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– Lena… -dijo, inmovilizándole las muñecas.
Ella pensó que le dolería por la lesión anterior, pero estaba tan aterrada a causa de lo que podía haber pasado entre ellos que sólo sentía rabia.
Intentó liberarse, pero él la sujetó con facilidad. Aún llevaba la navaja en el bolsillo, pero sabía que no podía cogerla si no le soltaba las manos. Lena le dio una patada en la rodilla, y él se inclinó, dándole a Lena la oportunidad de golpearle en plena cara. Ethan retrocedió, con las manos en la nariz y la sangre chorreándole entre los dedos. Lena corrió al cuarto de baño y se encerró.
– Oh, Dios -susurró Lena-. Oh-Dios-oh-Dios-oh-Dios.
Le temblaban las manos al desabrocharse los tejanos. Se arañó la piel de las piernas al bajarse los pantalones para ver si la había lastimado. Se buscó magulladuras y cortes, y luego examinó las bragas buscando manchas delatoras, incluso las olió para ver si había rastro de que Ethan se le había acercado.
– ¿Lena? -preguntó él, llamando a la puerta.
Tenía la voz apagada, y Lena se dijo que ojalá le hubiese roto la nariz.
– ¡Vete! -le ordenó Lena, dando una patada a la puerta, y deseando poder darle una a él igual de fuerte y verle sangrar y quejarse de dolor.
Ethan golpeó de nuevo la puerta, tan fuerte que ésta tembló.
– ¡Lena, maldita sea!
– ¡Lárgate! -chilló ella, la garganta ronca y estridente. ¿Ethan le había puesto el pene en la boca? ¿Aún sentía su sabor?
– Lena, vamos -dijo él, moderando el tono-. Por favor, nena.
Ella sintió que se le revolvía el estómago, y corrió al retrete a vomitar, echando bilis por el suelo. Se puso de rodillas, con unas arcadas tan fuertes que sintió que se le contraían las tripas como si alguien le hubiera metido un puño dentro.
Cerró los ojos para no ver lo que había en la taza, respirando por la boca y procurando no sentir más náuseas.
El ruido de una puerta al abrirse le hizo levantar la vista, pero la del cuarto de baño seguía cerrada.
– Contra la pared -dijo una voz masculina. Reconoció la voz de Frank de inmediato.
– Que te jodan -le replicó Ethan de mala manera.
Enseguida oyó el familiar sonido de alguien impactando contra la pared. Se dijo que ojalá Frank le estuviera haciendo daño. Ojalá le machacara las liendres.
Lena se limpió la boca y escupió en la taza. Se sentó sobre los talones y se llevó una mano al estómago mientras escuchaba lo que sucedía al otro lado de la puerta. Tenía un dolor de cabeza espantoso, y el corazón acelerado.
– ¿Dónde está Lena? -preguntó Jeffrey alarmado.
– No está aquí, cabrón -dijo Ethan en un tono tan convincente que incluso ella le creyó-. ¿Dónde está tu puta orden para derribar esa puerta?
Lena se apoyó en el lavamanos y se puso de pie lentamente.
– ¿Dónde ha ido? -preguntó Jeffrey preocupado.
– Ha salido a tomar un café.
Lena se miró en el espejo que había sobre el tocador. Un hilo de sangre le caía de la nariz, pero no parecía rota. Tenía un morado bajo el ojo, y se acercó la mano. Pero se detuvo cuando los dedos estaban a pocos centímetros de la cara. Un vivo recuerdo de lo que había ocurrido esa noche atravesó su cerebro como una corriente eléctrica. Había tocado a Ethan con esa mano. La había llevado a la bragueta de él y le había acariciado ahí abajo mientras le miraba a los ojos, observando el efecto que eso le producía, disfrutando de lo que la noche anterior le había parecido poder y esta mañana resultaba vulgar y repugnante.
Lena abrió el grifo del agua caliente, agarrando la pastilla de jabón. Se enjabonó las manos y luego se puso espuma en la boca, intentando recordar si le había besado. Se frotó la lengua con las uñas, y le vino una arcada cuando se le metió jabón en la garganta. Lo había hecho porque estaba borracha. Como una cuba. ¿Qué otra cosa podía impulsarla a hacer algo tan estúpido? Jeffrey llamó suavemente a la puerta.
– ¿Lena?
Lena no contestó, y siguió frotándose las manos hasta que le quedaron moradas del calor y la fricción. La muñeca dolorida se le había hinchado hasta ser el doble de gruesa que la otra, pero el dolor no la molestaba, pues era algo que podía controlar. Con la uña enganchó una protuberancia irregular de una de sus cicatrices, y la sangre fue bienvenida. Hurgó en la abertura, intentando desgarrar la piel, deseando poder arrancársela.
– ¿Lena? -Jeffrey llamó más fuerte, inquieto-. ¿Lena? ¿Te encuentras bien?
– Déjala en paz -dijo Ethan.
– Lena -repitió Jeffrey, llamando más fuerte. Lena no sabía si estaba preocupado, enfadado, o las dos cosas-. Contéstame. Lena levantó la vista. El espejo resumía la historia de lo que Jeffrey vería: su vómito en el retrete, las manos ensangrentadas goteando en el lavamanos, Lena de pie, temblando de asco y odio hacia sí misma.
– Derriba la puerta -sugirió Frank.
Jeffrey le advirtió:
– Lena, o sales o entro yo.
– Un momento, por favor -exclamó Lena, como si él fuera su pareja y la esperara para salir a cenar.
Lena se sacó la navaja del bolsillo antes de volver a abrochárselos. Había una tablilla suelta en el fondo del botiquín, y metió el arma debajo antes de cerrar el grifo.
Tiró de la cadena del váter mientras hacía gárgaras de elixir bucal, escupiendo una parte y tragándose el resto con la esperanza de que su estómago lo aceptara. Se limpió la nariz con el dorso de la mano, y luego se la frotó en los pantalones. No había manera de abrocharse los puños de la camisa, pero sabía que las mangas ocultarían sus muñecas.
Cuando por fin salió del cuarto de baño, Jeffrey se disponía a derribar la puerta. Frank estaba detrás de Ethan, apretándole la cara contra la pared con tanta fuerza que la sangre de la nariz resbalaba por la pared. Lena se quedó en el umbral. Más allá de donde estaba Jeffrey, veía la zona que servía de salita y la pequeña cocina. Se dijo que ojalá hubiera alguna manera de hacer que todos se fueran a la otra habitación. A Lena ya le costaba mucho dormir por las noches sin tener que enfrentarse al recuerdo de esos hombres en su dormitorio.
Jeffrey y Frank se quedaron paralizados al verla, como si se tratara de una aparición y no de la mujer con la que habían trabajado todos los días durante la última década.
Sin pensarlo, Frank aflojó la presión sobre Ethan y murmuró:
– ¿Qué ha pasado?
Lena se cubrió la cicatriz sangrante de la mano y le dijo a Jeffrey:
– Más vale que tengas una orden.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Jeffrey.
– ¿Dónde está la orden?
– ¿Te ha hecho daño? -inquirió Jeffrey en voz baja.
Lena no contestó. Miraba el edredón limpio, se fijó en que apenas estaba arrugado. La tela era de un color burdeos oscuro, y cualquier mancha se hubiera notado a la legua. Respiró al saber que aquella noche no había pasado nada entre ella y Ethan. Como si lo que ella sabía que había ocurrido no fuera bastante. Lena cruzó los brazos y dijo:
– Salid todos de mi casa. Esto es allanamiento de morada.
– Hemos recibido una llamada -le contestó Jeffrey, y lo dijo como si hubiera venido dispuesto a echar la puerta abajo. Se acercó y miró las fotos que Lena tenía expuestas en el espejo del tocador-. Alboroto doméstico.
Lena sabía que eso era una bola. Su habitación quedaba al extremo del edificio, y su vecino más cercano era un profesor que estaba en un congreso. Aun cuando alguien hubiera telefoneado, Jeffrey no podía haber llegado tan deprisa. Probablemente él y Frank estaban cerca de la residencia y se había servido de la discusión entre Ethan y ella como excusa para derribar la puerta.
– Muy bien -dijo Jeffrey-. ¿Cuál es el problema?
– No sé de qué me hablas -contestó Lena, mirándole fijamente.
– Para empezar, tu ojo. ¿Te ha pegado? -preguntó Jeffrey.
– Me di contra el lavamanos cuando derribaste la puerta. -Se excusó con una irónica sonrisa-. El ruido me asustó.