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– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?
– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.
– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.
– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?
Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.
– ¿Qué le debo?
La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.
– Veinticinco.
– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.
Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.
Resignada, Eve le dio cinco créditos.
– Vete a dar la lata a otra parte o comprobaré si esa licencia está al día.
Él respondió algo poco halagador, pero se guardó los créditos en el bolsillo y se marchó, dejando sitio a Peabody.
– A Leanore no le gusta Arthur Foxx.
Peabody masticó un bocado animosamente. Las salchichas de régimen siempre tenían grumos.
– ¿Tú crees?
– Una abogada de clase alta no tiene por qué dar tantas respuestas a menos que le interese. Nos ha llenado la cabeza con que Foxx era celoso, que discutían. -Eve le tendió la papelina de patatas grasientas. Tras una breve lucha interior, Peabody introdujo la mano-. Quería que tuviéramos esos datos.
– Sigue sin ser gran cosa. No hay nada en los datos que tenemos sobre Fitzhugh que implique a Foxx. Ni en su agenda, ni en el listín de su telenexo. Ninguno de los datos que he revisado señala a nadie. Claro que tampoco hay nada que indique una tendencia suicida.
Pensativa, Eve bebió su Pepsi contemplando la ciudad de Nueva York con todo su ruido y sudor.
– Tendremos que hablar de nuevo con Foxx. Esta tarde vuelvo a tener una vista. Quiero que regreses a la central, recojas los informes del vecindario y no pares hasta que el forense te entregue la autopsia final. No sé qué problema hay, pero quiero los resultados antes de que termine el turno. Saldré del tribunal a eso de las tres. Echaremos otro vistazo al apartamento de Fitzhugh y veremos por qué Foxx omitió la breve visita de Bastwick.
Peabody hizo malabarismos con la comida mientras anotaba en su agenda sus obligaciones.
– Lo que te he preguntado antes acerca de que no te gustaba Fitzhugh. Sólo me preguntaba lo duro que debía ser tener que seguir todas las formalidades cuando guardas rencor al tipo en cuestión.
– Los polis no tienen sentimientos -repuso Eve. Luego suspiró y añadió-: Mierda. Te olvidas de los sentimientos y cumples con tu deber. En eso consiste este trabajo. Y si crees que un hombre como Fitzhugh merece acabar sus días nadando en su propia sangre, eso no significa que no vayas a hacer todo lo posible para averiguar cómo llegó allí.
Peabody asintió.
– Otros policías se limitarían a cerrar el caso como suicidio.
– Yo no soy una policía cualquiera, y tú tampoco, Peabody.
Eve miró por encima del hombro, ligeramente interesada en la explosión producida por dos taxis al chocar. Los peatones y los coches de la calle apenas si prestaron atención mientras el humo se elevaba y los dos conductores bajaban furiosos de sus vehículos destrozados.
Terminó su almuerzo mientras los dos hombres se daban empujones e intercambiaban imaginativas obscenidades. Ella supuso que de eso se trataba, ya que hablaban otro idioma. Levantó la vista, pero no vio ningún helicóptero de tráfico. Con una sonrisa, arrugó la caja de cartón, aplastó el tubo vacío y se los pasó a Peabody.
– Tíralos al reciclador, ¿quieres? Luego vuelve y ayúdame a separar a esos dos idiotas.
– Uno de ellos acaba de sacar un bate. ¿Pido refuerzos?
– No. -Eve se frotó las manos mientras se levantaba-. Puedo arreglármelas.
Le seguía doliendo el hombro cuando salió del tribunal un par de horas más tarde. A esas alturas ya debían de haber soltado a los taxistas, cosa que no iba a ocurrir a la asesina contra la que acababa de testificar, pensó Eve con satisfacción. La tendrían encerrada los próximos cincuenta años como mínimo.
Eve movió el hombro magullado. El taxista no había querido golpearla a ella, sino partir la cabeza de su contrincante, pero ella se había puesto en medio. Sin embargo, no le importaría que les retiraran a los dos los permisos de conducir durante tres meses.
Se subió al coche y, a fin de no forzar el hombro, lo puso en automático en dirección a la comisaría. Por encima de su cabeza, un tranvía turístico soltaba la clásica perorata sobre las balanzas de la justicia.
Bueno, a veces se equilibran, pensó Eve. Aunque sea por poco tiempo. Sonó el telenexo.
– Dallas.
– Soy el doctor Morris. -El forense tenía unos ojos de lince de párpados pesados y un color verde intenso, la barbilla cuadrada y con barba de varios días, y una melena lacia y brillante azabache peinada hacia atrás. A Eve le gustaba, y aunque a menudo le exasperaba su lentitud, valoraba su meticulosidad.
– ¿Ha terminado el informe sobre Fitzhugh?
– Tengo un problema.
– No quiero problemas, sino el informe. ¿Puede enviármelo al telenexo de mi oficina? Voy para allí.
– No, teniente, va a venir para aquí. Tengo algo que enseñarle.
– No tengo tiempo para pasar por el depósito de cadáveres.
– Pues encuéntrelo -sugirió él, y cortó la transmisión.
Eve apretó los dientes. Los científicos eran tan desesperantes, pensó mientras redirigía su unidad.
Desde fuera, el depósito de cadáveres municipal de Lower Manhattan se parecía a una de las colmenas de oficinas que lo rodeaban. Formaba un conjunto armonioso con su entorno, y ése debió de ser el motivo de que volvieran a diseñarlo. A nadie le gustaba pensar en la muerte, o que ésta te quitara el apetito al salir del trabajo a la hora del almuerzo para tomar algo en el bar de la esquina. Las imágenes de cuerpos etiquetados y enfundados en bolsas sobre las mesas de autopsia refrigeradas solían quitar las ganas de probar la ensalada de pasta.
Eve recordaba la primera vez que había cruzado las puertas de acero negras de la parte trasera del edificio. Era una principiante uniformada que se codeaba con otras dos docenas de principiantes uniformados. A diferencia de varios de sus compañeros, ella ya había visto la muerte de cerca, pero nunca expuesta, diseccionada y analizada.
Sobre uno de los laboratorios de autopsias había una galería y desde allí los estudiantes, principiantes, periodistas o novelistas, con los permisos pertinentes, podían presenciar en directo las intrincadas artes de la medicina forense.
En cada asiento un monitor ofrecía primeros planos a quienes tenían estómago para verlos.
La mayoría no volvía a hacer una segunda visita. Y muchos no se podían tener en pie al salir.
Eve había salido por sus propios medios y desde entonces había vuelto incontables veces, pero no aguardaba con impaciencia esas visitas.
El blanco esta vez no era la sala de operaciones conocida como el Teatro, sino el laboratorio C, donde Morris realizaba la mayor parte de su trabajo. Eve recorrió el corredor de azulejos blancos y suelo verde manzana. Desde allí se podía oler la muerte. No importaba qué utilizaran para erradicarlo, el olor se colaba a través de los resquicios y puertas, e impregnaba el aire como un inquietante recordatorio de nuestra condición de mortales.
La medicina había erradicado plagas y un montón de enfermedades y dolencias, y ampliado las esperanzas de vida hasta una media de ciento cincuenta años. Y la tecnología de la cirugía estética había asegurado que el ser humano se mantuviera atractivo durante ese siglo y medio.
Podías vivir sin arrugas, sin las manchas causadas por la edad, sin achaques, dolores y huesos que se desintegraban. Pero aun así, tarde o temprano morirías.
Para muchos de los que acudían allí, ese día estaba próximo.
Se detuvo delante de la puerta del laboratorio C, acercó su placa a la cámara de seguridad, y pronunció su nombre y número de identidad en dirección al altavoz. Tras apoyar la mano en el lector de palmas la puerta se abrió.
Era una pequeña y deprimente sala sin ventantas, atestada de instrumentos y llena del zumbido de los ordenadores. Algunos de los instrumentos colocados ordenadamente en los mostradores como en una bandeja de cirujano eran lo bastantes primitivos para hacer estremecer al menos débil: sierras, láseres, relucientes escalpelos, mangueras.
En el centro de la habitación había una mesa con canalones para recoger los fluidos y guardarlos en contenedores herméticos y esterilizados que serían analizados más adelante. Tendido en la mesa estaba Fitzhugh, desnudo y exhibiendo las cicatrices de los recientes cortes en forma de Y.
Morris se hallaba sentado en un taburete giratorio delante de un monitor, con la cara muy próxima a la pantalla. Llevaba una bata blanca que le llegaba hasta el suelo. Era una de sus pocas extravagancias, esa bata que ondeaba y se arremolinaba como la capa de un salteador de caminos al recorrer los pasillos. Llevaba su cabello lacio y brillante pulcramente recogido en una larga coleta.
Eve sabía, dado que la había llamado personalmente en lugar de pasarla con uno de sus técnicos, que se trataba de algo inusual.
– ¿Doctor Morris?
– Hummm, teniente -respondió él sin volverse-. Nunca he visto nada parecido en los treinta años que llevo explorando a los muertos. -Se volvió con una revuelo de su bata blanca. Debajo llevaba unos pantalones estrechos y una camiseta de colores llamativos-. Tiene buen aspecto, teniente.