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– ¿Cómo están tus padres? -preguntó Jeffrey.

– Furiosos -dijo Sara-. Furiosos conmigo. Contigo. No sé. Mamá apenas me habla.

– ¿Te ha dicho por qué?

– Sólo está preocupada -dijo Sara, pero a medida que permanecía más tiempo con sus padres crecía la opresión que sentía en el pecho.

Eddie seguía sin hablarle, pero no sabía si era porque la culpaba de lo ocurrido o porque no podía enfrentarse al hecho de que sus dos hijas atravesaran una crisis. Sara comenzaba a comprender lo difícil que era ser el sostén de todos los que te rodeaban cuando lo que querías hacer de verdad era dejar que te consolaran.

– Estarán bien en un par de días -la tranquilizó Jeffrey, poniéndole la mano en el hombro.

Le pasó el pulgar por el cuello, y ella sintió deseos de inclinarse en el asiento y apoyarle la cabeza en el pecho. Algo se lo impidió. A su pesar, volvió a acordarse de Lena en el hospital, magullada y apaleada, un reguero de sangre oscura brotándole entre las piernas, donde tenía aquel profundo desgarro. Lena era una persona menuda, pero su actitud chulesca la hacía crecerse muchos centímetros. Echada en la camilla del hospital, las manos y los pies sangrando a través de los vendajes que el personal de la ambulancia le había puesto apresuradamente, parecía una niña y no una mujer adulta. Sara nunca había visto a nadie tan destrozado.

De pronto, Sara notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Miró por la ventanilla, pues no quería que Jeffrey la viera llorar. Él aún le acariciaba el cuello, pero por alguna razón su tacto no la consolaba.

– Voy a intentar dormir un poco -dijo Sara.

Se inclinó contra la portezuela y se apartó de él.

El Centro Médico Heartsdale no era tan imponente como daba a entender el nombre. Contaba con dos plantas, y el depósito de cadáveres estaba en el sótano. No era más que una clínica con pretensiones para la facultad de medicina, situada al otro lado de la calle Mayor. Jeffrey condujo el coche hasta el aparcamiento principal, delante de urgencias, pasando de largo la entrada lateral que utilizaba Sara, quien esperó paciente a que entrara marcha atrás en una de las plazas.

Aparcó, pero dejó el motor en marcha.

– Tengo que consultarle una cosa a Frank -dijo, sacando el móvil-. ¿Te importa empezar sin mí?

– No -contestó Sara, y se sintió aliviada de estar unos minutos asolas.

No obstante, le sonrió a Jeffrey antes de salir del auto. Hacía más de diez años que la conocía, y Sara se dio cuenta de que sabía que algo le preocupaba. A Jeffrey no le gustaba dejar nada sin resolver. A lo mejor estaba enfadado con ella por lo ocurrido en el aparcamiento del Grady.

Sara no había conseguido pegar ojo en todo el viaje. Se había encontrado atrapada en el limbo entre la vigilia y el sueño, y en su mente no dejaban de repetirse las imágenes del día anterior. Cuando conseguía echar una cabezada, soñaba con Lena en el hospital, el año pasado. En uno de esos giros que sólo ocurren en los sueños, Sara y Lena habían intercambiado sus lugares, de modo que era Sara la que estaba en la mesa de observación, los pies en los estribos, el cuerpo desnudo, mientras Lena tomaba muestras vaginales y peinaba el vello púbico de Sara en busca de sustancias ajenas. Cuando la luz negra parpadeó para iluminar el semen y otros fluidos corporales, la mitad inferior de Sara se iluminó como si la incendiaran.

Sara se frotó las manos mientras cruzaba el aparcamiento, aunque no hacía frío. Levantó los ojos al cielo, oscuro y siniestro. Susurró: «Se avecina una tormenta», una frase que su abuela Earnshaw utilizaba cuando era pequeña. Sara sonrió y su tensión se relajó al imaginarse a su abuela de pie en la puerta de la cocina, las manos juntas en el pecho, con gesto preocupado, observando la inminente tormenta y diciendo a los niños que se aseguraran de coger una vela antes de acostarse.

En la sala de urgencias, Sara saludó a la enfermera de noche y a Matt DeAndrea, que sustituía a Hare mientras éste supuestamente estaba de vacaciones. Sara no se alegraba tanto de no tener a su primo cerca desde el verano en que entró en la pubertad.

– ¿Cómo están tu madre y los demás? -preguntó Matt, saludándole como si nada hubiera pasado.

De pronto pareció darse cuenta de que había metido la pata, y palideció.



– Bien -dijo Sara, con una sonrisa forzada-. Están todos bien. Gracias por preguntar.

Después de eso, nadie dijo nada más, y Sara se fue pasillo abajo hacia las escaleras que conducían al depósito.

Sara nunca había comparado el depósito de cadáveres con el Hospital Grady, pero tras haber pasado tantos años en Atlanta, los parecidos eran muy obvios. El centro médico había sido reformado hacía pocos años, pero el depósito estaba casi igual que cuando construyeron el edificio, en los años treinta. Unos azulejos azul claro cubrían las paredes, y los suelos eran de una mezcla de linóleos cuadrados de color verde y tostado. En el techo había rastros de humedad, y los trozos blancos, que correspondían a zonas de reciente reparación, contrastaban con el viejo yeso agrisado. El ruido de fondo del compresor situado sobre el congelador y el sistema de aire acondicionado producía un murmullo continuo, algo que Sara sólo notaba cuando llevaba mucho tiempo sin aparecer por allí.

Carlos estaba de pie junto a la mesa de porcelana que, atornillada al suelo, quedaba en el centro de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Era un tipo simpático, moreno y con aspecto de hispano, y un fuerte acento al que Sara había tardado en acostumbrarse. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, farfullaba. Carlos hacía el trabajo sucio, en sentido literal y figurado, y estaba muy bien pagado, aunque Sara tenía la sensación de saber poco de él. En los muchos años que llevaba trabajando allí, Carlos nunca contaba nada de su vida ni se quejaba del trabajo. Incluso cuando no había nada que hacer, siempre encontraba alguna faena, barrer el suelo o limpiar el congelador. Se quedó sorprendida al verle allí de pie, sin hacer nada, cuando entró en el depósito. Parecía estar esperándola.

– ¿Carlos? -preguntó Sara.

– No vuelvo a trabajar para el señor Brock -dijo.

Quiso que su tono le diera a entender a Sara que no pensaba ceder.

Sara se quedó de una pieza, tanto por la longitud de la frase como por la vehemencia con que la expresó.

Sara le preguntó con cautela:

– ¿Por alguna razón en concreto?

Carlos seguía mirándola fijamente.

– Es un hombre muy raro, y no diré nada más.

Sara sintió una oleada de alivio. Se dio cuenta de que la había asustado la perspectiva de que dimitiera.

– Muy bien, Carlos -dijo Sara-. Siento que te hayas enfadado.

– No estoy enfadado -repuso, pero era evidente que lo estaba.

– Muy bien.

Sara asintió, esperando que Carlos no tuviera nada más que decir.

Lo cierto es que ella siempre había defendido a Dan Brock, desde el primer día en la escuela elemental, cuando Chuck Gaines le hizo caer de un empujón de la torre de barras -de la zona de juegos, en un arrebato de furia que sólo se le consiente a un niño de ocho años (en la guardería, Chuck repitió un año). Más que raro, Brock necesitaba cariño, un rasgo que no favorecía su integración en el ambiente de la escuela, que funcionaba según el principio de la supervivencia de los más fuertes. Gracias a Cathy y a Eddie, Sara jamás necesitó la aprobación de sus compañeros, por lo que poco le importó vivir en ese limbo situado entre los alumnos más populares y los que eran metódicamente hostigados y torturados. Siempre se la había considerado la más lista de la clase, y entre su estatura, el cabello rojo y el coeficiente intelectual, intimidaba un poco a la gente. Brock, por otro lado, había sufrido hasta bien avanzado el bachillerato, que es el tiempo que tardaron los matones en comprender que, por muy mal que se portaran con él, Brock jamás les respondería con hostilidad.