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– Bien, dadas las circunstancias. Jeffrey hizo una pausa-. La madre se derrumbó en el coche. Algo pasa entre ella y Lena. Pero no sé lo que es.

– ¿Como qué? -preguntó Sara, aunque Lena Adams era la última persona en el mundo que le importaba en ese momento.

– No lo sé -dijo él, y no era para sorprenderse. Sara le oyó tamborilear los dedos-. Rosen perdió el control en el coche. Simplemente lo perdió. -Dejó de tamborilear-. Su marido me llamó cuando se enteró. Lo trajeron directamente de la estación. -Hizo una pausa-. Los dos están destrozados. Estas cosas pueden ser muy duras. La gente suele…

– Jeffrey -le interrumpió Sara-. Te necesito… -De nuevo sintió un nudo en la garganta, como si las palabras la asfixiaran-. Te necesito aquí.

– Lo sé -dijo él en un tono de resignación-. No creo que pueda venir.

Sara se secó los ojos con el dorso de la mano. Uno de los médicos que pasaban levantó la vista hacia ella, pero enseguida la bajó hacia el gráfico que llevaba en las manos. Sintiéndose estúpida y observada por todo el mundo, intentó resistir las emociones que pugnaban por aflorar.

– Claro, lo entiendo -dijo por fin.

– No, Sara.

– Será mejor que cuelgue. Estoy hablando desde el mostrador de enfermería. Un tipo se ha pasado una hora al teléfono en la sala de espera. -Se rió, sólo para relajarse-. Hablaba en ruso, pero creo que era un traficante de drogas y estaba cerrando algún negocio.

– Sara -la interrumpió Jeffrey-, se trata de tu padre. Me ha pedido… me ha ordenado que no viniera.

– ¿Qué? -Sara pronunció la palabra tan fuerte que varias personas levantaron la vista de su trabajo.

– Estaba alterado. No lo sé. Me dijo que no fuera al hospital, que era un asunto familiar.

Sara bajó la voz.

– Él no tiene derecho a decidir…

– Sara, escúchame -dijo Jeffrey, con más serenidad en la voz de la que ella sentía-. Es tu padre. Tengo que respetar su decisión. -Hizo una pausa-. Y no es sólo tu padre. Cathy dijo lo mismo.

Se sintió idiota por repetirse, pero todo lo que consiguió articular fue:

– ¿Qué?

– Tienen razón -dijo Jeffrey-. Tessa no debería haber estado allí. No debería haberle permitido que…

– Soy yo quien la llevó a la escena del crimen -le recordó Sara, y la culpa que había experimentado en las últimas horas volvió a agitarse en su interior.

– Ahora están muy afectados. Y es comprensible. Jeffrey hizo una pausa, como si pensara cómo expresarse-. Necesitan tiempo.

– ¿Tiempo para ver qué pasa? -le preguntó-. Si Tessa se recupera, entonces te invitaremos a comer el domingo, y si no… -No pudo acabar la frase.

– Están enfadados. Así es como se sienten las personas cuando pasa algo semejante. Se sienten desamparados, y se enfadan con el primero que tienen cerca.

– Yo también estaba cerca -le recordó Sara.

– Sí, bueno…

Por un momento, Sara se sintió demasiado consternada para hablar. Al final preguntó:

– ¿Están enfadados conmigo?

Aunque sabía que tenían muchos motivos para estarlo. Sara era responsable de Tessa. Siempre lo había sido.

– Necesitan tiempo, Sara -dijo Jeffrey-. Tengo que dárselo. No voy a disgustarlos más.

Sara asintió, aunque él no pudo verlo.

– Quiero verte. Quiero estar ahí por ti y por Tessa.

Sara podía oír el dolor de la voz de Jeffrey, y sabía lo difícil que era todo eso para él. Sin embargo; no podía evitar sentirse traicionada por su ausencia. Era típico de Jeffrey no estar nunca cuando más lo necesitaba. Ahora estaba haciendo lo correcto, lo respetuoso, pero Sara no se sentía de humor para gestos nobles.

– ¿Sara?

– Muy bien -dijo ella-. Tienes razón.

– Me pasaré por casa y daré de comer a los perros, ¿entendido? Cuidaré de la casa. -Hizo otra pausa-. Cathy dijo que se pasarían por tu casa y te traerían algo de ropa.

– No necesito ropa -le dijo Sara, sintiendo que sus emociones volvían a encenderse. Sólo pudo susurrar-: Te necesito.

– Lo sé, nena -dijo él con suavidad.



Sara sintió de nuevo la amenaza de las lágrimas. Todavía no se había permitido llorar. No había tenido tiempo cuando Tessa estaba en el helicóptero, y la sala de urgencia y la de espera -incluso el cuarto de baño, donde Sara había entrado para ponerse unos pantalones y una blusa de hospital que una de las enfermeras le había encontrado- estaban demasiado abarrotadas para que encontrara un momento de intimidad en el que poder entregarse al dolor que sentía.

La enfermera escogió ese momento para interrumpirla.

– ¿Señora Linton? -le dijo-. De verdad que necesitamos el teléfono.

– Lo siento -le dijo Sara. Y a Jeffrey-: Tengo que colgar.

– ¿Puedes llamarme desde otro teléfono?

– No puedo irme muy lejos -dijo Sara, observando a una pareja de ancianos que recorrían el pasillo.

El hombre iba un poco encorvado, y la mujer le sostenía por los brazos mientras avanzaban arrastrando los pies, leyendo los carteles de las puertas.

– Hay un McDonald's al otro lado de la calle, ¿verdad? -preguntó Jeffrey-. Cerca del aparcamiento de la universidad.

– No lo sé -respondió Sara, porque hacía años que no estaba en esa zona de Atlanta-. ¿Hay uno?

– Creo que sí -dijo Jeffrey-. Mañana a las seis de la mañana estaré ahí, ¿entendido?

– No -dijo ella, observando a la pareja de ancianos al acercarse-. Cuida de los perros.

– ¿Estás segura?

Sara siguió mirando a la pareja. Con un sobresalto, Sara se dio cuenta de que no había reconocido a sus padres.

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.

– Te llamaré luego -dijo Sara-. Están aquí. Tengo que irme.

Sara se inclinó sobre el mostrador para colgar el teléfono, sintiéndose desorientada y asustada. Fue pasillo abajo, los brazos apretados contra el estómago, a la espera de que sus padres volvieran a recuperar su aspecto habitual. Con sobrecogedora claridad, comprendió lo viejos que eran. Como casi todos los niños que se hacen mayores, Sara siempre había imaginado que su padre y su madre nunca sobrepasarían cierta edad y, sin embargo, ahí estaban, tan mayores y frágiles que se preguntó cómo conseguían caminar.

– ¿Mamá? -dijo Sara.

Cathy no extendió los brazos hacia ella, como Sara había pensado que haría, como había querido que hiciera. Había pasado un brazo por la cintura de Eddie, como si necesitara un sostén. El otro lo mantenía a un costado.

– ¿Dónde está?

– Sigue en el quirófano -le dijo Sara, deseando acercarse a ella, pero sabiendo por la expresión de su madre que no debía hacerlo-. Mamá…

– ¿Qué ha pasado?

Sara sintió una bola en la garganta, y se dijo que no reconocía la voz de su madre. Había algo impenetrable en ella, y su boca era una línea fría y recta. Sara los llevó a un lado del concurrido pasillo para poder hablar. Todo resultaba tan formal que era como si acabaran de conocerse.

– Quiso acompañarme a… -comenzó Sara.

– Y tú la dejaste -dijo Eddie, y la acusación que latía en sus palabras la hirió en lo más hondo-. En el nombre de Dios, ¿por qué la dejaste ir?

Sara se mordió el labio para no hablar.

– No pensé…

Eddie la cortó en seco.

– No, no pensaste.

– Eddie -dijo Cathy, no para regañarlo, sino para indicarle que no era el momento.

Sara calló por un momento, deseando no alterarse más de lo que ya lo estaba.

– Ahora está en el quirófano. Creo que aún tiene para un par de horas.

Se volvieron cuando se abrieron las puertas de la sala de cirugía; se trataba de una enfermera que probablemente se tomaba un descanso.

Sara prosiguió.

– La han apuñalado en el vientre y en el pecho. También tiene un rasguño en la cabeza.

Sara se llevó una mano a la cabeza, mostrándoles el lugar en el que Tessa se había golpeado con la roca. Hizo una pausa, pensando en la herida, sintiendo cómo la invadía el mismo pánico. Se preguntó, y no por primera vez, si no sería todo un terrible sueño. Y como para sacarla de él, volvieron a abrirse las puertas de cirugía y salió un celador que empujaba una silla de ruedas vacía.