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Poco antes de las seis de la mañana siguiente, un poco dolorida y atontada, Eve se sentó ante el escritorio del despacho que tenía en casa. En realidad consideraba más un santuario que un despacho el apartamento que Roarke había mandado construir para ella en su casa. Su diseño era similar al apartamento donde ella había vivido antes de conocerlo, y que tan reacia había sido a abandonar.

Él se había ocupado de que ella tuviera su espacio, sus cosas. Aun después de todo el tiempo que llevaba viviendo allí, Eve raras veces dormía en el dormitorio que compartía con Roarke cuando éste se ausentaba. En lugar de ello, se acurrucaba en la tumbona de relajación de su despacho y dormitaba.

Cada vez tenía menos pesadillas, pero éstas volvían a aparecer en momentos extraños.

Podía trabajar allí, y cerrar las puertas si deseaba intimidad. Y como tenía una cocina en pleno funcionamiento, a menudo recurría a su Autochef antes que a Summerset cuando se quedaba sola en casa.

Con el sol entrando a raudales por el ventanal a sus espaldas, revisó el número de casos abiertos y reorganizó el trabajo de campo. Sabía que no podía permitirse el lujo de centrarse exclusivamente en el caso Fitzhugh, sobre todo porque estaba catalogado como un probable suicidio. Si en un par de días no encontraba pruebas convincentes, no tendría otra elección que restarle prioridad.

A las ocho en punto llamaron a la puerta.

– Pasa, Peabody.

– Nunca me acostumbraré a este lugar -comentó la oficial al entrar-. Parece sacado de un viejo vídeo.

– Deberías pedir a Summerset que te lo enseñe -respondió Eve distraída-. Estoy segura de que hay habitaciones que nunca he visto. Allí tienes café. -Señaló con un ademán el rincón de la cocina y siguió revisando su agenda con el entrecejo fruncido.

Peabody se alejó, examinando las unidades de recreo alineadas en la pared y preguntándose qué debía sentirse al poder permitirse toda la diversión que existía en el mercado: música, arte, vídeo, hologramas, realidad virtual, cámaras de meditación y juegos. Jugar un partido de tenis con el último campeón de Wimbledon, bailar con un holograma de Fred Astaire o hacer un viaje virtual a los palacios de recreo de Regis III.

Soñando despierta entró en la cocina. El Autochef ya estaba programado para café, de modo que ordenó dos y regresó al despacho con dos tazas humeantes. Esperó paciente mientras Eve seguía murmurando y bebió un sorbo de café.

– Oh, Dios. Es auténtico. -Parpadeando asombrada, ahuecó ambas manos alrededor del tazón con reverencia-. Es café auténtico.

– Sí, aquí te malacostumbras. A duras penas puedo seguir soportando la bazofia de la central. -Eve reparó en la expresión atónita de Peabody y sonrió. No hacía mucho ella había tenido una reacción similar ante el café de Roarke. Y ante Roarke-. Increíble, ¿no?

– Nunca había probado café auténtico. -Como si se tratara de oro líquido, y dada la escasez de selvas tropicales y de plantaciones era igual de valioso, Peabody lo bebió despacio-. Es asombroso.

– Tienes media hora para hartarte mientras decidimos la estrategia del día.

– ¿Podré repetir? -Peabody cerró los ojos y disfrutó del aroma-. Eres una diosa, Dallas.

Con un resoplido Eve alargó la mano hacia el telenexo cuando éste sonó.

– Dallas -contestó, y su rostro se iluminó con una sonrisa-. Hola, Feeney.

– ¿Qué tal la vida de casada, encanto?

– Pasable. Es muy temprano para el departamento de electrónica, ¿no te parece?

– Esto está que arde. La oficina del jefe es un caos. Algún bromista ha entrado en el ordenador central y casi fríe todo el sistema.

– ¿Lo han atrapado? -preguntó Eve con los ojos muy abiertos. No estaba segura de que ni siquiera Feeney, con su toque mágico, fuera capaz de sortear los dispositivos de seguridad del sistema del jefe de policía.

– Eso parece. Todo está embrollado y estoy tratando de desembrollarlo -explicó él alegremente-. Se me ha ocurrido llamarte y ver qué pasa, ya que no he tenido noticias tuyas.

– No he parado desde que volví.

– No sabes ir a otro ritmo. ¿Estás con el caso Fitzhugh?

– Sí. ¿Algo que debería saber?

– No. Los entendidos dicen que se mató, y por aquí nadie lo ha sentido mucho. A ese tipo empalagoso le encantaba pellizcar a los policías en el estrado. Pero es extraño. El segundo suicidio importante en un mes.

– ¿El segundo?

– Sí. Oh, claro, estabas de luna de miel haciéndole ojitos a tu marido. -Frunció sus pobladas cejas pelirrojas-. El senador de East Washington se tiró hace un par de semanas de una ventana del Capitol Building. Políticos y abogados, lo mismo da, todos están locos.

– ¿Podrías conseguirme los datos? Envíamelos a la terminal de mi oficina.

– ¿Qué, coleccionas recortes?

– Simple curiosidad. -Volvía a tener un presentimiento-. La próxima vez que coincidamos en el restaurante pago yo.

– No te preocupes. Te los enviaré tan pronto como desembrolle el sistema. Ah, y no seas tan cara de ver. -Y cortó la transmisión.

Peabody seguía tomando mezquinos sorbos de café.

– ¿Crees que hay alguna relación entre Fitzhugh y el senador que se tiró?

– Abogados y policías -murmuró Eve-. E ingenieros autotrónicos.

– ¿Cómo dices?

Eve meneó la cabeza.

– No lo sé. Desconectar -ordenó a su terminal, luego se colgó el bolso del hombro y añadió-: Vamos.

Peabody se contuvo de hacer pucheros por no poder tomar otra taza de café.





– Dos suicidios en dos ciudades diferentes en un mes no es tan insólito -comentó, alargando el paso para alcanzar a Eve.

– Tres. Un muchacho se ahorcó durante mi estancia en el Olympus. Mathias Dew. Quiero averiguar si existe una conexión, algo que los relacione. Gente, lugares, costumbres, educación, aficiones. -Bajó corriendo las escaleras para calentarse.

– No sé el nombre del político. No presté atención a los informes del suicidio de East Washington. -Peabody sacó su ordenador personal de bolsillo y empezó a buscar datos.

– Mathias tenía veintitantos años, y era ingeniero autotrónico. Trabajaba para Roarke. Mierda. -Eve tenía el presentimiento de que iba a verse obligada a involucrar a Roarke de nuevo en su trabajo-. Si tienes problemas pregunta a Feeny. Es capaz de obtener datos esposado y borracho.

Eve abrió la puerta de un tirón y puso cara larga al no ver el coche en el camino de entrada.

– Maldito Summerset. Le tengo dicho que deje el coche donde lo aparco.

– Creo que eso hizo. -Peabody se puso las gafas de sol y señaló-. Está en mitad del camino, ¿lo ves?

– Oh, sí. -Eve se aclaró la voz. El coche estaba donde lo había dejado, y agitándose en la suave brisa había varias prendas rasgadas-. No hagas preguntas -murmuró mientras echaba a andar a grandes zancadas.

– No pensaba hacerlo -repuso Peabody con un tono suave como la seda-. Es más interesante hacer conjeturas.

– Cierra el pico, Peabody.

– A la orden, teniente. -Con una sonrisa de complicidad, Peabody se subió al coche y contuvo la risa cuando Eve hizo un viraje brusco y recorrió a toda velocidad el camino de entrada.

Arthur Foxx estaba sudando. Sólo era un sutil brillo en el labio superior, pero a Eve le satisfizo. No le había sorprendido enterarse de que el representante que había elegido era un socio de Fitzhugh, un joven entusiasta del trabajo, que exhibía un traje caro con medallones a la moda en las delgadas solapas.

– Mi cliente está comprensiblemente disgustado. -El joven abogado frunció el rostro-. El funeral del señor Fitzhugh está previsto para la una de esta tarde. Ha escogido usted un momento de lo más inoportuno para interrogarlo.

– La muerte es la que escoge el momento, señor Ridgeway, y suele ser inoportuna. Interrogatorio de Arthur Foxx, en relación con Fitzhugh, caso número 30091, conducido por la teniente Dallas, Eve. Fecha: 24 de agosto de 2058, hora 9.36. ¿Puede decir su nombre para que conste en acta?

– Arthur Foxx.

– Señor Foxx, ¿es usted consciente de que este interrogatorio está siendo grabado?

– Lo soy.

– ¿Ha ejercido su derecho a ser representado por un abogado y comprende sus derechos y responsabilidades adicionales?

– Sí.

– Señor Foxx, ya ha hecho usted anteriormente una declaración sobre sus movimientos la noche de la muerte del señor Fitzhugh. ¿Desea revisarla?

– No es necesario. Ya le expliqué qué ocurrió. No sé qué más espera que diga.

– Para empezar, dígame dónde estuvo usted entre las diez y media y las once de la noche del incidente.

– Ya se lo he dicho. Cenamos, vimos una comedia, nos acostamos y alcanzamos a ver parte de las últimas noticias.

– ¿Se quedó en casa toda la noche?

– Eso he dicho.

– Sí, señor Foxx, eso ha dicho, y consta en el acta. Pero no es lo que hizo.

– Teniente, mi cliente está aquí voluntariamente. No veo…

– Ahórreselo -sugirió ella-. Salió del edificio a eso de las diez y media y regresó treinta minutos más tarde. ¿Adónde fue?

– Yo… -Foxx se aflojó el nudo de la corbata-. Salí un rato. Lo había olvidado.

– Lo había olvidado.

– Estaba aturdido, en estado de shock. -La corbata hizo frufrú mientras los dedos de Foxx jugueteaban con ella-. Me olvidé de algo tan irrelevante como que di una rápida vuelta.

– Pero lo recuerda ahora, ¿verdad? ¿Adónde fue?

– Di unas vueltas a la manzana.

– Volvió con un paquete. ¿Qué contenía?

Eve lo vio caer por fin en la cuenta de que las cámaras de seguridad lo habían filmado. Miró más allá de ella y siguió sobándose el nudo de la corbata.

– Me paré en una tienda que no cierra y compré cigarrillos de hierba. De vez en cuando necesito fumarme uno.

– Es sólo cuestión de preguntar en el establecimiento y determinar qué compró exactamente.

– Tranquilizantes -explicó él-. Quería dormir bien y decidí fumar hierba. No hay ninguna ley que lo prohíba.

– No, pero sí hay una ley contra dar falsos testimonios en una investigación policial.

– Teniente Dallas -intervino el abogado con tono todavía sereno, pero con una nota de irritación, lo que dio a entender a Eve que Foxx no había sido más comunicativo con su representante que con la policía-. El hecho de que el señor Foxx saliera del edificio difícilmente tiene relación con su investigación. Y descubrir el cadáver de un ser querido es una excusa más que razonable para no recordar un detalle nimio.