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– ¡Ah, estupendo! Ya estás aquí -Racine apareció y levantó la cinta policial para que Maggie pasara por debajo.

Maggie notó el olor del cuerpo en cuanto entró en el túnel. Racine, que iba delante, sorteó cuidadosamente a dos técnicos del laboratorio de criminología. Uno de ellos se arrastraba por la rejilla con una linterna, un cepillo y bolsas de plástico, mientras el otro colocaba varios focos.

En la otra entrada, apoyada contra la fría pared de cemento, había sentada una mujer desnuda, gris y macilenta a la luz inclemente de un foco. Tenía muy abiertos los ojos, cuyas comisuras rebosaban ya cúmulos de blancas larvas. Su cabeza caía hacia un lado y dejaba al descubierto varias marcas de ligadura en el cuello. Su cara, sucia y manchada, estaba hinchada, y su boca tapada con cinta aislante. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo y las muñecas hacia arriba, como si mostrara los verdugones que le habían dejado las esposas. Maggie notó que tenía limpia la parte interior de los codos y que no había en sus brazos rastro alguno de pinchazos. No la habían atraído hasta allí con la promesa de una dosis. No había cajas de cartón, ni carrito de la compra, ni ninguna otra pertenencia personal, aparte de los andrajos, cuidadosamente doblados, amontonados a unos metros del cuerpo.

– ¿Qué opinas?

Maggie se dio cuenta de que Racine la miraba, expectante, mientras ella observaba la escena, teniendo cuidado de dónde pisaba.

– La postura del cuerpo parece muy similar.

– Es idéntica, joder -dijo Racine-. Aunque me parece que esta vez no encontraremos ningún carné metido en su garganta.

– Desde luego, no encaja con el perfil de víctima de nuestro hombre -dijo Maggie, y se agachó delante del cuerpo para mirarlo de cerca. Miraba directamente los ojos vacíos del cadáver. La mujer llevaba muerta más de treinta y seis horas; el rigor mortis había abandonado el cuerpo, dejándolo dúctil otra vez. Maggie lo comprobó levantándole suavemente una mano y dejándola caer otra vez.

– Hazme el favor de no tocar el fiambre -dijo Prashard desde la entrada, y se abrió paso pegado a la pared de cemento.

– Ya no está tiesa. Lleva muerta algún tiempo. ¿Cuánto tiempo crees que hace que murió? -preguntó Maggie sin levantarse.

– Unas cuarenta y ocho horas, pero no estoy seguro porque todavía no he podido tocar nada -lanzó una mirada a Racine, pero ella no le estaba prestando atención. Seguía observando a Maggie.

– Échale un vistazo a esto -dijo y, sacando una pequeña linterna, alumbró el suelo sucio del túnel.

Maggie se levantó y se acercó a ella. A unos dos metros y medio, frente al cuerpo, había lo que parecía una huella circular medio borrada, como si alguien hubiera intentado eliminarla.

– La firma de Tully -dijo Racine-. No sé qué coño es, pero no me digas que no es idéntica a la que encontramos en el monumento ayer por la mañana.

Maggie paseó de nuevo la mirada por el túnel. El escenario parecía demasiado similar; no podía ser una coincidencia.

– Si hace cuarenta y ocho horas, eso significa que murió el sábado por la noche. ¿Por qué iba a asesinar a la hija de un senador y luego a una indigente elegida al azar?

– Puede que, sencillamente, la cosa se le fuera de las manos -sugirió Racine.

– No. La preparación del escenario es demasiado meticulosa -Maggie miró a Prashard-. Wayne, ¿te importaría echarle un vistazo a la boca de la víctima?

– ¿Aquí?

– Sí. Sería de gran ayuda saber si le ha metido algo en la boca.



– No sé -Prashard se encogió de hombros y se rascó la cabeza como si Maggie le estuviera pidiendo que hiciera la autopsia allí mismo-. No es lo normal.

– Joder, Prashard -gritó Racine-. Hazlo de una puta vez.

Para sorpresa de Maggie, Prashard empezó a sacar de su bolsa unos guantes de látex y unas pinzas. Luego se colocó sobre el cuerpo y se dobló, muy rígido, por la cintura, en lugar de agacharse.

Maggie miró a Racine, quien no parecía ni contenta ni enfadada con el ayudante del forense. La detective se acercó, cruzó los brazos y esperó, apuntando con la linterna, lista para echar un vistazo. De pronto la luz de la luna entró en el túnel, justo por encima del arco, y alumbró la cara de la mujer, haciendo que sus ojos brillaran.

– Joder! -dijo Racine-. Qué acojone -miró a Maggie, y Maggie intentó recordar cuándo había habido luna llena, o si todavía no la había habido. ¿Significaría algo?

– ¿Qué estamos buscando exactamente? -preguntó Prashard, haciendo caso omiso de Racine y de la luz de la luna mientras seguía quitando la cinta adhesiva gris, centímetro a centímetro, con cuidado de no arrancar la piel. Maggie tomó una bolsa de pruebas del maletín de Prashard y la abrió para que guardara la cinta.

– Podría ser una cápsula -contestó Racine-. Mírale la parte interior de las mejillas.

– ¿Te refieres a una cápsula de veneno?

– Tú míralo, Prashard, ¡joder! -la detective parecía un poco nerviosa e impaciente.

Prashard abrió por fin la boca de la mujer, pero antes de que pudiera meter el dedo, salieron de ella unas monedas de cuarto de dólar.

– ¿Qué coño…? -Racine alumbró con la linterna de modo que, a pesar de que estaba inclinada sobre su hombro Maggie veía con toda claridad. La boca de la mujer parecía una negra y desvencijada máquina tragaperras, llena de relucientes monedas que salían disparadas como si acabara de dar el premio gordo.

Capítulo 41

MARTES, 26 de noviembre

Boston, Massachusetts

Desde su habitación esquinada en el Ritz-Carlton, Ben Garrison veía el Boston Common a un lado y el río Charles al otro. La lujosa suite era una recompensa largo tiempo esperada y, con suerte, un anticipo de las cosas que estaban aún por llegar. No es que fuera supersticioso, pero creía que la actitud era una poderosa herramienta. No había nada de malo en darse unos cuantos lujos de vez en cuando para fomentar esa actitud. Ello hacía más llevadera toda la mierda a la que tenía que enfrentarse -llamadas insultantes y cucarachas, por ejemplo-. Cosas sin importancia comparadas con lo que había visto otras veces.

Se acordaba de cuando, varios años antes, tuvo que vivir en una tienda para una sola persona, llena de goteras, en un apestoso almacén infestado de ratas de Kampala, Uganda. Tardó meses en aprender swahili y en ganarse la confianza de la gente del lugar. Pero valió la pena. En muy poco tiempo, consiguió suficientes fotografías explícitas para destapar la historia de un científico chiflado que atraía a indigentes de las calles de Kampala para poner en práctica sus experimentos.

Ben tenía todavía algunas de esas fotos clavadas en las paredes de su cuarto oscuro. Para alimentar a sus cinco hijos, una mujer había permitido que el presunto científico le extirpara los pechos, perfectamente sanos, dejándole una cicatriz que parecía como si el muy cabrón se los hubiera cortado con un machete. Un viejo había vendido su oreja derecha, mutilada sin remedio, por un cartón de cigarrillos.

Ben había elegido una película en blanco y negro de baja velocidad para resaltar las texturas y los detalles con luz natural oblicua. Al revelar los negativos, había usado un papel de alto contraste para acentuar el efecto dramático y que los negros fueran densos y sedosos y los blancos puros y luminosos. Gracias a su toque mágico, había logrado transformar en arte aquellas horrendas cicatrices.

Era un genio cuando se trataba de retratar el desaliento, aquel destello de desesperación que, si esperaba lo suficiente, siempre se revelaba en los ojos de sus modelos. Lo único que hacía falta era paciencia. Sí, era un maestro capturando en película fotográfica el espectro completo de las emociones, desde el terror a los celos, pasando por el miedo y la perversidad. A fin de cuentas, los ojos eran el espejo del alma, y Ben sabía que algún día podría plasmar en película la imagen del alma. Paciencia.