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De repente, el cochero se detuvo con un movimiento brusco al comienzo de una callejuela en sombras. Sobre los bajos tejados, erizados de chimeneas, se alzaban las negras arboladuras de los barcos. Espirales de niebla blanca se aferraban a las vergas como velas fantasmales.
– Está en algún sitio por estos alrededores, ¿no es cierto, señor? -preguntó el cochero con voz ronca a través de la trampilla.
Dorian, sobresaltado, miró a su alrededor.
– Déjeme aquí -respondió y, después de apearse precipitadamente y de entregar el dinero prometido, se alejó a toda prisa en dirección al muelle. Aquí y allá una linterna brillaba en la proa de algún gigantesco barco mercante. La luz temblaba y se descomponía en los charcos. De un vapor a punto de partir que avivaba el fuego para aumentar la presión de la caldera salía un resplandor rojo. El suelo resbaladizo parecía un impermeable húmedo.
Dorian Gray apresuró el paso hacia la izquierda, volviendo la cabeza de cuando en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Siete u ocho minutos después llegó a una casita destartalada, encajonada entre dos lúgubres fábricas. En una de las ventanas del piso superior brillaba una luz. Se detuvo ante la puerta y llamó de una manera peculiar.
Al cabo de algún tiempo oyó pasos en el corredor y luego el deslizarse de un cerrojo. La puerta se abrió sin ruido y Dorian Gray entró sin decir una sola palabra a la deforme criatura rechoncha que se aplastó contra la pared en sombra para darle paso. Al final del vestíbulo colgaba una andrajosa cortina verde, agitada y estremecida por el golpe de viento que siguió a Dorian Gray desde la calle. Apartándola, penetró en una habitación alargada y de techo bajo que daba la impresión de haber sido en otro tiempo una sala de baile de tercera categoría. Sobre las paredes ardían, sibilantes, mecheros de gas, cuya imagen, apagada y deforme, reproducían otros tantos espejos, negros de manchas de moscas. Los reflectores grasientos de estaño ondulado, colocados detrás, los convertían en temblorosos discos de luz. El suelo estaba cubierto de serrín ocre, que, a fuerza de pisarlo, se había transformado en barro, manchado, además, por oscuros redondeles de bebidas derramadas. Algunos malayos, acurrucados junto a una pequeña estufa de carbón de leña, jugaban con fichas de hueso y enseñaban unos dientes muy blancos al hablar. En un rincón, la cabeza escondida entre los brazos, un marinero se había derrumbado sobre una mesa, y junto al bar chillonamente pintado, que ocupaba uno de los laterales de la habitación, dos mujeres ojerosas se burlaban de un anciano que se sacudía las mangas de la chaqueta con expresión de repugnancia.
– Cree que le atacan hormigas rojas -rió una de ellas cuando Dorian Gray pasó a su lado.
El anciano la miró aterrorizado y empezó a gemir.
Al fondo de la habitación, una escalerita conducía a una habitación oscura. Mientras Dorian se apresuraba a ascender los tres desvencijados escalones, el denso olor del opio le asaltó. Respiró hondo y las aletas de la nariz se le estremecieron de placer. Al entrar, un joven de lisos cabellos rubios que, inclinado sobre una lámpara, encendía una larga pipa muy fina, miró en su dirección y le saludó, titubeante, con una inclinación de cabeza.
– ¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian.
– ¿Dónde quieres que esté? -respondió el otro apáticamente-. Todos mis amigos me han retirado el saludo. -Creía que habías dejado Inglaterra.
– Darlington no hará nada contra mí. Mi hermano acabó por pagar la deuda. George tampoco me dirige la palabra… Me tiene sin cuidado -añadió con un suspiro-. Mientras esto no falte no se necesitan amigos. Creo que tenía demasiados.
El rostro de Dorian Gray se crispó un instante; luego contempló las grotescas figuras que yacían sobre los mugrientos colchones en extrañas posturas. Los miembros contorsionados, las bocas abiertas, las miradas perdidas y los ojos vidriosos le fascinaban. Sabía en qué extraños paraísos se dedicaban al sufrimiento y qué tristes infiernos les enseñaban el secreto de alguna nueva alegría. Eran más afortunados que él, prisionero de sus pensamientos. La memoria, como una horrible enfermedad, le devoraba el alma. De cuando en cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward que lo miraban. Comprendió, sin embargo, que no podía quedarse allí. La presencia de Adrian Singleton le perturbaba. Quería estar en un lugar donde nadie supiera quién era. Quería huir de sí mismo.
– Me voy al otro sitio -dijo, después de una pausa.
– ¿En el muelle?
– Sí.
– Esa gata loca estará allí con toda seguridad. Aquí ya no la admiten.
Dorian se encogió de hombros.
– Estoy harto de mujeres que me quieren. Las mujeres que odian son mucho más interesantes. Además, la mercancía es allí mejor.
– Más o menos la misma cosa.
– Yo la prefiero. Ven a beber algo. Necesito una copa.
– No quiero nada -murmuró el joven.
– Da lo mismo.
Adrian Singleton se levantó con aire cansado y siguió a Dorian Gray hasta el bar. Un mulato, con un turbante hecho jirones y un largo abrigo mugriento, les obsequió con una mueca espantosa a manera de saludo mientras colocaba ante ellos una botella de brandy y dos vasos. Las mujeres se acercaron y empezaron a parlotear. Dorian les volvió la espalda y dijo algo en voz baja a su acompañante.
Una sonrisa tan retorcida como un cris malayo se paseó por el rostro de una de las mujeres.
– ¡Qué orgullosos estamos esta noche! -fueron sus burlonas palabras.
– Por el amor de Dios, no me dirijas la palabra -exclamó Dorian, golpeando el suelo con el pie-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero? Aquí lo tienes. Pero no vuelvas a dirigirme la palabra.
En los ojos de la mujer, embrutecidos por el alcohol, aparecieron por un momento dos destellos rojos, pero volvieron a apagarse enseguida, dejándolos otra vez muertos y vidriosos. Luego sacudió la cabeza y con dedos avarientos recogió las monedas del mostrador. Su compañera la contempló con envidia.
– Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No tengo ganas de volver. ¿Qué más da? Estoy muy bien aquí.
– Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? -dijo Dorian después de una pausa.
– Quizá.
– Buenas noches, entonces.
– Buenas noches -respondió el joven, volviendo a subir los escalones mientras se limpiaba la boca reseca con un pañuelo.
Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro. Cuando apartaba la cortina verde, una risa espantosa salió de los labios pintados de la mujer que había recogido las monedas.
– ¡Ahí va el protegido del diablo! -exclamó con voz ronca entre dos ataques de hipo.
– ¡Maldita seas! -respondió Dorian-, ¡no me llames eso!
La mujer chasqueó los dedos.
– Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? -le gritó mientras salía.
El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró con ojos enloquecidos a su alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó hasta sus oídos, y salió precipitadamente, como en persecución de alguien.
Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia. Su encuentro con Adrian Singleton le había emocionado extrañamente, y se preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya, tal como Basil Hallward le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por unos instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a él qué más le daba? La vida es demasiado corta para cargar con el peso de los errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y pagaba su precio por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y seguir pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba las cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado, o por lo que el mundo llama pecado, domina hasta tal punto nuestro ser, que todas las fibras del cuerpo, al igual que las células del cerebro, no son más que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres y mujeres dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas. Pierden la capacidad de elección, y la conciencia queda aplastada o, si vive, lo hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar encanto a la desobediencia. Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de la mañana cayó del cielo, lo hizo como rebelde.