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El comandante Whitney se hallaba sentado ante su amplio y bien ordenado escritorio, escuchando. Apreció el hecho de que la teniente informara de un modo claro y conciso, y se admiró al verla omitir ciertos detalles sin parpadear.

Un buen policía debía tener sangre fría. Y Eve Dallas la tenía de hielo, se dijo con satisfacción.

– Así que hizo analizar los datos de la autopsia de Fitzhugh fuera del departamento.

– Así es, señor. -Eve no parpadeó-. El análisis requería un equipo más sofisticado del que disponemos en el departamento de homicidios.

– Y usted tuvo acceso a ese equipo más sofisticado.

– Me las arreglé para tenerlo.

– ¿Y usted misma analizó los datos? -preguntó él, arqueando una ceja-. La informática no es su fuerte, Dallas.

Ella lo miró a los ojos.

– Últimamente me he dedicado a ampliar mis conocimientos en este campo, comandante.

Él lo dudaba.

– Posteriormente consiguió acceder a los archivos del Centro de Seguridad Gubernamental, y una vez allí, cayeron en sus manos unos informes confidenciales.

– Así es. Preferiría no revelar mi fuente.

– ¿Su fuente? ¿Está diciendo que tiene un topo en ese centro?

– Los hay en todas partes -replicó ella con frialdad.

– Pues que éste desaparezca, o podría acabar usted ante un subcomité allá en East Washington -murmuró él. A Eve se le revolvió el estómago, pero mantuvo la voz firme.

– Estoy preparada.

– Más le vale. -Whitney se recostó, juntó las manos y apoyó la barbilla en la punta de los dedos-. Respecto al caso del Olympus, también tuvo usted acceso a los datos. Eso queda un poco fuera de su jurisdicción, ¿no le parece, teniente?

– Me encontraba allí durante el incidente e informé de mis averiguaciones a las autoridades interespaciales.

– Las cuales se hicieron cargo del asunto.

– Tengo autorización para solicitar datos cuando un caso externo está relacionado con uno interno, comandante.

– Eso está por demostrarse.

– Necesitaba los datos para demostrar tal relación.

– Eso se sostendría si se tratara de un homicidio, Dallas.

– Creo que se trata de cuatro homicidios, incluyendo el de Cerise Devane.

– Dallas, acabo de ver la grabación de ese incidente. Vi a una policía y a una suicida en un tejado. La policía trató de persuadir a la suicida, pero ésta decidió saltar. No recibió ningún empujón o coacción de ningún tipo, ni estaba amenazaba en ningún sentido.

– Mi opinión profesional es que actuó bajo coacción.

– ¿Cómo?

– No lo sé. -Y por primera vez Eve dejó entrever su frustración-. Pero estoy segura de que si pudieran recoger de la calle la cantidad suficiente de cerebro para analizarlo, encontrarían la misma quemadura en el lóbulo frontal. Lo sé, comandante. Sólo que no sé cómo llegó allí. -Hizo una pausa y añadió-: O la pusieron.

Él parpadeó.

– ¿Está insinuando que alguien induce a quitarse la vida a ciertos individuos mediante una especie de implante cerebral?

– No he hallado ninguna conexión genética entre los individuos. Ni grupo social, ámbito educativo o afiliación religiosa. No crecieron en la misma ciudad, ni bebían la misma agua, ni acudían a los mismos clubes o gimnasios. Pero todos tenían la misma tara en el cerebro. Eso es más que una coincidencia, comandante. Fue causada, y si al causarla se indujo a esa gente a poner fin a sus vidas, entonces se trata de asesinato. Y allí entro yo.

– Está caminando en la cuerda floja, Dallas -dijo Whitney-. Los muertos tienen familias, y las familias prefieren correr un tupido velo. Su investigación no hace sino prolongar su dolor.

– Lo lamento.

– También está haciendo plantearse interrogantes a la Torre -añadió, refiriéndose al jefe del Departamento de Policía y Seguridad.

– Estoy dispuesta a presentar mi informe a Tibble si así se me lo ordena. -Pero Eve confiaba en no tener que hacerlo-. Estaré a la altura de mi hoja de servicios. No soy un principiante que quiere desenterrar un caso ya cerrado.

– Hasta los policías más experimentados exageran y cometen errores.

– Entonces déjeme cometerlos. -Ella negó con la cabeza antes de que él pudiera replicar-. Fui yo la que estuvo en ese tejado, comandante. Vi la cara, los ojos de esa mujer cuando saltó. Y sé de qué estoy hablando.

El apretó las manos contra el borde del escritorio. Su cargo siempre le exigía llegar a compromisos. Tenía otros casos y necesitaba que ella se ocupara de ellos. El presupuesto era escaso, y nunca había tiempo u hombres suficientes.

– Le doy una semana, eso es todo. Si no tiene las respuestas para entonces, cerraremos los expedientes. Ella contuvo el aliento.

– ¿Y el jefe?

– Hablaré con él personalmente. Consígame algo, Dallas, o prepárese para seguir adelante.

– Gracias, señor.

– Puede retirarse -dijo él, y añadió cuando ella alcanzó la puerta-: Oh, si piensa volverse a salir de la esfera oficial para… investigar, ándese con cuidado. Y déle recuerdos a su marido.

Ella se ruborizó ligeramente. Whitney había adivinado la fuente, y ambos lo sabían. Eve murmuró algo y salió. Había esquivado el golpe, se dijo mesándose el cabello. Luego, murmurando una maldición, corrió hasta la parada de aerodeslizador más próxima. Iba a llegar tarde a la vista.

Casi era el final de su turno cuando regresó a su oficina y encontró a Peabody recostada ante su escritorio con una taza de café en la mano.





Eve se apoyó contra la jamba de la puerta.

– ¿Cómoda, oficial?

Peabody dio un brinco, derramó un poco de café y carraspeó.

– No sabía a qué hora volverías.

– Eso parece. ¿Algún problema con tu ordenador?

– Oh, no. Pensé que era más rápido introducir los nuevos datos directamente en el tuyo.

– Eso es un buen argumento, Peabody. No lo sueltes. -Eve se acercó a su Autochef y pidió un café. Era la mezcla de Roarke en lugar del veneno que servían en toda la planta, lo que explicaba que Peabody estuviera cómodamente instalada ante el escritorio de su superior.

– ¿Alguna novedad?

– El capitán Feeney ha comprobado todas las comunicaciones de los internexos de Devane. No parece haber ninguna conexión, pero está todo aquí. Tenemos su agenda personal con todas las citas y la mayoría de datos de la última revisión médica que se hizo.

– ¿Algún problema en ella?

– Ninguno. Era adicta al tabaco y se ponía inyecciones anticáncer con regularidad. No tenía ningún síntoma de enfermedad; ni física, ni emocional, ni mental. Tenía tendencia al estrés y al exceso de trabajo, lo que contrapesaba con calmantes y tranquilizantes. Según todos los informes cohabitaba felizmente con su pareja, aunque ésta solía estar fuera del planeta. Tienes también el nombre del pariente más próximo, el hijo de su anterior relación.

– Sí, ya he hablado con él. Trabaja en las oficinas de Tattler de New Los Ángeles. Viene para aquí. -Eve ladeó la cabeza-. ¿Cómoda, Peabody?

– Sí, teniente. Oh, lo siento. -Se apresuró a ponerse de pie y se acomodó en una silla a su lado-. ¿Qué tal la reunión con el comandante?

– Tenemos una semana -respondió Eve con brusquedad mientras se sentaba-. Aprovechémosla al máximo. ¿El informe del forense de Devane?

– Aún no está listo.

Eve se volvió hacia su telenexo.

– Veamos si podemos darle un pequeño empujón.

Eve llegó a casa tambaleándose. No había comido nada, cosa de lo que se alegró ya que había terminado la jornada en el depósito de cadáveres contemplando los restos de Cerise Devane.

Hasta el estómago de una policía veterana podía revolverse.

Y no iba a sacar nada de allí, nada en absoluto. Dudaba que ni siquiera el equipo de Roarke lograra reconstruir lo suficiente de Devane para ser de alguna ayuda.

Al entrar casi tropezó con el gato, que estaba espatarrado en el umbral, y reunió energías para agacharse y cogerlo en brazos. Él la miró echando fuego por sus ojos de dos colores.

– No te pisarían si pusieras tu culo gordo en otra parte, amigo.

– Teniente.

Eve cogió el gato con el otro brazo y vio a Summerset, quien, para variar, había aparecido de la nada.

– Sí, llego tarde -replicó-. Castígueme.

Él no respondió con su habitual comentario mordaz. Había visto las imágenes en el canal de noticias y la había observado en el tejado. Le había visto la cara.

– ¿Querrá cenar?

– No, gracias. -Quería acostarse y se encaminó a las escaleras.

– Teniente. -Summerset esperó a que ella soltara un juramento y volviera la cabeza con un gruñido-. Una mujer que camina por un tejado es o muy valiente o muy estúpida.

El gruñido se convirtió en una sonrisa burlona.

– No es preciso que me diga en qué categoría me ha puesto.

– No, no es preciso. -Él la observó subir y pensó que esa mujer tenía muchísimo coraje.

No había nadie en el dormitorio. Pensó en hacer un registro de la casa por ordenador para localizar a Roarke, pero cayó de bruces en la cama. Galahad se escabulló de sus brazos y se subió a su trasero para enroscarse e instalarse cómodamente en él.

Roarke la encontró allí espatarrada unos minutos más tarde, muerta de agotamiento y con un gato en forma de salchicha guardándole las espaldas.

Se limitó a observarla. Él también había visto las imágenes del informativo. Le habían dejado paralizado, con la boca seca y el estómago revuelto. Sabía con qué frecuencia ella se enfrentaba a la muerte, a la de ella y a la de los demás, pero se repetía que lo aceptaba. Sin embargo esa mañana había observado impotente cómo ella se paseaba al borde del abismo. La había mirado a los ojos y había visto agallas, y miedo. Y había sufrido.

Ahora estaba en casa, una mujer con más huesos y músculos que curvas, con un cabello que pedía a gritos unas tijeras y unas botas de tacones gastados.

Se acercó, se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano que descansaba en la colcha.

– Sólo estoy cargando las pilas -murmuró ella.

– Eso ya lo veo. Iremos a bailar en unos momentos.

Ella consiguió soltar una risita.

– ¿Puedes sacar de mi trasero esa cosa?

Solícito, Roarke cogió a Galahad y le acarició el pelaje erizado.

– Has tenido una jornada dura, teniente. Has salido en todos los medios de comunicación.

Ella se dio la vuelta, pero permaneció con los ojos cerrados.