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Lee sostenía cuidadosamente la cesta de flores con ambas manos mientras recorría el pasillo del hospital. Cuando Faith hubo recuperado las fuerzas necesarias, la trasladaron a un hospital en las afueras de Richmond, Virginia. Allí la registraron con un nombre falso, y un guarda armado vigilaba la puerta de su habitación las veinticuatro horas. El hospital estaba lo bastante lejos de Washington como para que su paradero permaneciese en secreto pero lo bastante cerca para que Brooke Reynolds no la perdiese de vista.

A pesar de que Lee se lo había rogado a Reynolds en varias ocasiones, era la primera vez que le permitían ver a Faith. Por lo menos estaba viva y, además, le habían asegurado que se recuperaba día tras día.

Por consiguiente, se sorprendió al advertir que el guarda no vigilaba la habitación. Llamó a la puerta, esperó y la abrió. La habitación estaba vacía, la cama deshecha. Aturdido, recorrió la habitación en apenas unos segundos y luego regresó corriendo al pasillo, donde estuvo a punto de llevarse por delante a una enfermera. Le sujetó el brazo con fuerza.

– ¿La paciente de la 212? ¿Dónde está? -preguntó. La enfermera miró hacia la habitación vacía y luego a Lee, con expresión triste.

– ¿Es usted un familiar?

– Sí -mintió.

La enfermera observó las flores y pareció más abatida aún.

– ¿No le han avisado?

– ¿Avisarme? ¿De qué?

– Falleció anoche.

Lee empalideció.

– Falleció -repitió como atontado-. Pero si estaba fuera de peligro. Iba a sobrevivir. ¿De qué diablos está hablando? ¿Cómo que falleció?

– Por favor, señor, aquí hay otros pacientes. -La enfermera lo tomó del brazo y lo apartó de la sala-. No estoy al tanto de todos los detalles. No estaba de guardia. Pero puedo enviarle a alguien que sabrá contestar a sus preguntas.

Lee se soltó.

– Escúcheme bien, no puede estar muerta, ¿entiende? Eso no es más que un cuento. Para mantenerla a salvo.

– ¿Cómo? -La mujer parecía perpleja.

– Yo me ocuparé de esto -dijo una voz.

Los dos se volvieron y vieron a Brooke Reynolds ante sí. Le mostró su placa a la enfermera.

– Yo me ocuparé -repitió. La enfermera asintió y se alejó a toda prisa.

– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Lee.

– Vayamos a un lugar tranquilo y hablemos.

– ¿Dónde está Faith?

– ¡Lee, aquí no! Maldita sea, ¿lo quieres echar todo a perder? -Le tiró del brazo, pero Lee no se movía, y Reynolds sabía que no podía forzarlo físicamente.

– ¿Por qué habría de acompañarte?

– Porque voy a contarte la verdad.

Subieron al coche de Reynolds y salieron del aparcamiento.

– Sabía que vendrías hoy y pensaba llegar al hospital antes que tú para esperarte. Pero no me fue posible. Siento que te enteraras de boca de la enfermera; ésa no era mi intención.

Reynolds observó las flores que Lee todavía sostenía con firmeza y sintió lástima por él. En aquellos momentos no era una agente del FBI sino un ser humano sentado junto a una persona con el corazón destrozado. Y lo que tenía que decirle sólo empeoraría la situación.

– Han puesto a Faith en el programa de protección de testigos. A Buchanan también.

– ¿Cómo? ¡Lo de Buchanan lo entiendo! ¡Pero Faith no es testigo de nada! -El alivio de Lee era tan intenso como la indignación que sentía. Aquello no era justo.

– Pero necesita protección. Si ciertas personas supieran que todavía sigue con vida… Bueno, ya sabes qué pasaría.

– ¿Cuándo se celebrará el maldito juicio?

– No habrá juicio.

Lee la miró con fijeza.

– No me digas que el muy hijo de puta de Thornhill consiguió una especie de trato. No me lo digas.

– Pues no.

– Entonces, ¿por qué no habrá juicio?

– Para que se celebre un juicio hace falta un acusado. -Reynolds tamborileó sobre el volante y luego se puso unas gafas de sol. Comenzó a toquetear los mandos de la calefacción.

– Estoy esperando -dijo Lee-. ¿0 es que acaso no tengo derecho a una explicación?

Reynolds suspiró y se irguió en el asiento.

– Thornhill está muerto. Lo encontraron en su coche en una carretera secundaria con un tiro en la cabeza. Suicidio. Lee se quedó helado y guardó silencio.

– La solución del cobarde -logró murmurar al cabo de un minuto.

– Creo que, de hecho, ha supuesto un alivio para todos. Sé que lo ha sido para los de la CIA. Decir que todo este asunto los ha convulsionado por completo es quedarse corto. Supongo que, por el bien del país, más vale ahorrarse un juicio largo y embarazoso.

– Bien, con la ropa sucia y todo -soltó Lee mordazmente-. ¡Hurra por el país! -Lee saludó con mofa una bandera que ondeaba frente a una oficina de correos junto a la que pasaron-. Si Thornhill está fuera de juego, ¿por qué tiene Faith que someterse al programa de protección de testigos?

– Ya conoces la respuesta. Al morir Thornhill, se llevó a la tumba la identidad de los demás implicados. Pero están ahí fuera, lo sabemos. ¿Recuerdas la grabación de vídeo que preparaste? Thornhill hablaba con alguien por teléfono, y ese alguien anda suelto por ahí. La CIA está llevando a cabo una investigación interna para descubrir la identidad de esas personas, pero no pienso esperar sentada. Y sabes que esas personas harán todo lo posible por atrapar a Faith y a Buchanan. Aunque sea por puro afán de venganza. -Reynolds le tocó el brazo-. A ti también, Lee.

Lee la miró de reojo y le leyó el pensamiento.

– No. Ni loco iría a protección de testigos. No sabría vivir con un nuevo nombre. Ya me ha costado bastante recordar el verdadero. Ya puestos, prefiero esperar a los compinches de Thornhill. Al menos me lo pasaré bien antes de morir.

– Lee, esto va en serio. Si no pasas a la clandestinidad, correrás un gran peligro. Y no podemos seguirte las veinticuatro horas del día.

– ¿No? ¿Ni siquiera después de todo lo que he hecho por el FBI? ¿Eso significa que tampoco me darán el anillo descodificador ni la camiseta gratis del FBI?

– ¿Por qué te haces el gracioso ahora?

– Puede que ya nada me importe una mierda, Brooke. Tú eres una mujer inteligente, ¿es que nunca se te había ocurrido pensarlo?

Ninguno de los dos abrió la boca durante varios kilómetros.

– Si dependiera de mí, te daría todo lo que quisieras, incluyendo una isla con criados, pero no es cosa mía -dijo Reynolds finalmente.

Lee se encogió de hombros.

– Correré el riesgo. Si quieren atraparme, que así sea. Se darán cuenta de que soy más duro de lo que creen.

– ¿Hay algo que pueda decirte para que cambies de idea? Lee levantó las flores.

– Podrías decirme dónde está Faith.

– No puedo. Sabes que no puedo.

– Oh, vamos, claro que puedes. Sólo tienes que decirlo.

– Lee, por favor…

Lee descargó su enorme puño contra el salpicadero, que se cuarteó.

– Maldita sea, Brooke, no lo entiendes. Tengo que ver a Faith. ¡Tengo que verla!

– Te equivocas, Lee, lo entiendo perfectamente. Y por eso me cuesta tanto. Pero si te lo digo y vas a verla, la pondrás en peligro. Y a ti también. Ya lo sabes. Eso infringe todas las reglas, y no pienso hacerlo. Lo siento. Ni te imaginas cuánto me afecta toda esta situación.

Lee apoyó la cabeza en el asiento y los dos permanecieron en silencio varios minutos mientras Reynolds conducía sin rumbo fijo.

– ¿Cómo está? -preguntó Lee al fin en voz baja.

– No quiero mentirte. La bala le hizo mucho daño. Se está recuperando, pero muy despacio. Se ha debatido entre la vida y la muerte en un par de ocasiones.

Lee se cubrió el rostro con la mano y sacudió lentamente la cabeza.

– Si te sirve de consuelo, esta situación le ha disgustado tanto como a ti -aseguró Reynolds.

– ¡Vaya! -dijo Lee-, eso lo arregla todo. Soy el jodido rey del mundo.

– No era eso lo que quería decir.

– No me dejarás verla, ¿verdad?

– No, no puedo.

– Entonces déjame en la esquina.

– Pero si tu coche está en el hospital…

Lee abrió la puerta antes de que Reynolds detuviera el coche.

– Iré caminando.

– Está a kilómetros de aquí -insistió Reynolds con voz forzada-. Y hace un frío glacial. Lee, deja que te lleve. Vamos a tomarnos una taza de café; hablemos un poco más.

– Necesito aire fresco. Además, ¿qué queda por hablar? Estoy harto de hablar. Puede que jamás vuelva a hablar.

– Salió del coche y se inclinó hacia el interior-. Ahora que lo pienso, puedes hacer algo por mí.

– Lo que sea.

Lee le dio las flores.

– ¿Podrías hacérselas llegar a Faith? Te lo agradecería. -Lee cerró la puerta y echó a andar.

Reynolds sujetó las flores y observó a Lee mientras se alejaba andando con dificultad, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Notó que el hombre tiritaba de frío. Entonces la agente se recostó en el asiento y las lágrimas se deslizaron por su rostro.