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– Por el amor de Dios, deja de llamarme señor.

El color volvió a las mejillas de Carter, a causa del coñac así como de la incomodidad. Asintió, bebió y suspiró.

– Lo siento. Creía que estaba bien. He venido de inmediato. No sabía si debía… no sabía qué hacer. -Se cubrió el rostro con una mano como un muchacho viendo una película de terror. Suspiró de nuevo y se apresuró a añadir-: Es Drew. Drew Mathias, mi compañero de cuarto. Está muerto.

Exhaló de golpe para a continuación volver a aspirar. Luego tomó otro sorbo de coñac y se atragantó.

La mirada de Roarke se ensombreció. Evocó la imagen de Mathias: joven, emprendedor, pelirrojo y con pecas, experto en electrónica y especializado en autotrónica.

– ¿Dónde, Carter? ¿Qué ha ocurrido?

– Pensé que debía comunicárselo de inmediato -repitió Carter, muy sofocado-. He venido inmediatamente a decírselo, a usted y a su mujer. Pensé que como ella es… policía, podría hacer algo.

– ¿Necesitas un policía, Carter? -Eve le cogió el coñac de su temblorosa mano-. ¿Por qué?

– Creo… que se ha matado, teniente. Estaba allí colgado de la lámpara del techo de la salita de estar. Y la cara… ¡Oh, Dios mío!

Eve dejó que Carter se cubriera el rostro y se volvió hacia Roarke.

– ¿Quién dispone de autoridad para ocuparse de un caso así?

– Contamos con los dispositivos de seguridad habituales, la mayoría automatizados. -Inclinó la cabeza y admitió-: Diría que tú, teniente.

– Pues intenta proporcionarme un equipo. Necesito una grabadora de sonido y vídeo, film transparente, bolsas para guardar pruebas, unas pinzas y un par de cepillos pequeños.

Dejó escapar un suspiro al tiempo que se mesaba el cabello. Difícilmente iba a encontrar allí el equipo necesario para calcular la temperatura del cuerpo y la hora de la muerte. No iba a disponer de un escáner, ni de cepillos mecánicos, ni de ninguna de las sustancias químicas habituales para el informe forense.

Tendrían que improvisar.

– Hay un médico, ¿verdad? Tendrá que hacer las veces de forense. Voy a vestirme.

La mayoría de técnicos utilizaban como alojamiento las alas concluidas del hotel. Carter y Mathias al parecer habían congeniado lo bastante para compartir una espaciosa habitación doble durante su estancia en la estación. Mientras bajaban a la planta décima Eve entregó a Roarke una grabadora de bolsillo.

– ¿Sabes utilizarla?

Él arqueó una ceja. La había fabricado una de sus compañías.

– Creo que podré arreglármelas.

– Estupendo -respondió ella con una sonrisa-. Entonces te nombro segundo de a bordo. ¿Te ves con fuerzas para seguir, Carter?

– Sí -respondió el joven.



Pero al llegar a la décima planta salió del ascensor haciendo eses como un borracho tratando de pasar un test. Tuvo que secarse dos veces la mano en los pantalones antes de apoyar la mano en el lector de palmas. Cuando la puerta se abrió dio un paso atrás.

– Sólo que de momento prefiero no volver a entrar.

– Quédate aquí -respondió ella-. Puede que te necesite.

Y entró. Las luces estaban encendidas al máximo y la música sonaba a todo volumen: rock duro y discordante cantado por una vocalista estridente que le recordó a su amiga Mavis. El suelo era de baldosas de un azul caribeño y creaba la ilusión de andar sobre el agua.

A lo largo de las paredes norte y sur había ordenadores. Terminales de trabajo provistas de toda clase de tableros electrónicos, microchips y herramientas.

Vio la ropa amontonada en el sofá, las gafas de realidad virtual en la mesa baja junto a tres tubos de cerveza asiática -dos de ellos aplastados, listos para reciclary un bol de galletitas saladas.

Y vio el cuerpo desnudo de Drew Mathias balanceándose débilmente de una soga trenzada con unas sábanas y colgada de uno de los destellantes brazos de la araña de cristal azul.

– Mierda -suspiró-. ¿Qué edad tenía, Roarke? ¿Veinte años?

– No muchos más. -Roarke apretó los labios mientras examinaba el rostro infantil de Mathias. Había adquirido un color purpúreo, con los ojos desorbitados, el gesto torcido en una desagradable sonrisa. Un perverso capricho de la muerte lo había dejado sonriendo.

– Está bien, haremos lo que podamos. Teniente Dallas, Eve, del * DPSNY responsable hasta que nos pongamos en contacto y sean trasladadas aquí las autoridades pertinentes. Muerte sospechosa y por investigar. Mathias, Drew, Gran Hotel Olympus, habitación 1036. Día 1 de agosto de 2058, a la una de la madrugada.

– Quiero que lo descuelguen -dijo Roarke, quien no debería haberse sorprendido de lo deprisa que ella había cambiado de mujer a policía.

– Aún no. A él le trae sin cuidado y necesito filmar la escena antes de mover nada. -Se volvió hacia el umbral-. ¿Tocaste algo, Carter?

– No. -El joven se frotó la boca con el dorso de la mano-. Abrí la puerta, como ahora, y entré. Lo vi enseguida… Como ustedes. Supongo que me quedé aquí unos momentos. Aquí mismo. Supe que estaba muerto. Lo vi en la cara.

– ¿Por qué no vas al dormitorio por la otra puerta y tratas de dormir un poco? -sugirió ella señalándole la puerta de la izquierda-. Hablaremos luego.

– De acuerdo.

– No llames a nadie -ordenó ella.

– No lo haré.

Eve cerró la puerta. Miró a Roarke y éste le devolvió la mirada. Sabía que él estaba pensando lo mismo que ella, que algunas personas -como ella- no tenían posibilidad de escapar de los contratiempos.

– Manos a la obra -dijo.

* Departamento de Policia y Seguridad de Nueva York