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Capítulo 71

– ¡Adelante! -gritó Everett, sin molestarse siquiera en comprobar a quién le daba permiso para entrar en su habitación de hotel. ¿Podía haber algo más sencillo?

Sonrió y entró con el carrito del servicio de habitaciones. Luego aguardó. Aquella euforia, aquella trepidación, era mejor que cualquier brebaje casero que pudiera preparar la tribu zulú. A fin de cuentas, llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Así que esperó pacientemente como si aguardara una propina.

Everett se giró al fin, listo para despedirlo con un ademán, pero sus ojos pasaron sobre su cara una vez y volvieron luego atrás. Una rápida toma doble.

– ¿Tú? ¿Qué coño haces tú aquí?

– Se me ha ocurrido traerte una golosina, una sorpresa antes de tu último sermón.

– Creía que estarías merodeando por ahí, buscando otra jovencita. Buscando un modo de destruirme.

– El mérito no es sólo mío.

Everett sacudió la cabeza con desdén, sin temor alguno, como si él fuera uno más de sus seguidores.

– Lárgate -le dijo-. Vete y déjame en paz. Estoy harto de tus mentiras. Tienes suerte de que sólo te hayamos hecho algunas advertencias.

– Sí, ya. Sólo advertencias. ¿Es porque no te atreves a hacerle daño a tu propio hijo? ¿Es ésa la única razón por la que he tenido tanta suerte?

Everett lo miró con fijeza. Pero no parecía sorprendido. ¿Lo habría sabido desde el principio? No. Era imposible. Era simplemente otro de sus trucos.

– ¿Cómo lo averiguaste?

¡Joder! ¡Lo sabía! ¿Complicaba eso las cosas? No, las hacía más fáciles. Él muy cabrón lo sabía. Lo había sabido todos esos años.

– Te lo dijo ella antes de morir -dijo Everett como si lo supiera todo, como si hubiera asistido a la muerte de ella. No tenía derecho y, pese a todo, añadió-: Leí lo de su muerte. Creo que fue en el New York Times, o quizá en el Daily News. Tú sabes que me preocupaba por ella. ¿Eso también te lo dijo?

No quería escucharlo. Eran todo mentiras.

– No, eso no me lo dijo. Esa parte no la puso en su diario -tenía que refrenar la ira, pero el brebaje había empezado a infiltrase en su organismo, y las palabras de Everett le parecían una lava líquida y caliente que le abrasaba el cerebro y contaminaba sus recuerdos-. Pero mencionaba lo que le hiciste. Sobre eso había páginas y páginas. Sobre la clase de cabrón que eres en realidad.

Sintió que se le cerraban los puños. Sí, dejaría que la ira le nutriera. La ira y las hermosas palabras de su madre, aquel mantra que había memorizado a partir de las anotaciones de su diario. Sus palabras le habían servido de combustible a lo largo de aquella misión. Ahora no le fallarían.

– Me preguntaba cuándo lo averiguarías -la voz de Everett parecía todavía serena, sin un atisbo de miedo-. Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Creía que quizá se trataba de eso. Me refiero a lo de esas chicas. Intentabas vengarte de mí, ¿verdad?

– Sí.

– Querías hacerme daño -Everett sonrió y asintió con la cabeza, como si lo aceptara, como si fuera eso precisamente lo que esperaba de un hijo suyo-. Puede que incluso quisieras castigarme.

– Sí.

– Destruir mi reputación.



– Destruirte a ti -la sonrisa desapareció-. Ahora sólo queda una cosa por hacer -dijo, y levantó la bandeja del carrito del servicio de habitaciones. Se la ofreció a Everett y con la otra mano levantó la campana del plato. La bandeja estaba vacía. En ella sólo había, colocada sobre la servilleta perfectamente doblada, una pequeña cápsula blanca y roja.

Capítulo 72

Justin buscaba con la mirada al Padre o a sus gorilas. El pabellón estaba lleno a reventar de chicas que se reían como bobas y entre las que se mezclaban personas de toda condición que tenían pocas cosas en común, salvo que todas ellas parecían almas perdidas. Era patético, joder. Aunque eso había que reconocérselo al Padre: había muchas personas allí que parecían reclutas ideales y suculentos benefactores.

Justin se había pasado la noche en el autobús pensando un plan, y la tarde entera intentando ver cuanto pudiera de Cleveland. Alguien le había dicho que el parque Edgewater estaba en el lado oeste de la ciudad. En la parte más alta del parque había un mirador semicircular que se asomaba al centro de la ciudad. Pero Justin seguía sin saber dónde iría. Sólo sabía que tenía que escapar durante el mitin. Debía encontrar un modo de escabullirse sin que Alice o Brandon lo notaran. En ese momento, el destino de su escapada le parecía un detalle sin importancia.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se aseguró de que los fajos de billetes seguían allí. Luego se estiró la camiseta para asegurarse de que no se notaba el bulto. Ni siquiera sabía cuánto se había llevado.

Mientras los hombres que estaban sacando las cajas fuertes iban llevándolas al autobús una por una, él había robado dos puñados de billetes. Tenía tanta prisa que sólo le dio tiempo a abrir una caja, meter la mano dentro, agarrar unos billetes y llenarse los bolsillos. Más tarde quitó las bolas de naftalina y alisó los billetes lo mejor que pudo para formar un pulcro fajo doblado. Luego fue a ayudar a las mujeres de la fogata y se quedó parado del lado que daba el humo para oler a basura quemada y no a naftalina.

Se preguntaba -no podía remediarlo- de qué le serviría el dinero si no tenía un puto sitio donde ir. Vio que Cassie se acercaba al escenario. Cassie saludó a la multitud, y la gente se puso a aplaudir al ver su larga túnica púrpura. Pronto les haría cantar. Aquel podía ser un buen momento.

Justin bajó la mirada hacia la senda de bicis y la playa que había más abajo. Había una estatua junto al pabellón, y algunos columpios. No había mucha vegetación. Todos los árboles estaban detrás. Pero ya lo había comprobado: al otro lado de los árboles había una valla de tres metros de alto, un callejón sin salida.

Abajo, junto a la playa, veía un pantalán de pesca y atracaderos para unas diez barcas. En esa época del año, las barcas estaban vacías. Se preguntó si sería difícil llevarse una sin que nadie se diera cuenta. Pero, en el autobús, de camino al parque, creía haber visto un puesto de la Guardia Costera no muy lejos de allí. ¡Mierda! Aquello no iba a ser fácil.

– Eh, Justin -Alice lo saludó con la mano mientras se abría paso entre la multitud.

¡Mierda! Cada vez lo tenía más crudo.

Ella sonrió.

– Te he estado buscando.

¿Por qué coño tenía que ser tan guapa? Y además llevaba otro jersey ceñido, éste de color azul, y él no podía evitar fijarse en lo bonitos que eran sus ojos azules.

– ¿Para qué me buscabas? ¿Necesitas algo? -tenía que comportarse como un perfecto capullo, o no conseguiría quitársela de encima. La mirada herida de aquellos ojos azules le rompió el corazón.

– No, no necesito nada. Sólo quería… ya sabes, estar contigo. ¿Te importa?

¡Mierda! ¡Joder! No podía hacerlo.

– No, supongo que no -dijo, y sintió que acababa de tirar por la borda su plan.

– Hola, Alice. Hola, Justin -aquella señora llamada Kathleen se abrió paso, estrujándose entre la gente, para llegar hasta ellos. Justin no podía creer que recordara su nombre. La noche anterior, cuando se habían presentado, no estaba en muy buena forma-. Me alegra veros juntos, chicos -sonrió a Alice, y a Justin le pareció que Alice se sonrojaba. Luego, de pronto, Kathleen pareció entristecida, le apretó el hombro a Alice con el ceño casi fruncido y dijo-: Cuidaos el uno al otro, ¿de acuerdo? Pase lo que pase.

Entonces se fue, pero tomó el camino hacia la salida. Quizá tuviera que ir al aseo. Justin creía haberlos visto por allí.

– Es muy simpática. Anoche hablamos mucho -dijo Alice con su voz suave-. Me ayudó a comprender muchas cosas.

– ¿Qué clase de cosas? -preguntó él, pero volvía a escudriñar sus alrededores esperando un milagro.