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Susan contestó, deliberadamente:
– Ni el feto genéticamente alterado puede perjudicar al concebido naturalmente.
Él sonrió. Su voz era baja y ansiosa:
– Y tú piensas que eso debería preocuparme en igual medida.
Pero no es así. ¿Y por qué debería disimular lo que siento, especialmente contigo?
Susan abrió la puerta del auto. No estaba preparada para esto, o había cambiado de idea, o algo. Pero entonces Camden se inclinó a cerrar la puerta del auto, sin trazas de flirteo ni de intenciones de congraciarse:
– Mejor que encargue otro corralito.
– Sí.
– Y un segundo cochecito.
– Sí.
– Pero no otra niñera nocturna.
– Eso queda de tu cuenta.
– Y de la tuya.
Se inclinó, abruptamente, y la besó; un beso tan cortés y respetuoso que chocó a Susan.
Una actitud conquistadora o anhelante no le hubiera chocado; esto sí. Camden no le dio oportunidad de reaccionar; cerró la puerta del auto y se volvió a la casa. Susan manejó hacia la salida, con las manos temblorosas en el volante hasta que la diversión reemplazó a la sorpresa: había sido un beso deliberadamente distante, respetuoso, un enigma preparado. Y nada podía garantizar mejor que debería haber sido de otro modo.
Se preguntó qué nombre pondría Camden a sus hijas.
El Doctor Ong recorrió el corredor del hospital, sumergido en una media luz. De la guardia de Maternidad salió una enfermera dispuesta a detenerlo -era medianoche, había pasado la hora de visitas-, lo reconoció y volvió a su sitio. A la vuelta estaba la ventana de observación de la nursery. Para sorpresa de Ong, Susan Melling estaba parada contra el vidrio. Para más sorpresa de su parte, estaba llorando.
Ong se dio cuenta de que nunca le había gustado esa mujer; y tal vez ninguna otra. Aún las dotadas de mentes superiores parecían no poder evitar volverse tontas por sus emociones.
– Mire -dijo Susan con una risita y tapándose un poco la cara-. Mire, Doctor.
Tras el cristal, Roger Camden, con bata y mascarilla, sostenía un bebé con camisita blanca y sabanita rosa. Los ojos azules de Camden -teatralmente azules, realmente un hombre no debería tener ojos tan llamativos- relucían. El bebé tenía la cabeza cubierta de una pelusa rubia, grandes ojos y piel rosada. Los ojos de Camden, por sobre la mascarilla, proclamaban que ningún bebé había tenido nunca tales atributos.
– ¿Un nacimiento sin complicaciones? -preguntó Ong.
– Sí -Susan sollozó-. Todo en orden. Elizabeth está bien, duerme. ¿No es hermosa? Tiene el espíritu más audaz que he conocido. -Se secó la nariz en la manga; Ong notó que estaba bebida-. ¿Le dije que una vez estuve comprometida? Hace quince años, en la facultad de medicina. Rompí porque empezó a resultar tan aburrido, tan vulgar.
¡Oh, Dios!, no debería estar contándole todo esto, lo siento.
Ong se alejó. Tras el cristal, Roger Camden dejó al bebé en una cunita de ruedas. La placa decía NIÑA CAMDEN, 1.9.5 LIBRAS. Una enfermera nocturna miraba, indulgente.
Ong no se quedó para ver a Camden salir de la nursery o para escuchar lo que Susan Melling le decía, fuera lo que fuera. Ong fue a preparar la factura. Bajo las presentes circunstancias, el informe de Melling no era confiable. Una oportunidad perfecta, sin antecedentes, para registrar en detalle una alteración genética con un control no alterado, y Melling estaba más interesada en sus propias melosas emociones.
Obviamente, Ong tendría que hacer él mismo el informe, después de arreglar la cuenta. Estaba ávido de detalles, y no sólo sobre el bebé de rosadas mejillas que había alzado Camden. Quería saberlo todo sobre el nacimiento del bebé de la otra cuna: NIÑA CAMDEN, 2.5.1 LIBRAS. La beba de cabello oscuro y rostro con manchas rojizas, que yacía bajo su sabanita rosada, dormida.
II
El primer recuerdo de Leisha eran unas líneas flotantes que en realidad no existían. Lo sabía porque cuando extendía el puño para tocarlas no había nada. Después se dio cuenta de que las líneas flotantes eran luz: la luz del sol colándose en franjas por las cortinas de su habitación, por entre las persianas de madera del comedor, por el enrejado del invernadero.
El día en que descubrió que el flujo dorado era luz se rió en voz alta, con la alegría del descubrimiento, y Papá se volvió desde donde ponía flores en macetas y le sonrió.
Toda la casa estaba llena de luz. La luz desbordaba el lago, recorría los altos cielos rasos blancos, formaba charcos en los brillantes pisos de madera. Ella y Alice se movían siempre entre la luz, y a veces Leisha se detenía y echaba hacia atrás la cabeza para que le corriera por la cara. Podía sentirla, como si fuera agua.
La mejor luz, por supuesto, era la del invernadero. Allí le gustaba estar a Papá cuando volvía a casa de hacer dinero. Papá plantaba y regaba, tarareando, y Leisha y Alice corrían entre los tablones de flores, con sus maravillosos olores de tierra, pasando del lado oscuro del invernadero, donde crecían las grandes flores púrpura, al soleado, con su despliegue de flores amarillas, yendo y viniendo, entrando y saliendo de la luz.
– ¡Prosperan! -le decía Papá-, todas las flores cumpliendo sus promesas. ¡Alice, ten cuidado! Casi volteas esa orquídea. -Alice, obediente, dejaba de correr por un rato. Papá nunca le decía a Leisha que no corriera.
Un rato después se iría la luz. Alice y Leisha tomarían su baño, y luego Alice se pondría apática o irritable. No jugaría con Leisha, aún cuando le dejara elegir el juego o tener todas las mejores muñecas. La Nana llevaría a Alice a "la cama" y Leisha charlaría un poco más con Papá, hasta que le dijera que tenía que ir a su estudio con los papeles que hacían dinero.
Leisha siempre sentía cierto pesar cuando él tenía que irse, pero nunca duraba mucho porque llegaba Mademoiselle y comenzaban las lecciones, que le gustaban. ¡Era tan interesante aprender cosas! Ya podía cantar veinte canciones y escribir todas las letras del alfabeto y contar hasta cincuenta. Y para cuando terminaran las lecciones, volvería la luz y sería el momento del desayuno.
El desayuno era el único momento que no le gustaba a Leisha. Papá se había marchado a la oficina, y Leisha y Alice tomaban el desayuno con Mamá en el gran comedor. Mamá llevaba su bata, que gustaba a Leisha, y no olía raro ni hablaba raro como después durante el día, pero igual el desayuno no era divertido. Mamá siempre empezaba con La Pregunta.
– Alice, querida, ¿cómo dormiste?
– Bien, Mamá.
– ¿Tuviste lindos sueños?
Por mucho tiempo Alice dijo que no. Luego un día dijo: