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– Santo Dios, Maggie -Nick se la vio al momento. Ho-ward también, y sonrió-. ¿Qué haces aquí, Ray? -reaccionó Nick, aumentando la presión y convirtiendo la sonrisa de Howard en una mueca.
– He traído al padre Keller. Tenía que tomar un avión. ¿Por qué me perseguían? No he hecho nada malo.
– Entonces, ¿por qué saliste corriendo?
– Eddie me dijo que tuviera cuidado con ustedes dos.
– ¿Eddie?
– ¿Qué llevas en esa bolsa? -los interrumpió Maggie.
– No lo sé. El padre Keller me dijo que ya no la necesitaría. Me pidió que la trajera de vuelta.
– ¿Te importa si echamos un vistazo? -se la arrancó de las manos. Su oposición justificaba la búsqueda. La bolsa era pesada. La colocó sobre una silla próxima, se detuvo y se apoyó en una cabina hasta que se le pasó el mareo-. ¿Seguro que no es tu bolsa? -dijo Maggie al extraer el familiar cárdigan marrón y varias camisas blancas bien planchadas. El semblante de Howard reflejó sorpresa.
Los libros de arte explicaban el peso de la bolsa. Maggie los dejó a un lado, más interesada en la pequeña caja tallada oculta entre varios pares de calzoncillos. Las palabras inscritas eran latín, pero no sabía lo que significaban. El contenido no la sorprendió: un paño de hilo blanco, un pequeño crucifijo, dos velas y un pequeño recipiente de óleo. Alzó la mirada y vio a Nick examinar el contenido con los ojos con frustración. Después, Maggie deslizó la mano por debajo de los recortes de periódicos hasta el fondo de la caja, y extrajo unos calzoncillos de niño enrollados en torno a un reluciente cuchillo filetero.