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– Tienes que olvidarte de esto, Maggie. Ese hombre te está haciendo pedazos, y ni siquiera sabes dónde está.

Las imágenes de las fotografías dispersas miraban a Maggie, tan horrendas en blanco y negro como lo eran en color. Había primeros planos de gargantas seccionadas, de pezones arrancados a mordiscos, de vaginas mutiladas y de diversos órganos extraídos de sus cavidades. Esa misma tarde, con sólo una mirada, se había dado cuenta de que aún recordaba de memoria muchos de los informes. Dios, era increíble.

Hacía poco, Greg la había acusado de recordar más detalles sobre heridas de bala y marcas distintivas de asesinos que acontecimientos y aniversarios de su vida en común. No tenía sentido discutir con él al respecto. Maggie sabía que tenía razón. Quizá no se mereciera un marido, ni una familia, ni una vida independiente. ¿Cómo podía esperar cualquier mujer agente del FBI que un hombre comprendiera su trabajo, y menos aún aquella… aquella obsesión? Porque ¿no era acaso una obsesión? ¿Tendría razón Gwen?

Dejó la pizza a un lado y notó que le temblaban ligeramente las manos. Al alzar la mirada, vio que Gwen también le había percatado de su temblor.

– ¿Cuándo fue la última vez que dormiste toda la noche de un tirón? -su amiga frunció el ceño, preocupada.

Maggie prefirió ignorar la pregunta y evitó los verdes ojos irlandeses de Gwen.

– El hecho de que no haya habido ningún asesinato no significa que no haya comenzado de nuevo su colección.

– Y, si así es, Kyle estará alerta -Gwen sólo cometía el desliz de utilizar el nombre de pila del director adjunto Cu

– No va a destruirme. Soy muy fuerte, ¿recuerdas? -pero no se atrevió a mirar a los ojos de su amiga por miedo a que descubriera que mentía.

– Ah, sí, muy fuerte -dijo Gwen, echándose hacia atrás-. ¿Por eso vas por la casa con una pistola escondida en la cintura?

Maggie hizo una mueca de disgusto. Gwen la vio y se echó a reír.

– Verás, yo, en vez de fortaleza -le dijo a Maggie-, lo llamaría testarudez.

Capítulo 8

No recordaba que las repartidoras de pizza fueran tan guapas allá en su juventud, cuando trabajaba en la pizzería de su pueblo. En realidad, no recordaba que entonces hubiera repartidoras.

La vio caminar apresuradamente acera arriba. Largos mechones de pelo rubio ondulaban a su espalda. Llevaba el cabello recogido en una hermosa cola de caballo que sobresalía bajo la gorra azul de béisbol. Una gorra de los Cachorros de Chicago. Se preguntaba si sería fan de aquel equipo. O tal vez lo fuera su novio. Seguramente tenía novio en alguna parte.

Estaba demasiado oscuro para fiarse de las farolas. Los ojos habían empezado a escocerle y a enturbiársele. Se puso las gafas de visión nocturna y ajustó el aumento. Sí, así estaba mejor.

La vio mirar el reloj mientras aguardaba en el porche delantero. Esta vez, abrió la puerta un hombre. Naturalmente, el muy capullo le lanzó aquella mirada de perplejidad. Rebuscó los billetes en los bolsillos de sus pantalones vaqueros, que le apretaban la prominente barriga. Era un patán, sucio y con manchas de sudor bajo las sobaqueras y un tufo de pelo sobresaliendo por el cuello de la camiseta. Y aun así… Sí, allí estaba: otro baboso comentario acerca de lo guapa que era o de que así daba gusto dar propinas. Ella volvió a sonreír educadamente, a pesar del color que comenzaba a cubrir sus mejillas.

Por una vez, le habría gustado ver cómo le daba una patada en la entrepierna a uno de aquellos cretinos. Tal vez él pudiera enseñarle esa lección. Si las cosas salían como esperaba, pasarían algún tiempo juntos.

Ella se alejó a toda prisa por la acera sinuosa, y el puerco, que sólo le había dado un dólar de propina, le miró el trasero mientras la chica volvía a su pequeño y reluciente coche. Tan sólo esa imagen valía mucho más que un dólar. Qué tacaño hijo de puta. ¿Cómo iba a pagarse la chiquilla los estudios con propinas de un dólar?

Decidió que las mujeres eran mucho más generosas dando propinas. Tal vez porque se sentían en cierto modo culpables por no haber preparado la comida ellas mismas. Quién sabía. Las mujeres eran criaturas complicadas y fascinantes, y él no cambiaría su modo de ser aunque pudiera.

Se cambió las gafas de visión nocturna por unas oscuras gafas de sol por simple costumbre, y porque los faros de un coche que se acercaba le quemaban los ojos. Aguardó a que el coche de la chica alcanzara el cruce antes de dar la vuelta y seguirlo. La repartidora había terminado aquella ronda. Él reconoció el camino de vuelta a la pizzería Mamma Mia, en la 59 con Archer Drive. El local, muy acogedor, ocupaba el chaflán de un centro comercial de barrio. Una gasolinera autoservicio ocupaba el otro extremo del edificio. Entremedias Había media docena de tiendas más pequeñas, incluyendo el videoclub Mr. Magoo y la licorería de Shep.



Newburgh Heights era un barrio residencial tan pequeño y apacible que le daba risa. No constituía un desafío. Ni la preciosa repartidora tampoco. Pero ahora no se trataba de desafíos sino, sencillamente, de espectáculo.

La chica aparcó detrás del edificio, junto a la puerta, y recogió el montón de bolsas térmicas de color rojo. Volvería a salir al cabo de unos minutos, llevando en los brazos otro cargamento listo para el reparto.

El neón de Mamma Mia incluía un número de teléfono. Abrió el móvil y marcó el número mientras desplegaba el folleto de una agencia inmobiliaria. El anuncio prometía una casa de estilo colonial, cuatro habitaciones, jacuzzi y claraboya en el baño del dormitorio principal. Qué romántico, pensó justo cuando una mujer ladraba en su oído.

– Mamma Mia.

– Quisiera encargar dos pizzas grandes con pepperoni.

– Número de teléfono.

– 555-4545 -leyó en el folleto.

– Nombre y dirección.

– Heston -continuó leyendo-, Archer Drive 5349.

– ¿Quiere colines o algún refresco?

– No, sólo las pizzas.

– Tardarán unos veinte minutos, señor Heston.

– Bien -cerró secamente el teléfono.

Veinte minutos era tiempo más que suficiente. Se puso los guantes de conducir de cuero negro y limpió el teléfono con el pico de la camisa. Al pasar junto a un contenedor de basura, tiró el móvil.

Se dirigió hacia el sur, hacia Archer Drive, pensando en la pizza, en un baño a la luz de la luna y en la hermosa repartidora con su educada sonrisa y su prieto trasero.

Capítulo 9

A Maggie se le cerraban los ojos. El cansancio le hundía los hombros. Gwen se había marchado casi a medianoche. Maggie sabía que no podría dormir. Había comprobado dos veces los cierres de cada ventana, dejando abiertas sólo unas cuantas para que la deliciosa brisa entrara en el dormitorio. Había comprobado asimismo varias veces el sistema de alarma tras la marcha de Gwen. Ahora se paseaba por la casa, temiendo las largas horas de la noche y odiando la oscuridad. Se prometió a sí misma instalar las cortinas y las persianas al día siguiente.

Por fin se sentó con las piernas cruzadas en medio del montón que formaba el contenido de la caja de los horrores de Stucky. Sacó la carpeta con los recortes de prensa y los artículos que había encontrado en la red. Desde la huida de Stucky cinco meses atrás, revisaba los titulares de los periódicos de todo el país a través de Internet, en busca de noticias suyas.

Aún le resultaba difícil de creer cuan fácilmente había escapado Stucky. De camino a una prisión de máxima seguridad (un viaje sencillo de tan sólo un par de horas de duración), Stucky había matado a los dos guardias que lo trasladaban. Después, había desaparecido en los pantanos de Florida, sin que nadie hubiera vuelto a verlo desde entonces.