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– Soñé con un caballo. Yo lo montaba.

Mamá aplaudió, besó a Alice y le dio un buñuelo dulce extra.

Después de esto Alice siempre tuvo un sueño para contarle a Mamá.

Una vez Leisha dijo:

– Yo también tuve un sueño.

Soñé que la luz entraba por la ventana y me envolvía toda como una sábana, y entonces me besó en los ojos.

Mamá dejó su taza tan bruscamente que el café se volcó.

– No me mientas, Leisha. No tuviste un sueño.

– Sí que lo tuve -dijo Leisha.

– Sólo los niños que duermen pueden tener sueños. No me mientas, no tuviste un sueño.

– ¡Sí, lo tuve, lo tuve!

– gritó Leisha. Casi podía verlo: la luz fluyendo por la ventana y envolviéndola como una sábana dorada.

– ¡No toleraré una niña mentirosa!, ¿me oyes, Leisha? ¡No lo toleraré!

– ¡Tú eres mentirosa! -gritó Leisha, sabiendo que no era verdad lo que decía, odiándose por ello pero odiando a Mamá mucho más y eso también estaba mal, y allí estaba Alice, dura y como congelada; Alice estaba espantada y todo por culpa de Leisha.

Mamá dio un grito agudo:

– ¡Nana, Nana! ¡Lleve inmediatamente a Leisha a su habitación! ¡No puede sentarse con gente civilizada si no es capaz de dejar de decir mentiras!

Leisha comenzó a llorar. La Nana la llevó a su habitación.

Ni siquiera había tomado el desayuno, pero eso no le importaba; mientras lloraba lo único que veía eran los ojos azorados de Alice, con sus quebrados reflejos de luz.

Pero Leisha no lloró mucho tiempo. La Nana le leyó una historia, y luego jugó con ella al Salto de Datos, y luego subió Alice y la Nana las llevó a las dos a Chicago, al Zoo, donde había maravillosos animales que ver, animales que Leisha ni soñaba… ni tampoco Alice. Y para cuando volvieron Mamá ya se había ido a su habitación y Leisha sabía que estaría allí con los vasos que olían raro, y que no tendría que verla por el resto del día.

Pero esa noche fue a la habitación de su madre.

– Debo ir al baño -le dijo a Mademoiselle. Mademoiselle le preguntó:

– ¿Necesitas ayuda? -tal vez porque Alice aún necesitaba ayuda en el baño. Pero Leisha no, y agradeció. Luego se sentó un minuto en el toilet aunque no viniera nada, para que no fuera mentira lo que dijo.

Leisha recorrió el vestíbulo en puntas de pie. Primero fue a la habitación de Alice. Brillaba una lucecita en la pared, cerca de la "cuna". En la habitación de Leisha no había cuna. Miró a su hermana por entre los barrotes. Alice yacía de costado, con los ojos cerrados. Sus párpados se movían rápidamente, como cortinas agitadas por el viento. Su mandíbula y su cuello pendían flojamente.

Leisha cerró con cuidado la puerta y fue a la habitación de sus padres.

Ellos no "dormían" en una cuna sino en una enorme "cama", con bastante lugar entre ellos como para más gente. Los párpados de Mamá no se movían; reposaba de espaldas haciendo un ruido jrr-jrr con la nariz. Se le sentía fuerte el olor raro.

Leisha retrocedió y fue de puntillas hacia Papá. Se veía como Alice, sólo que su mandíbula y su cuello estaban aún más flojos, con pliegues de piel colgando como el toldo que se había caído en el patio trasero. A Leisha le dolía verlo así. Entonces lo ojos de Papá se abrieron tan rápidamente que Leisha gritó.

Papá se deslizó de la cama y la levantó, echando una rápida mirada a Mamá. Pero ella no se movió. Papá sólo tenía puestos los calzoncillos. La llevó al vestíbulo, donde apareció corriendo Mademoiselle, diciendo:

– ¡Oh, señor! Lo siento, ella dijo que iba al baño…

– Está bien -dijo Papá-, la llevaré conmigo.

– ¡No! -gritó Leisha, porque Papá estaba en calzoncillos, y la habitación tenía ese olor raro de Mamá. Pero Papá la llevó al invernadero, la sentó en un banco, se envolvió en un trozo de plástico verde que se usaba para cubrir plantas y se sentó junto a ella.

– Ahora, ¿qué pasó Leisha?

¿Qué estabas haciendo?

Leisha no contestó.

– Estabas mirando dormir a la gente, ¿verdad? -dijo Papá, y como su voz era más suave Leisha murmuró: "Sí". Inmediatamente se sintió mejor; hacía bien no mentir.

– Estabas mirando dormir a la gente porque tú no duermes y sentías curiosidad, ¿no? Como George el Curioso en tu libro.

– Sí -dijo Leisha-. ¡Yo pensé que me habías dicho que de noche hacías plata en tu estudio!

Papá sonrió.

– No toda la noche. Parte.

Pero después duermo, aunque no mucho -subió a Leisha a su regazo-. Yo no necesito dormir mucho, de modo que hago de noche más que la mayor parte de la gente. Distintas personas necesitan distinta cantidad de sueño. Y unos pocos, muy pocos, son como tú. No necesitas dormir nada.

– ¿Por qué no?

– Porque eres especial. Mejor que otra gente. Antes de que nacieras hice que unos doctores me ayudaran a hacerte así.

– ¿Por qué?

– Para que puedas hacer lo que quieras y manifiestes tu personalidad.

Leisha se retorció en sus brazos para mirarlo interrogante; no entendía sus palabras.

Papá se estiró y tocó una flor solitaria que crecía en un árbol alto de maceta. La flor tenía unos gruesos pétalos, como la crema que él ponía al café, y el centro era rosa pálido.

– Mira, Leisha… este árbol hizo esta flor. Porque puede.

Sólo este árbol puede hacer este tipo de flor maravillosa. Esa planta que cuelga allí no puede, ni tampoco aquellas. Sólo este árbol. Por lo tanto, la cosa más importante en el mundo para este árbol es producir esta flor. La flor es la individualidad del árbol -es decir, él mismo y no otra cosa- puesta de manifiesto. Nada más importa.

– No entiendo, Papá.

– Algún día lo entenderás.

– Pero yo quiero entender ahora -dijo Leisha, y Papá rió, encantado, y la abrazó. El abrazo le hizo bien, pero aún quería entender.

– Cuando haces plata, ¿esa es tu indivi… eso?

– Sí -dijo alegremente Papá.

– Entonces, ¿nadie más puede hacer plata, como sólo ese árbol puede hacer esa flor?

– Nadie más puede hacerla de la forma en que yo lo hago.

– ¿Y qué haces con la plata?