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Capítulo 9
Domingo, 2 de noviembre
Maggie introdujo otro código en el ordenador y esperó. El módem del portátil iba lentísimo. Dio otro mordisco al bollito de moras casero, un envío especial de Wanda's. Se sentó y paseó la mirada por la habitación de hotel.
Tenía las maletas hechas. Se había duchado y vestido hacía horas, pero su vuelo no salía hasta el mediodía. Se frotó el cuello sin poder creer que hubiera dormido toda la noche en la silla de respaldo recto. Lo que más la sorprendía era que hubiera dormido toda la noche sin imágenes de Albert Stucky revoloteando en su cabeza.
Aburrida, tomó la gruesa edición dominical del Omaha Journal. Los titulares sólo servían para intensificar su frustración. Sin embargo, se alegraba de volver a ver la firma de Christine en la portada. Incluso desde su cama de hospital, seguía elaborando artículos. Al menos, Timmy y ella estaban sanos y salvos.
Maggie volvió a recorrer el artículo con la mirada. Christine había depurado su estilo periodístico; se ceñía a los hechos y dejaba que las citas de los expertos suscitaran las conclusiones sensacionalistas. Encontró su cita y la leyó por tercera vez.
La agente especial Maggie O'Dell, una experta en perfiles del FBI a la que le ha sido asignado el caso, dijo que era «improbable que Gillick y Howard fueran socios. Los asesinos en serie», insistió la agente O'Dell, «actúan en solitario». Sin embargo, la oficina del fiscal ha presentado cargos de homicidio contra el ex ayudante del sheriff Eddie Gillick y el conserje de iglesia Raymond Howard, por las muertes de Aaron Harper, Eric Paltrow, Da
Oyó un golpe de nudillos en la puerta. Maggie dejó el periódico a un lado y consultó su reloj. Era pronto. No tenían que marcharse al aeropuerto hasta dentro de treinta o cuarenta minutos.
En cuanto abrió la puerta, sintió el hormigueo indeseado. Nick estaba sonriéndole en el umbral, con los hoyuelos bien marcados. Tenía algunos mechones caídos sobre la frente. Sus ojos azules centelleaban como si compartiera un secreto especial con ella. Llevaba una camiseta roja y vaqueros azules, ambos lo bastante ceñidos para delinear su cuerpo atlético. Era una tortura para la vista y para los dedos, porque ansiaba tocarlo. ¿Por qué la atraía tanto?, se preguntó mientras se saludaban y él entraba en la habitación. Se sorprendió fijándose en su trasero, movió la cabeza y se regañó en silencio.
– Debe de hacer calor fuera -se oyó decir. «Sí, recurre al tiempo». Era un tema seguro, teniendo en cuenta la corriente eléctrica que Nick acababa de crear en la habitación.
– Cuesta creer que nevó hace unos días. Así es el tiempo en Nebraska -se encogió de hombros-. Toma, esto es para ti -le pasó una caja envuelta en papel de regalo que no había visto al hacerlo pasar-. Una especie de regalo de agradecimiento y despedida.
Su primer impulso fue rechazarlo, decir que no era apropiado y dejarlo así. Pero lo aceptó y le quitó el envoltorio despacio, consciente de que Nick la estaba mirando. Sacó una sudadera roja de fútbol con el número diecisiete impreso en blanco en la espalda. No pudo evitar sonreír.
– Es perfecta.
– No espero que sustituya a la de los Packers -dijo con un ápice de vergüenza en la voz-. Pero pensé que también debías tener una de los Cornhuskers de Nebraska.
– Gracias. Me encanta.
– El diecisiete era mi número -añadió Nick.
De pronto, la sencilla prenda de algodón cobraba un significado mucho mayor. Maggie lo miró a los ojos mientras combatía el irritante hormigueo y, sin querer, su sonrisa desapareció. Sin embargo, fue Nick el primero en bajar la mirada, y ella vio un destello de incomodidad en sus ojos. Era en momentos como aquél cuando más la desconcertaba, cuando el donjuán arrogante y seguro de sí dejaba entrever al hombre tímido, sensible e irresistible.
– Ah, y esto es de Timmy.
Aceptó la cinta de vídeo, y en cuanto vio la carátula, volvió a sonreír.
– Expediente X -leyó.
– Dice que es uno de sus episodios favoritos… el de las cucarachas asesinas, por supuesto.
Sin más regalos que ocuparan sus manos, Nick se las guardó en los bolsillos.
– Lo veré y… y le diré a Timmy lo que me parece -dijo, sorprendida pero complacida por el novedoso compromiso de mantenerse en contacto.
Se quedaron mirándose a los ojos. Maggie no quería moverse, no podía hacerlo. Habían pasado la semana juntos casi las veinticuatro horas, compartiendo pizza y coñac, intercambiando opiniones y puntos de vista, forcejeando con chiflados y con mártires, revelando miedos y expectativas y lamentando la pérdida de niños pequeños a los que ninguno de los dos conocía. Había confesado a Nick Morrelli vulnerabilidades que no había compartido con nadie más, ni siquiera consigo misma. Por eso se sentía como si estuviera dejando atrás una parte importante de sí misma. Y, de entre todos los lugares posibles, en un pequeño pueblo de Nebraska del que nunca había oído hablar. ¿Qué había sido de la altiva y fría agente del FBI que mantenía su profesionalidad a toda costa?
– Maggie, yo…
– Perdona -lo interrumpió, porque no estaba preparada para lo que podía ser una confesión de sentimientos-. Casi se me olvida. Estoy intentando acceder a cierta información -huyó a la mesa del rincón. Por fin se había establecido la conexión y pulsó algunas teclas, molesta por el injustificable temblor de sus dedos y la falta de resuello.
– Sigues buscándolo -dijo Nick sin sorpresa ni irritación, acercándose a ella por detrás.
– Desde Caracas, el cuerpo del padre Francis fue trasladado en camión a una pequeña comunidad situada a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. El billete de avión de Keller tenía hoy como fecha de regreso. Estoy intentando averiguar si ha tomado el avión de vuelta a Miami o si se ha dirigido a algún otro lugar.
– Me asombra a cuánta información puedes acceder -Maggie notó cómo Nick se inclinaba hacia delante para estudiar la pantalla-. Cuando estuvimos en el aeropuerto -prosiguió-, pensé en lo agradable que sería tener credenciales del FBI en lugar de mi insignificante placa de sheriff. Estaba fuera de mi jurisdicción.
– Espero que ya no sigas preocupado por parecer un incompetente.
– No. No, la verdad es que no -repuso Nick, como si de verdad lo creyera.
Por fin, la lista de pasajeros del vuelo 1692 de laTWA se materializó en la pantalla. Maggie no tardó en encontrar al reverendo Michael Keller, cuyo nombre habían mantenido en la lista incluso después del despegue.
– El que esté en la lista no significa que estuviera en el avión.
– Lo sé -Maggie se levantó de la silla antes de volverse a mirar a Nick.
– ¿Y qué pasará si no vuelve?
– Lo encontraré -se limitó a decir-. ¿Cómo es ese dicho? Podrá huir, pero no podrá esconderse.
– Aunque lo encuentres, no tenemos ninguna prueba que lo incrimine.
– ¿De verdad crees que Eddie Gillick o Ray Howard han matado a esos niños?
Nick vaciló, volvió a mirar el ordenador, después la habitación, deteniéndose en el equipaje de Maggie antes de volver a mirarla a ella.
– No sé qué papel ha podido jugar Eddie en los asesinatos, pero sabes que sospechaba de Howard desde el principio. Vamos, Maggie. Lo encontramos en el aeropuerto con lo que podía ser el arma de los homicidios.
Maggie frunció el ceño y movió la cabeza.
– No encaja con el perfil.
– Puede que no, pero ¿sabes qué? Me niego a pasar la última hora contigo hablando de Eddie Gillick, Ray Howard, el padre Keller o de cualquier cosa relacionada con este caso.
Se acercó despacio, con cautela. Ella se retiró el pelo de la cara con nerviosismo, se recogió un mechón rebelde detrás de la oreja. La mirada de Nick volvió a desatar el temblor de sus dedos, y el hormigueo se propagó del estómago a los muslos.
Nick le tocó la cara con suavidad, sosteniendo su mirada con una intensidad que la hacía sentirse como si fuera la única mujer del planeta… al menos, por el momento. Podría haber detenido el beso, había sido ésa su intención cuando lo vio inclinarse hacia delante, pero cuando sus labios entraron en contacto, Maggie necesitó toda su energía para evitar que le fallaran las rodillas. Al ver que no protestaba, Nick atrapó su boca con un beso suave y húmedo lleno de tanta urgencia y emoción que a Maggie empezó a darle vueltas la cabeza. Mantuvo los ojos cerrados incluso después de que él se apartara, tratando de regular la respiración, de detener el mareo.
– Te quiero, Maggie O'Dell.
Ella abrió los ojos de par en par. Nick tenía el rostro muy cerca, la mirada seria. Vio un ápice de recelo infantil y supo lo mucho que le había costado pronunciar aquellas palabras. Se apartó, y sólo entonces advirtió que, aparte de acariciarle la mejilla con los dedos y besarla en la boca, no la había tocado de ninguna otra manera.
– Nick, apenas nos conocemos -todavía le costaba trabajo respirar. ¿Cómo era posible que un simple beso la hubiera dejado sin resuello?
– Nunca había sentido nada parecido, Maggie. Y no es sólo porque no seas libre. Es algo que ni siquiera puedo explicarme a mí mismo.
– Nick…
– Por favor, déjame terminar.
Ella esperó, cruzó los brazos y se apoyó en la cómoda. La misma cómoda a la que se había aferrado la noche en que habían estado tan peligrosamente cerca de hacer el amor.
– Sé que sólo ha sido una semana, pero te aseguro que no soy impulsivo en lo relativo a… Bueno, en lo relativo al sexo, sí, pero no a esto… no al amor. Nunca me había sentido así. Y jamás le había dicho a una mujer que la quería.
Parecía una frase aprendida, pero por su mirada, Maggie supo que era cierto. Abrió la boca para hablar, pero él levantó una mano para detenerla.
– No espero que nada de lo que yo diga comprometa tu matrimonio. Pero no quería que te fueras sin saberlo, por si acaso servía de algo. Y aunque no sirva de nada, todavía quiero que sepas que estoy… loca, profunda e irremediablemente enamorado de ti, Maggie O'Dell.
Era el turno de Nick de esperar. Maggie se había quedado muda. Hundió las uñas en la cómoda para no acercarse a él y abrazarlo.
– No sé qué decir.
– No tienes que decir nada -le aseguró con sinceridad.
– Es evidente que siento algo por ti -Maggie forcejeó con las palabras. Detestaba la perspectiva de no volverlo a ver. Pero ¿qué sabía ella del amor? ¿No había estado enamorada de Greg hacía años? ¿No había jurado amarlo para siempre?-. Ahora mismo, la situación es un poco complicada -se oyó decir, y quiso pellizcarse. Él le había abierto el corazón, había corrido el riesgo, y ella estaba siendo práctica y racional.