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Aunque un tanto aislada, la casita estaba a sólo cuarenta minutos en coche del centro de Washington. Por esa razón, su ubicación resultaba bastante práctica. Lee había realizado varias pesquisas sobre el propietario y había averiguado que todo estaba en regla. Sin embargo, le había costado bastante más informarse acerca del arrendatario.
Lee sacó un artefacto que semejaba una grabadora pero que en realidad era un dispositivo con ganzúas que funcionaba con pilas; también extrajo una funda con cremallera y la abrió. Palpó las distintas ganzúas y escogió la que quería. Con una llave hexagonal fijó la ganzúa a la máquina. Movía los dedos con destreza y rapidez, incluso cuando las nubes cubrieron de nuevo la luna sumiéndolo todo en sombras. Lee lo había hecho tantas veces que podría haber cerrado los ojos y manipulado los instrumentos del delito con una precisión envidiable.
Lee ya había echado una ojeada a las cerraduras de la casita durante el día. Eso también lo había inquietado: había cerrojos de seguridad en todas las puertas exteriores y en los marcos de las ventanas de la primera y de la segunda planta. Todo el material de ferretería parecía nuevo. ¡En una destartalada casa de alquiler perdida en el bosque!
A pesar del frío, una gota de sudor recorrió la frente de Lee mientras pensaba en esos detalles. Tocó la 9 milímetros que llevaba en una funda sujeta al cinturón; el tacto del metal lo reconfortaba. Apenas tardó unos segundos en amartillar y asegurar la pistola; una bala en la recámara, el percutor montado y el seguro puesto.
La casita disponía de sistema de seguridad. Eso también lo había asombrado. Si hubiese tenido dos dedos de frente, Lee habría guardado las herramientas del crimen, se habría marchado a casa y le habría dicho a quien le había encargado el trabajo que la misión había fracasado. Sin embargo, se enorgullecía de su labor. Seguiría desempeñándola al menos hasta que sucediese algo que le hiciera cambiar de idea. Y Lee corría muy deprisa cuando las circunstancias lo requerían.
Entrar en la casa no sería difícil, sobre todo porque Lee contaba con el código de acceso. Lo había obtenido la tercera vez que estuvo allí, cuando las dos personas habían ido a la casita. Lee ya había confirmado que la zona estaba cableada, por lo que había acudido preparado. Se había adelantado a la pareja y había esperado a que terminaran de hacer lo que estuvieran haciendo dentro. Cuando salieron, la mujer introdujo el código de acceso para activar el sistema de seguridad. Lee, oculto tras los mismos arbustos que ahora, disponía de una maravilla de la técnica electrónica que captaba el código al vuelo como un jugador de béisbol que recibe limpiamente una pelota en el guante. Todas las corrientes eléctricas producen un campo magnético, como un pequeño transmisor. Cuando la mujer alta había marcado los dígitos del código, el sistema de seguridad había enviado una discreta señal al guante de béisbol electrónico de Lee.
Se aseguró de que las nubes tapasen la luna, se colocó un par de guantes de látex con almohadillas reforzadas en las yemas de los dedos y en las palmas, preparó la linterna y volvió a respirar a fondo. Al cabo de un minuto salió de los arbustos y se dirigió con sigilo hacia la puerta trasera. Se quitó las botas cubiertas de barro y las depositó junto a la puerta. No quería dejar indicios de su visita. Los buenos investigadores privados son invisibles. Lee sostuvo la linterna bajo el brazo mientras introducía la ganzúa en la cerradura de la puerta y activaba el dispositivo.
Empleaba el aparato, por un lado, para ganar tiempo y, por otro, porque no había forzado suficientes cerraduras como para ser un experto al respecto; una ganzúa tradicional requería una práctica constante que dotase a los dedos del grado de sensibilidad necesario para detectar la proximidad de la línea del cilindro, el sutil descenso del instrumento a medida que las clavijas de la cerradura comenzaban a saltar. Empleando una ganzúa tradicional, un cerrajero experto forzaría la cerradura mucho más deprisa que Lee con el dispositivo. Era todo un arte y Lee conocía sus limitaciones. Al poco, notó que el pestillo se des-corría.
Cuando abrió la puerta, el pitido del sistema de seguridad rompió el silencio. Lee encontró rápidamente el teclado de control, marcó los seis números y el pitido se detuvo de inmediato. Mientras cerraba la puerta tras de sí pensó que ya se le podría acusar de haber cometido un delito grave.
El hombre bajó el rifle, y el punto rojo que emitía la mira láser del arma desapareció de la ancha espalda de un inadvertido Lee Adams. El hombre que sostenía el arma era Leonid Serov, un ex agente del KGB especializado en asesinatos. Serov se había quedado sin trabajo tras la disolución de la Unión Soviética. Sin embargo, su habilidad para matar a seres humanos con suma eficacia estaba muy solicitada en el mundo «civilizado». Serov, que había disfrutado durante muchos años de una excelente situación como comunista, con coche y apartamento propios, se había hecho rico de la noche a la mañana en la sociedad capitalista. ¡Si lo hubiera sabido!
Serov no conocía a Lee Adams ni tenía la menor idea de por qué estaba allí. No había reparado en su presencia hasta que Lee se desplazó a los arbustos situados cerca de la casa, porque éste -había salido del bosque por el lado más alejado del ruso. Serov supuso, no sin razón, que el viento había ahogado el sonido de los pasos de Lee.
Serov comprobó la hora. Llegarían dentro de poco. Inspeccionó el silenciador alargado acoplado al rifle y luego frotó con suavidad el cañón, como si fuera su mascota preferida y estuviese confiriendo infalibilidad al metal brillante. La culata era de una amalgama especial de Kevlar, fibra de vidrio y grafito que ofrecía una gran estabilidad. Además, el cañón del arma no estaba estriado de forma convencional, sino que tenía un hueco rectangular y redondeado, llamado alma poligonal, con torsión de izquierda a derecha. Este diseño aumentaba la velocidad de la bala en un ocho por ciento y, sobre todo, imposibilitaba el examen balístico de los proyectiles disparados por el rifle porque no había muescas o estrías en el cañón que los marcaran al salir del arma. Prestar atención al detalle constituía la clave del éxito. Serov se había abierto camino basándose en esa filosofía.
El lugar estaba tan apartado que Serov había pensado en quitar el silenciador y confiar en su afinada puntería, su mira de alta tecnología y su magnífico plan de huida. Creía que la seguridad que sentía estaba más que justificada. Al igual que un árbol que cae, cuando matas a alguien en un lugar perdido, ¿quién va oírlo? Además, sabía que algunos silenciadores desviaban la trayectoria de la bala, con lo cual nadie moría, excepto el aspirante a asesino cuando el cliente se enteraba de que la misión había fracasado. Aun así, Serov había supervisado en persona la construcción del dispositivo y estaba seguro de que funcionaría a la perfección.
El ruso se removió en silencio para desentumecerse el hombro. Llevaba allí desde el anochecer, pero estaba acostumbrado a las vigilias prolongadas. Nunca se cansaba durante estas misiones. Se tomaba la vida tan en serio que cuando se preparaba para matar a una persona siempre le subía la adrenalina. Era como si el riesgo lo vigorizase. Ya se tratara de escalar una montaña o de planear un asesinato, lo cierto es que la posibilidad de ver la muerte tan de cerca lo hacía sentir más vivo.
La ruta de huida por el bosque lo conduciría hasta una tranquila carretera donde un coche lo esperaría para llevarlo a toda velocidad al cercano aeropuerto de Dulles. Luego le encomendarían otras misiones en lugares mucho más exóticos que éste. Sin embargo, dadas las circunstancias, este entorno tenía sus ventajas.
Matar a alguien en la ciudad resultaba de lo más complicado. Escoger el lugar desde donde apuntar, apretar el gatillo y escapar no era tarea fácil porque había testigos y policías por todas partes. Prefería la campiña, la soledad del medio rural, la protección de los árboles y la distancia entre casa y casa. Allí, como un tigre en un corral, era capaz de matar con una eficiencia abrumadora todos los días de la semana.
Serov se sentó en un tocón a pocos metros del lindero del bosque y a menos de treinta metros de la casa. A pesar de la frondosidad de la vegetación, desde ese lugar podría disparar sin problemas: una bala apenas necesitaba un espacio de un par de centímetros para pasar sin desviarse. Le habían dicho que el hombre y la mujer entrarían en la casa por la puerta posterior, aunque él se encargaría de que no llegasen lejos. La bala destrozaría cualquier cosa que el láser tocase. Estaba seguro de que acertaría a una luciérnaga aunque se hallara al doble de distancia.
Todo transcurría con tanta normalidad que los instintos de Serov lo alertaron. Ahora tenía un buen motivo para no caer en la trampa: el hombre que estaba en la casa. No era policía. Los agentes de la ley no se desplazaban sigilosamente por entre los arbustos ni allanaban las casas de los demás. Puesto que no le habían advertido de la presencia del hombre con antelación, dedujo que no estaba de su parte. Sin embargo, a Serov no le gustaba apartarse del plan original. Decidió que si el hombre se quedaba en la casa después de que acabara con los otros dos, seguiría el plan inicial y huiría por el bosque. Si el hombre intervenía o salía de la casa tras oírlos disparos, entonces Serov tendría que gastar más balas -contaba con municiones de sobra-, y al final habría tres cadáveres en lugar de dos.