombre apareciera y la agarrara en cualquier momento.
Espigas secas y ramas rotas traspasaban la manta que llevaba sobre los hombros. Se le había enganchado muchas veces, tirando de ella hacia atrás como manos que le agarraran el cuello. Aquellos tirones le recordaban constantemente los dolorosos golpes que le habían dejado las manos de aquel hombre. Sin embargo, se resistía a librarse de la manta, como si fuera un débil escudo, una improvisada frazada protectora. Estaba empapada de sudor y lluvia; el pelo mojado se le pegaba a la cara y la blusa de seda se le adhería como una segunda piel.
La densa niebla intensificaba la humedad. En menos de una hora, la oscuridad amortajaría aquellos bosques interminables. Aquella idea reavivó su miedo. Apenas podía ver a través de la maldita bruma. Dos veces había resbalado por un terraplén y había estado a punto de caer a un curso de agua que, visto desde arriba, le había parecido una neblina grisácea. No podría seguir avanzando en la oscuridad.
Él le había quitado el reloj por razones obvias, pero le había dejado el anillo de zafiros y los pendientes. Tess habría cambiado gustosamente la sortija de tres mil dólares por su Timex. Odiaba no saber qué hora era. ¿Sabía acaso en qué día estaba? ¿Sería miércoles aún? No. Recordaba que era de noche cuando iban en el coche. Sí, había visto los faros de los coches que circulaban en sentido contrario. Lo cual significaba que había pasado durmiendo casi todo el jueves. De pronto, comprendió que en realidad no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado inconsciente. Tal vez hubieran sido días.
Su respiración se fue haciendo trabajosa a medida que el miedo se extendía de nuevo por su interior. Calma. Debía mantener la calma. Tenía que pensar cómo iba a pasar la noche. Debía hacer las cosas paso a paso. A pesar de que el instinto la impulsaba a seguir corriendo, era más importante encontrar algún sitio donde esconderse para pasar la noche. Ahora se preguntaba si debería haberse quedado en el cobertizo. ¿Había conseguido algo al dejarlo? Por lo menos el cobertizo estaba seco, y el sarmentoso camastro le parecía de pronto una delicia. Ahora, en cambio, ignoraba dónde estaba. No tenía la impresión de estar más cerca de escapar de aquella interminable prisión arbórea, a pesar de que debía de haber recorrido varios kilómetros.
Se agachó, apoyando la espalda contra la áspera corteza de un árbol. Las piernas le pedían sentarse, pero debía mantenerse alerta y estar lista para huir. Unos cuervos negros le chillaron desde lo alto. Se asustó, pero siguió inmóvil, demasiado cansada, demasiado débil para retirarse. Los cuervos se iban posando en las copas de los árboles para pasar la noche. Cientos de ellos aleteaban allá arriba, viniendo de todas direcciones, reclamando con ásperos graznidos de advertencia su lugar de reposo. De pronto, se le ocurrió que aquellos pájaros no se posarían allí si aquél no fuera un sitio seguro. Y, si surgía algún peligro durante la noche, seguramente funcionarían mejor que cualquier sistema de alarma.
Empezó a escudriñar la zona en busca de un lugar de descanso seguro. Había gran cantidad de hojas caídas y pinochas, vestigios del pasado otoño. Sin embargo, la niebla y la lluvia lo habían empapado todo. Se estremeció al pensar en tenderse sobre el frío suelo.
Los graznidos de los cuervos no cesaban. Alzó la mirada y empezó a examinar las ramas. No subía a un árbol desde que era niña. Entonces había sido una táctica de supervivencia, un modo más de esconderse de sus tíos. Sus músculos doloridos le recordaron que la idea de trepar era absurda. Pero, absurda o no, era la opción más segura. Él no la buscaría allá arriba. Ni él, ni otros predadores nocturnos. Cielo santo, ni siquiera se le había ocurrido pensar en otros animales.
Las ramas del árbol que había a su lado formaban una horquilla perfecta en la que podría acomodarse. De inmediato se puso en movimiento y comenzó a recoger ramas. Hizo un montón cruzando las más grandes para construir un tosco escalón. Si conseguía llegar a las ramas más bajas del árbol, podría encaramarse a la horquilla.
Procuró olvidar el cansancio y fingió no tener los pies desollados. Cada vez que alzaba unas ramas o recogía un leño, sus músculos le suplicaban a gritos que parara. Pero se sentía poseída por un nuevo arrebato de energía. El corazón le palpitaba en los oídos, pero esta vez de excitación.
Allá arriba, los cuervos habían quedado en silencio, como si observaran con interés su frenética actividad. ¿O acaso habían oído algo? Se detuvo. Tenías los brazos llenos de ramas. La respiración le raspaba la garganta. No oía nada más allá de los latidos de su corazón. Contuvo el aliento como pudo y escuchó. Era como si el bosque entero se hubiera quedado mudo, como si la inminente oscuridad se hubiera tragado todo sonido, todo movimiento.