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En aquella época, Newsweek y Time estaban trabajando en la historia del científico loco, pero ninguna de ellas tenía fotos; al menos, como las suyas. Tras vender aquellas fotografías por una bonita suma, se había dado el gustazo de pasar una semana en un yate con una camarera cuyo nombre no recordaba. Todavía se acordaba, sin embargo, de la linda rosa que llevaba tatuada en su prieto trasero. Hasta tenía una foto de ella en la pared de su cuarto oscuro; o, mejor dicho, una foto de su tatuaje.

Eso era en la época en que el sexo salvaje le proporcionaba una sensación de euforia y lo mantenía satisfecho durante algún tiempo. Pero no había nada que pudiera compararse con el subidón de esas últimas semanas.

Naturalmente, lo que de verdad le daría un subidón sería ver la cara que ponía el cabrón del reverendo cuando por fin recibiera la visita del FBI. Seguramente hasta Racine y su panda de trogloditas atarían cabos enseguida. Aunque, si los del FBI intentaban entrar en el preciado complejo de Everett, seguramente no quedaría mucho que investigar, Ben sabía que, si Everett se creía en peligro de ser arrestado, su ciego rebaño estaría dispuesto a cometer un suicidio colectivo, como durante el asalto a aquella casucha en el río Neponset.

Se había enterado de lo de las cápsulas de cianuro por un agente de la ATF que había estado allí. Un par de copas más y el tío seguramente se lo habría contado todo con pelos y señales. Pero lo de las cápsulas había sido suficiente. Además, durante los dos días que había pasado allí, había visto con sus propios ojos lo que ocurría en el complejo de Everett, aquel conjunto de barracones de cemento que parecía más una prisión que el país de Jauja que prometía el reverendo.

También había descubierto que Everett tenía explosivos suficiente para hacer un socavón de buen tamaño en los montes Apalaches. Lo más absurdo de todo era que Everett no almacenaba explosivos para cometer un atentado terrorista. Igual que el arsenal de la cabaña del bosque. Allí no había ninguna intrincada conspiración. No, en absoluto. Por el contrario, todo aquello era para su seguridad, para proteger su jodida fortaleza si alguien se atrevía a entrar y a llevarse a su rebaño. Sería una especie de cruce entre los refrescos venenosos de Jim Jones y la bomba fertilizante de Timothy McVeigh. Cuánta mierda tendrían que limpiar los del FBI. Y cuántas explicaciones tendrían que dar. Seguramente aquello haría que lo de Waco pareciera cosa de niños.

Eso, si el FBI conseguía superar las trampas de Everett. El muy cabrón tenía el bosque entero lleno de sorpresas tipo Viet-Cong. Ben no podía evitar preguntarse si su afición a fabricar granadas caseras y cócteles molotov era uno de los motivos por los que echaron a Everett del ejército. Pero para curarse en salud, el reverendo, siempre precavido, había rodeado el complejo de carteles que sin duda creía disuasorios. Cosas como «los supervivientes serán perseguidos» o «si sigue adelante, será únicamente bajo su responsabilidad».

Al ver las señales, Ben había resuelto entrar en el complejo haciéndose pasar por un alma perdida, en lugar de aventurarse en el bosque como un periodista audaz. Semanas antes de iniciar aquella patética farsa, se había embadurnado de barro como le había enseñado a hacer la tribu de las Tres Colinas de Mozambique, cubriéndose todo el cuerpo con una pasta cuya receta, para su propia sorpresa, recordaba aún. Ni siquiera los guardaespaldas de Everett -antiguos miembros de la Federación Mundial de Lucha Libre- le habían visto deslizarse por la alta hierba y confundirse con la corteza de los árboles. Había averiguado muchas cosas en aquella visita. Y, especialmente, que nadie podía entrar o salir sin que le volaran la cabeza o una pierna.

Ben miró su reloj de pulsera. Tenía tiempo de sobra. Por lo que había oído en el mitin de Washington el sábado por la noche, los chicos de Everett tardarían aún un par de horas en llegar. Decidió llamar al servicio de habitaciones. Tal vez incluso probar el baño de burbujas. Se divertiría, se daría la gran vida un rato, y luego volvería al tajo.

Capítulo 42

Edificio Federal John F Ke

Boston, Massachusetts

Gwen Patterson observaba cómo el agente Tully luchaba para sacar sus bolsas de viaje del maletero del taxi mientras el conductor permanecía tras él, dándole instrucciones, como había hecho al recogerlos en el aeropuerto de Boston, y señalaba con la retorcida mano derecha -su excusa para no levantar las maletas-. A Tully no parecía importarle. Se limitó a pedirle una factura mientras hurgaba en los bolsillos de su gabardina, sacaba un fajo de cosas y separaba unos billetes de dólar de algunos recibos arrugados y un par de servilletas de McDonald's.



Gwen esperó, aunque empezaba a perder la paciencia. Le daban ganas de abrir su bolso y pagar ella misma la carrera. Sería más rápido. Ya tenía bastante con perder dos días de trabajo para ofrecer sus servicios al FBI y a Kyle Cu

Echó mano de su maleta, pero Tully se la quitó.

– No, yo la llevo -dijo él, y se la puso bajo el brazo, se echó al hombro la correa del maletín de su ordenador portátil y agarró su mochila.

En lugar de ponerse a discutir con él, Gwen empezó a subir las escaleras y dejó que Tully la adelantara en el último trecho para que pudiera abrir la pesada puerta sin soltar las pesadas bolsas. Se preguntaba si Tully intentaba congraciarse con ella después de que Maggie comentara que tal vez no pudieran acabar aquel viaje sin echarse las manos al cuello cada dos por tres. Fuera cual fuese la razón de tanta caballerosidad, Tully se había mostrado sumamente amable desde que tomaron el vuelo hacia Boston.

Maggie le había asegurado una y otra vez que Tully era un buen tipo, un agente inteligente y honesto que quería hacer el bien. Siempre añadía que estaba sólo un poco verde, que había pasado gran parte de su corta carrera en el FBI tras una mesa, en Cleveland. Pero que su motivación y su instinto eran auténticos. Pese a todo, había algo en aquel agente tan alto y desgarbado que ponía frenética a Gwen.

Lo que sabía con toda certeza era que la cortesía de Tully, propia del Medio Oeste, la sacaba de quicio. Tal vez le parecía demasiado bueno para ser real. Demasiado honesto. Demasiado buen chico. Uno de esos tíos que nunca sobrepasan el límite de velocidad, ni beben una copa de más. Uno de esos que se desviven por abrirles la puerta a las mujeres, pero que no se acuerdan de guardar los billetes en la billetera, ni de lustrarse los zapatos. Tal vez por eso se empeñaba en meterse con él, en pincharle. Quizá quería desbaratar su apariencia de Boy Scout -siempre tranquilo, candoroso y educado-, desgarrarla un poco y ver qué había debajo. Descubrir de qué pasta estaba hecho. ¿La habrían convertido en una cínica tantos años ejerciendo de psicóloga?

– ¿Doctora Patterson?

Gwen y Tully se detuvieron y levantaron la mirada hacia el hombre que se inclinaba sobre el pasamanos del segundo piso. Al darse cuenta de que era, en efecto, la doctora Patterson, aquel hombre bajó las escaleras con atlético paso. Gwen comprendió enseguida, sin necesidad de presentaciones, que era Nick Morrelli, el hombre que conseguía que Maggie O'Dell se sonrojara con la sola mención de su nombre. Y ahora Gwen entendía por qué. Morrelli era más atractivo de lo que le había dicho Maggie. Alto, moreno y guapo, tenía el mentón firme y cuadrado, los ojos azules y cálidos y hoyuelos en las mejillas cuando sonreía.

– Usted debe de ser Nick Morrelli -dijo, y le tendió la mano cuando él llegó al pie de la escalera-. Soy Gwen Patterson.

– Y yo el agente R. J. Tully -Tully tuvo que recolocar las bolsas para dejar una mano libre, y estuvo a punto de tirar al suelo la maleta de Gwen.